La noche se había escapado casi sin avisar. Naouar seguía sentada en la sala de espera observando el sobre que sujetaba en su mano y que no se atrevía a leer. En el exterior del hospital, a través de un enorme ventanal, podía percibirse una tibia claridad. 

Frente a ella, de pie, junto a la entrada, una mujer de cabellos ralos y vestido negro de franela desgastado seguía hablando con el médico que acababa de ingresar a su hijo. 

A su lado, en una mesita de cristal donde reposaba una decena de revistas de fechas atrasadas, la única flor que había en el jarrón de azófar parecía helada de pánico.

Naouar decidió, entonces, introducir el sobre blanco en su bolso; sospechaba que el mensaje que contenía aquella carta no le iba a gustar.

De pronto, todo quedó en silencio. La señora, que hacía poco tiempo hablaba con el doctor, se había sentado en uno de los sillones de cuero marrón de la sala. Se miraron; Naouar no pudo leer nada en sus ojos y le resultó imposible evitar un estornudo. 

—¡Salud! —le dijo la mujer. 

—Gracias —respondió Naouar. 

Ninguna de ellas lo sabía aún, pero el diagnóstico de las enfermedades de sus hijos era idéntico. 

Una mujer alta, delgada, de cabellos lisos y negros, apareció en la sala al tiempo que se despedía de la persona con la que hablaba antes de cerrar la puerta. Una vez dentro, miró, dudó donde sentarse y decidió hacerlo frente al ventanal; un movimiento negativo de su cabeza le hizo pensar a Naouar que parecía no tener mucha confianza en lo que acababan de comentarle. Sentada, la mujer sacó un sobre blanco del bolsillo de su abrigo, hizo el ademán de leerlo y, tras un instante de duda, acabó por guardarlo de nuevo. 

A los diez minutos, otra mujer, con pañuelo en la cabeza, chaquetón colgado de un brazo y un sobre blanco en la mano, irrumpió en la sala de espera. En silencio, y con una mueca de pesadumbre en su rostro, fue a sentarse junto a la señora de pelo ralo, apoyó su bolso sobre el apoyabrazos de la silla y se rascó la sien. 

Instantes después, apareció otra mujer. Luego otra, y otra más. Y sin dar tiempo a sentarse a esta última, se presentó una más. Detrás de ella, accedió a la sala una joven de piel pálida y cabello oscuro trenzado a su espalda con un vaso humeante de café, sacado de la máquina que estaba fuera de la sala, tras la puerta, tomó un sorbo y miró al vacío por encima del vaso; aquella mirada acumulaba un montón de preguntas. Con el de la joven recién llegada, eran quince los niños ingresados en esta madrugada, y todos con la misma sintomatología, con el mismo diagnóstico: coma de origen desconocido. 

Naouar examinaba los gestos reflexivos de las mamás que llenaban la sala. Vio cómo, la joven de piel pálida y cabello oscuro trenzado, dejaba el café sobre la mesita, se colocaba las gafas y comenzaba a leer la carta. Sin saber por qué, siguió sus movimientos y apretó los dientes al advertir la sorpresa reflejada en el rostro de aquella joven, que hundió su cara entre las manos y comenzó a llorar en silencio, sin un lamento. Naouar sintió que algo en su interior se agitaba, tragó saliva y se acercó hasta ella para consolarla. Le ofreció un pañuelo y pudo ojear el membrete de la carta que acababa de leer aquella mujer; era del Ministerio de Inmigración; el mismo remitente que el de su sobre. La joven se repuso, agradeció el gesto y guardó la misiva en su bolso. 

El silencio en la sala de espera de urgencias del hospital era atronador. Afuera, las voces que se oían se alejaban rápidamente hasta convertirse en susurros. Y ese mutismo presagiaba una manifestación rotunda, un secreto perceptible; la ansiedad se veía dibujada en un tenso gesto común. 

De repente, aquello pareció demasiado real. Todas llevaban un sobre blanco del Ministerio de Inmigración en la mano. Ninguna de ellas, excepto la joven a la que Naouar prestó atención, había leído su contenido. No existían las casualidades. No hablaban el mismo idioma, pero todas mostraban el mismo sentimiento, triste y agónico, y todas lucharon en ese momento contra el impulso de gritar.

Las horas caían crueles una tras otra y, por fortuna, la entrada de nuevos casos se detuvo hacia el final de la madrugada, con el ingreso de dos hermanas. La luz del día inundaba ya los campos que mostraban largas hileras de viñedos invernando tras el asalto de la vendimia. 

Esos niños, que hasta hacía bien poco jugaban en parques, acudían a la escuela y ayudaban a sus padres, de repente, caían en un coma profundo de un modo misterioso. Y el drama aumentaba cada día. Casi un centenar de chavales atrapados por esa inexplicable hipnosis profunda se contabilizaban ya en todo el país. Muchos llevaban sumidos en ese estado casi un año y seis de ellos habían fallecido. 

No era un mal físico el que atacaba a esos niños, ni siquiera neuronal. Sólo un asunto moral aclaraba esa misteriosa patología, y aún no había sido reconocido por las autoridades. La élite científica no encontraba justificación alguna a tal fenómeno social. El hecho palpable golpeaba el ego de ilustrados y eruditos y, cada cierto tiempo, las urgencias de algunos hospitales del estado se inundaban de niños en coma. 

Ante tal magnitud de casos, todos inauditos, los psiquiatras no encontraban una explicación, no hallaban una interpretación. No daban crédito a las opiniones que sostenían que el negarles el asilo, fuese el detonante de toda esa tragedia infantil. En verdad, el pánico invadía a los niños, ante el temor de regresar a sus territorios de origen, arremetiendo, en consecuencia, contra sí mismos para sobrevivir al odio más miserable del que habían escapado tiempo atrás. 

Los especialistas médicos, abrumados por tal ‘epidemia’ decidieron llamar a ese desconocido trastorno el ‘síndrome de resignación’. 

Y, fuera la causa y el origen que fuera, los médicos concluyeron que, si no los trataban, los niños morirían. «¿Pese a que el hecho de atenderlos genere nuevos casos?», alegaban los escépticos. «Aun así», razonaban los políticos a los que la sociedad apretaba por un extremo y por el otro. 

De repente, una enfermera de facciones alargadas, rechoncha, abrió la puerta de la sala de urgencias del hospital. Algunas madres corrieron a su encuentro y acabaron rodeándola. La sanitaria frunció el ceño, lanzó una mirada de irritación y levantó la mano ordenando que se echaran hacia atrás.

—¡Dejen espacio! —dijo con voz autoritaria.

Sin ninguna expectativa, pese a que ella fue la primera en llegar a la sala, Naouar observó aquel rostro con miedo. 

—¿La mamá de Halim Massú? —llamó la enfermera.

Naouar se puso tensa al oír el nombre de su hijo. Sentía sus mejillas calientes y enmudeció a causa de una repentina turbación.

—¿La mamá de Halim Massú? —repitió la enfermera—. ¿Está la mamá de Halim Massú?

—¡Aquí! —respondió Naouar.

La sanitaria alzó la ceja. Naouar se acercó hasta ella ante la mirada del resto de madres; sentía los nervios de una mujer culpable.

Tras largas horas de espera, por fin le comunicaban a Naouar que su hijo iba a ser trasladado a su casa donde debía seguir un tratamiento ambulatorio. La medicación la llevaría el personal de la ambulancia, así como el correspondiente informe clínico.

Ella, confusa, no sabía si aquella noticia era buena o mala, porque nadie le había informado sobre el origen de la enfermedad de Halim. Naouar preguntó al respecto del diagnóstico de su hijo a la enfermera, con un tono de voz que llevaba como oculta una especie de disculpa.

—Todo va reflejado en el informe médico, señora. Si le surgiera cualquier emergencia, no tiene más que acudir al hospital. De momento, su hijo puede irse a casa —fue la respuesta que obtuvo.

Naouar ocultó su confusión detrás de un movimiento de su mano, temiendo ser tragada por la tosca enfermera.

—¿Puedo ir con él en la ambulancia? —preguntó Naouar. Su voz era gentil.

—No sé qué decirle, señora —respondió aquella mujer, no con muy buen tono—. Eso pregúnteselo a los compañeros de la ambulancia. A veces dejan y a veces no.

Al cabo de unos cuarenta minutos, Halim reposaba inmóvil en su cama de hierro. Naouar, que en último lugar pudo acompañarlo en el traslado a casa, permanecía junto a la cabecera, sentada en una silla. Tras la silla, un ropero sin puertas y, detrás de un biombo de tela, un aseo con el lavabo. La única fuente de iluminación era un fluorescente colgado del bajo techo.

Pese a todo, los sonidos ya le resultaban familiares. La oscuridad susurraba confianza por los rincones de las frágiles orillas de sus sueños, como si necesitara musitar un encantamiento. 

La familia Massú venía de llevar demasiados meses siendo perseguida por el hambre y apretada por los dedos de la miseria que oprimía su garganta. 

Al mirar el rostro de Halim, la tristeza atravesó a Naouar, aunque se consolaba con el hecho de que, de momento, su familia estaba lejos de la guerra, de la barbarie y de la muerte. Y, en ese impasse, y desde que salió de su país, aprendió a organizar su vida con lo que tenía y no con lo que le faltaba, y esperar entretanto llegaba el futuro. 

Naouar rezó, rezó mucho durante todo este tiempo para que por fin todos pudieran vivir en paz, para que su hijo se recuperara pronto y para que no le quedara ninguna secuela. Sus ruegos, desesperados, volaban y volaban por el cielo de la esperanza, aunque ella seguía sin noticias de su Dios.

Assim, su marido, y su otro hijo, Bahir, mayor que Halim, habían salido el día anterior a buscar empleo por entre las viñas del entorno y tardarían en llegar.

Naouar recordó el sobre blanco que había guardado en su bolso y, sin esperar a que llegara Assim, lo sacó, y esta vez sí, lo abrió con cuidado y leyó su contenido. El gobierno, a la espera de una mejor investigación con la que poder tomar otra decisión, y ante los hechos ocurridos, resolvía posponer durante seis meses la deportación de la familia Massú que le había sido comunicada meses atrás. Tiempo para soñar. 

Nada más concluir de leer la carta, Naouar observó un movimiento extraño en el cuerpo de Halim, acercó su rostro al de su hijo, lo vio pálido y notó que ardía, observó el pecho y advirtió que no subía, que no bajaba, ni siquiera de modo pausado; infelizmente, Halim había dejado de respirar. 

Hermenegildo Rodríguez

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