Allegro ma non tanto

¿Sabes? Nunca pensé que sería una de esas amas de casa desaliñadas que corren con el crío en brazos para ahorrarse unos pocos euros, pero aquí me encuentro y, además, Adán tiene fiebre. Suerte que no le miden la temperatura al entrar, porque si no me quedo sin comprar y necesitamos usar todos los cupones de descuento para llegar a final de mes. No querías que viniera, pero hoy es el día. Hay que comprar el primer día que comienzan las ofertas para aprovechar los cupones. 

Adán hace una mueca, parece que quiere llorar. Lo abrazo y le canto «Qué lindas manitas que tengo yo, que lindas manitas que Dios me dio». Adán se ríe. Todavía no le hemos matado la esperanza. Me miro las manos y constato  que se comienzan a deformar por la artritis. Ahora te burlas de mí y me dices que parezco tullida, pero te recuerdo que estas manos fueron mi orgullo. Estas manos fueron mi instrumento durante siete años de conservatorio y otros diez de piano. Ser pianista es una profesión para soñadores.  Cierro los ojos y toco, en la espalda de Adán, la entrada del concierto de piano nº3 de Rachmaninoff. Recuerdo la forma asombrosa en la que mis dedos bailaban sobre el piano, mientras un coro de violines me arrullaba.  Y el clarinete. No es posible olvidar ese clarinete que me daba la bienvenida, que me invitaba a poner los dedos en las teclas. Los mismos acordes del día que nos conocimos, cuando yo era una joven promesa y tú un empresario de éxito. 

Dijiste que solo te había gustado la flauta. El resto te había parecido deprimente. Donde yo escuchaba instrumentos y más instrumentos acompañándome en el frenesí, tú oías tristeza. Me gustó tu aplomo. El mundo de los artistas está lleno de ego, pero, a la vez, lleno de inseguridades. Tú, en cambio, parecías inmune a esas flaquezas. Parecías siempre muy desenvuelto, incluso cuando pusiste el anillo en mi dedo. El anillo sigue allí, molesta solo en días como hoy que llueve y las manos duelen más. 

Llego al pasillo de los pañales y lucho por los últimos tres paquetes de la estantería. Adán me abraza y sentir su respiración en mi cuello me reconforta. Ya puedo avanzar hasta los congelados a buscar la siguiente oferta. He de apresurarme. Apenas moví los dedos y ya siento una punzada. 

Intermezzo: Adagio

Tengo que guardar algo de dinero para las medicinas, porque Adán no está bien y es mi responsabilidad. Es mío, solo mío. Desde que la inmobiliaria se fue a pique, tú perdiste la capacidad de desear y la fe en que se puede conseguir.

Yo esperaba que te recuperases de la caída. Ignoré los dolores durante más de un año en un intento por dosificar nuestros traspiés. Tengo buena tolerancia al dolor. Tengo buena tolerancia en general.  Me regañaste cuando los doctores dijeron que si me hubiera hecho un chequeo antes, quizás con más esteroides, hubiera alargado mi carrera. Como se nota que los médicos nunca han tocado el piano. Igual pude disfrutar y soportar dos años más. Alcancé a constatar, desde el podio del teatro, que tú te quedaste habitando en el pasado, en las inauguraciones de los proyectos y en los paseos en yate; y que no ibas a volver.

No te gusta nuestro presente, lo sé, ni eso, ni tantas otras cosas ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

Me llamaste loca y descriteriada porque me aferré al embarazo como a un último sueño que no iba a dejar caer y no me arrepiento,  aunque haya tenido que vender el piano. De todas maneras no me gustaba dar clases particulares, la falta de interés de los niños y esa emoción contenida de las madres. Ese tufo a «mis hijos harán lo que yo no pude» me deprimía. 

Finalle: Alle breve

En la cola para pagar, un hombre maduro me ayuda con el carrito. Creo que le parezco atractiva. Conozco esa mirada y esa sonrisa que, por una vez, no es de conmiseración, es una sonrisa amable. Me ayuda a poner las cosas en la cinta y pienso que deberías ser tú quien estuviera aquí, quien viniera a hacer la compra en los días de lluvia en lugar de seguir confabulando negocios imposibles con tus antiguos socios. La cajera espanta mis desvaríos.  Pago y me reconforta saber que sobraron ocho euros que te ocultaré.  Sonrío al extraño, agradecida por una galantería que tú ya no me brindas, y Adán se despide con la manita. «Qué lindas manitas que tengo yo, que lindas manitas que Dios me dio». 

No quiero volver a casa. Me siento en un banco de camino al aparcamiento, Adán posa su manita en la palma de mi mano derecha. La suya aún virgen y la mía un poco deforme. Sin embargo, al verlas así, con la luz metálica del centro comercial, creo que no son tan diferentes. 

Mi imagen reflejada en uno de los cristales de las tiendas, que ya no frecuento, parece preguntarme ¿Cuándo dejaste de luchar?

Meto todo en el coche y avanzo. Ojalá algún día lo entiendas. 

   Verónica Avilés Calderón

Descubre más desde

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo