“Te regalo una flor” Un relato de Atalanta

La despertó un ruido de voces. Por un momento no supo dónde estaba. Un pequeño rayo de luz se coló por el hueco de las contraventanas de madera y se reflejó en el suelo como si se tratara de una espada galáctica. 

Apartó la fina colcha que le tapaba las piernas. El suelo estaba frío, se estremeció. Con los pies ciegos tanteó las baldosas de piedra buscando sus zapatos, solo encontró uno.

Abrió las contraventanas, la espada ahora se hizo tan grande que se le clavó en los ojos. Volvió a cerrarlas lo suficiente como para ver sin quedarse ciega. Estaba en la habitación de Mario, no recordaba cómo había llegado allí.

Los libros de su hermano seguían en la estantería colocados por orden alfabético, esperando a que alguien los leyera. Recordó la obsesión de Mario por el orden. Cuando era niño y no sabía leer, los cuentos los colocaba por colores y los juguetes por tamaños. Esa obsesión se fue intensificando con los años, y Mario, acabó midiéndolo todo, incluso el dolor.

Los cuadros de mariposas disecadas colgadas en las paredes casi la hicieron vomitar, como si de repente todo el pasado hubiera aterrizado en su estómago.

Se agachó buscando su zapato, pero no estaba bajo la cama. Notó la oscuridad densa de los lugares que la estremecían de niña, y ese era uno de ellos.

Se dirigió al armario, el olor a la colonia de Mario se expandió por la habitación, como si su hermano estuviera allí de nuevo, como si de repente hubiera resucitado, pero ella sabía que eso no era posible. Le había visto muerto.

Cogió las playeras negras del armario, revisó las suelas, estaban impolutas. Su madre se había encargado de borrar las huellas de los insectos aplastados, como siempre hacía con todo lo que no se debía ver. Notó un pinchazo al meter el pie, había una aguja dentro de la zapatilla, al calcetín blanco le salió un lunar rojo que fue creciendo.

Llamarón a la puerta. Sin esperar respuesta su madre, como un alma en pena, entró en el cuarto. Sobre la cama dejó un vestido negro parecido a un sudario. Le dijo, sin mirarla, póntelo y sal, don Pablo está aquí.

No se puso el vestido. 

Las beatas murmuraron al verla, mirándola con pena. La pobre está muerta de dolor por la pérdida.  Al fin y al cabo, no solo eran hermanos, eran mellizos y dicen que en estos casos lo que siente uno lo siente el otro, de ahí la que montó en el cementerio. La pobre no era ella. Y, además, esa muerte, ya es el remate. Le pareció que aquello no estaba pasando, que no hablaban de ella, ni de su hermano. No dijo una palabra, se dejó abrazar. 

No se acercó a Don Pablo en ningún momento. Cuando todos se fueron, necesitaba ir a su cuarto a llorar. Su madre no solo no la dejó, sino que invitó a comer a aquel hombre que, disfrazado de obispo, aceptó complacido como si en esa casa le debieran algo. 

Se le erizó la piel, cuando su madre lo sentó en el sitio que primero fue de su padre y luego de Mario.

La mesa era cuadrada y pequeña, había dos sillas más, a izquierda y derecha del cura. Cogió otra silla, alejada de la mesa y se sentó frente al invitado, nunca a su lado. Su madre la miró como si estuviera loca.

Hacía años que no pisaba aquel comedor lúgubre, tapizado con los cuadros y las fotografías de sus antepasados, retratados en parejas. Notó los ojos de esas caras, ancladas en el tiempo, clavados en ella. Una de esas fotografías era de Mario y ella de niños. Su hermano parecía sonreír.

Don Pablo, agarró la servilleta blanca e intentó anudarla a su cuello, era tan grueso que no se sostenía. Su madre, que venía de la cocina, colocó la sopera en la mesa y se apresuró a ayudarle.

Él empezó a cortar la hogaza de pan, le dio un trozo a la madre y otro a ella. No lo cogió, y él lo dejó sobre la mesa.

Como si unos dedos invisibles lo arrastraran por el mantel, el pan se desplazó por la mesa y se quedó frente a la silla vacía. Los miró, no parecieron darse cuenta, su madre y el cura hablaban de Dios.

Los cubiertos comenzaron a bailar sobre la mesa. No pararon hasta que hicieron tres círculos perfectos: las cucharas en el centro, los tenedores a su alrededor y los cuchillos rodeando a estos en un círculo más grande.

Entonces le vio, el Mario de la foto estaba sentado en la silla vacía. Con su manita de ocho años, cogió el cazo de hierro, demasiado grande para él y empezó a servir la sopa. Ésta se tiñó de rosa con el hilo de sangre que emanó de su muñeca herida.  

Cuando los platos estuvieron servidos, Mario se sintió contento, y con esa voz de niño feliz que tuvo un día, dijo: <<A comer. Si os lo coméis todo, luego podréis ir a jugar>>.  

Le sonrió cómplice y ella lo supo, ese si era su hermano, el bueno, el alegre, y no el otro.

El plato de don Pablo empezó a bullir, y un humo denso que olía a sangre llenó la habitación. Cada cucharada que tragaba aquel hombre le abrasaba la garganta y le hacía gritar de dolor. La servilleta se empapó y le resbaló del pecho, mientras la sotana, impoluta, se iba llenando de fideos largos como gusanos. Mario, eufórico como nunca había estado, gritaba: <<Más fuerte Don Pablo, grite más fuerte. Qué le oigan todos.>> 

Y su madre, la miraba a ella como si estuviera loca, sin percatarse de que era su hermano el que estaba haciendo esas cosas, o quizás lo sabía y no quería ver.

Un tenedor abandonó el círculo de los tenedores, se pegó a la mano de la mujer:  <<A comer madre>> dijo el niño. El plato de pollo se llenó de pequeños corazones que empezaron a latir. 

Mario enmudeció, se hizo una bola en el suelo y empezó a temblar. El monstruo sudoroso estaba sobre él, notó su aliento, sintió ese dolor tremendo otra vez, y como ese olor a incienso y a vela se metía dentro de él para no abandonarlo jamás.

Cuando se levantó del suelo, Mario ya no era un niño. Unas mariposas escaparon del plato, volaron por el cuarto y se posaron sobre las bocas de los cuadros intentando esconderse en ellas. 

Los cuchillos abandonaron el círculo, se clavaron, uno a uno, en el pecho de don Pablo formando una cruz perfecta. Mario desapareció.

Había dejado encima de la silla su zapato con una margarita dentro. Olía a muerte.


Atalanta

He querido ser un pájaro, un árbol, el viento, la lluvia, el rayo, el mar, el azul. Cuando escribo soy todo eso porque escribir es soñar despierto y te permite vivir mil vidas. Coordino el Club de Relato en Irredimibles.

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