La entrada al local no era visible desde el boulevard Brokeback Mountain. Las dos mujeres, que acudían por primera vez al centro de terapia, indagaron durante unos minutos hasta que por fin localizaron el acceso al local en un callejón lateral.

Al verlas aparecer, la doctora Hofmann, coordinadora del grupo, las saludó. El resto de asistentes siguió con disimulo los movimientos de una y otra. «Si están aquí es porque tienen una vida triste», pensaron todos.

Ninguna de las dos conocía el protocolo.

Después de unos minutos, la doctora las invitó a contar sus historias. Ellas se miraron. Titubearon.

—Mi nombre es Lureen Newsome —arrancó a decir una de ellas, dejando ver su cólera—. Tengo dos hijos y Jack, mi marido, me abandonó. Supe entonces que llevaba engañándome desde que nos casamos.

El grupo entero la observó, mudo. Eso la turbó.

—Bien, Lureen. Tenemos que trabajar el perdón —intervino la doctora—. Deberíamos comenzar por ahí.

Todos asintieron; todos menos la mujer con la que coincidió en la entrada.

—¿Qué perdón merece? —irrumpió la otra recién llegada—. ¡¿Qué perdón merece un hombre, como el mío, que pasa meses fuera de casa y, cuando regresa, descubres que te ha estado engañando con otro hombre?! ¡¿Qué perdón merece?! —dijo con evidente tono de indignación —Por cierto, mi nombre, mi nombre es Alma, Alma Beers —concluyó resentida.

El grupo comenzó a murmurar. Podía verse el rechazo en el rostro de algunos, incluso el asco en las bocas de otros asistentes porque, en esta era tierra no había lugar para una historia de amor entre hombres, resultaba humillante, repugnante. 

Lureen, había disimulado un interés especial en coincidir con Alma, había preparado con habilidad aquel supuesto casual encuentro, esperando con paciencia hasta conseguirlo; y ahí estaban.

—¿Sigue en casa? —curioseó Lureen.

Alma la miró y se preguntó qué puñetas hacía ella allí hablando de sus problemas a unos desconocidos. Entonces, recordó el desafortunado instante en que decidió hacerle caso a su madre.

—¡No! —respondió a secas, pensando en aquel día que sorprendió a su marido, desde la ventana de su cocina, besándose con otro hombre.

—¿Cómo te sentiste al descubrirlo? —insistió Lureen.

La doctora Hofmann decidió no intervenir.

—Humillada.

—¿Nunca intentaste perdonarle? —preguntó esta vez la doctora.

Un embarazoso silencio se instaló en la sala. Alma no respondió.

Finalizada la sesión, las dos mujeres que coincidieron en la entrada lo hicieron también en la salida y, tras recorrer unos metros juntas, Alma se prometió a sí misma no volver jamás al centro. Miró a su improvisada compañera y se encontró con la mirada cómplice de Lureen; en ese breve intercambio visual, a ambas les pareció que tenían cosas en común. Sin saber cómo, y de un modo improvisado, decidieron tomar un café.

Detrás de aquel encuentro, vinieron otros en los que, por lo general, era siempre Lureen la que acudía a casa de su nueva amiga. Una tarde, Alma salió temprano de su oficina y, con sus hijos en casa de Ennis, su exmarido, pensó en dar una sorpresa a Lureen. Diez minutos más tarde, aparcaba frente a la casa de su amiga, bajaba del coche, se dirigía a la entrada y pulsaba el timbre. Esperó unos segundos. Oyó las voces de unos niños. Nadie respondió y volvió a llamar.

—¿Desea alguna cosa? —interrogó el varón que por fin abrió la puerta.

Alma se quedó atónita.

—¿Lureen Newsome vive aquí? —preguntó ella con recelo.

—Vive, sí. ¿Desea algo?

—¿Es usted Jack Twist? ¿Su marido?

—Sí. Sí señora —respondió—. ¿Nos conocemos?

Ella negó con la cabeza; mintió. Se despidió como pudo, dio media vuelta y, camino del vehículo, sus piernas comenzaron a temblar; Jack Twist era el hombre que había destrozado su matrimonio, el hombre al que un mal día descubrió, a través de la ventana de la cocina, besándose con su marido en el viejo porche.

«¡Lureen se ha burlado de mí!», dedujo mientras intentaba abrir la puerta con rabia. «¿Por qué?», se preguntó.

Al entrar en el coche Alma lloró, y no le importó que sus lágrimas brillaran.


Hermenegildo Rodríguez, jerezano y jubilado, lector y escritor tardío, lo que ya no tiene remedio

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