“La niña a la que se le morían los hermanos”, por Marisol Moreno

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Una mañana se levantó y fue con su padre al campo, a labrar la tierra. Cuando volvió, su madre le dijo:

“Tu hermana ha muerto. ¿Es que no vas a llorar?”

Ella contestó:

“Estoy cansada de llorar. Todos se mueren.”

Cogió el azadón, el rastrillo y el pico. Cogió queso, pan y un botijo y se volvió al campo. Limpió la tierra de malas hierbas con el rastrillo, hizo injertos en las plantas estériles, plantó nuevas en agujeros hechos con el azadón.

Cuando ya no pudo más, se sentó y se comió el pan y el queso. Se bebió el agua del botijo. Y se echó a dormir entre las vides. Pasó la noche larga y tuvo frío, entonces, pensó en volver a casa a cambiarse de ropa y descansar en su cama. Cuando volvió, ya no estaba su madre, en su lugar encontró a un hombre bueno, con el que se casó y tuvo una hija.

Pero un día llegó la guerra y se llevó al hombre bueno. Ella dejó a la hija en un internado para que tuviera una vida más fácil que la suya y se volvió a ir al campo. Cogió el azadón, el rastrillo y el pico. Cogió las cerillas y papeles de periódico. Cogió arroz, atún y el botijo. Esta vez, no volvió a casa ni por frío ni por hambre porque había aprendido a hacer fuego y a cocinar al aire libre.

Pero un día, pensó en su hija y volvió a casa. Al regresar, le abrió la puerta una niña. Se encontró una familia entera, su hija había conocido a un hombre y le habían dado cinco nietos. Su hija le dijo: “madre, he tenido cinco hijos y ninguno ha muerto. Ahora tienes cinco nietos, te necesito.” Ella dejó el azadón, el rastrillo y el pico. Se cambió de ropa, echó un trago del botijo y se puso a cocinar para todos en la casa.


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