A continuación no te proponemos una lectura de un relato si no que aceptes acompañarnos a un mundo distinto, que es lo que suele ocurrir al leer cualquiera de los relatos de Javier Echalecu, nuestro autor invitado. Te invitamos a acompañarnos de lleno en un pacto narrativo lector-escritor donde nos encontraremos de frente con el extrañamiento que nos produce la lectura del texto y navegaremos en aguas, aparentemente tranquilas, movidas por la brisa del surrealismo.
Esperamos que el relato PHODILUS BADIUS que ha cedido el autor para ser publicado en Irredimibles no os deje indiferentes. Este relato fue publicado originalmente su libro Lo malo de una isla desierta en el 2021.
PHODILUS BADIUS
EN los suburbios del cementerio, bajo el cielo estrellado, una pareja de esqueletos aprovecha el resplandor de la luna para abrillantar las osamentas. Sus calaveras lanzan pálidos reflejos y, entre los hierbajos que malviven a los pies de sus respectivas tumbas, prospera una voluptuosa comunidad de escarabajos, babosas y caracoles. No hay, sin embargo, la paz
que cabría esperar de un camposanto: cerca de la tapia, un grupo de cipreses se empeña en rasgar el vientre de la luna, y un poco más allá, entre las nerviosas amapolas, se escuchan los silbidos de una extinta familia de ranas brasileñas que nadie sabe cómo han llegado hasta aquí.
–Marcial –dice el esqueleto acostado en la tumba de la izquierda.
–Qué –responde el otro.
–¿Te puedo hacer una pregunta?
–Anda, pues claro.
–¿Tú tienes ojos?
–¿Ojos?
–Sí, ojos.
–Pues creo que no, espera.
Lentamente, moviendo los huesos del brazo con gran es- fuerzo, Marcial se rasca el fondo de sus cuencas oculares, que devuelven un sonido hueco, parecido al cascarón de una nuez.
–No, Eulogio.
–No qué.
–Que no tengo ojos.
–¿Ninguno?
–Ninguno.
–¿Pero estás seguro?
–Completamente.
–Pues hace unos años dijiste lo contrario.
–Estaría de broma.
Pasado un tiempo, suenan las campanas de media noche, momento que ambos aprovechan para dar la vuelta a sus cuerpos y mostrar a la luna los restos ya enmohecidos de los omoplatos. Eulogio, el esqueleto de la izquierda, llama de nuevo a Marcial, primero con un chasquido y luego, al re- cordar que no oye a causa de una fractura provocada sin duda por el impacto de un objeto contundente –probablemente una azada–, tirando de su codo como de la manga de una chaqueta.
–Marcial.
–Qué.
–¿Y corazón?
–Qué pasa ahora con el corazón.
–Que si te queda.
–No, hombre, no. ¿Pero estás loco? El corazón es lo primero que se pierde.
–¿Cómo lo sabes?
–Esas cosas se notan.
–Yo no noto nada.
–A ver, ¿tú te acuerdas del nombre de tu mujer?
–No.
–¿Del nombre de tu hijo?
–Tampoco.
–¿Y te acuerdas de alguno de tus amigos?
–Yo sólo me acuerdo de ti.
–¿No ves? Pues a eso me refiero.
Tras escuchar a su colega, Eulogio adopta un aire pensa- tivo. Hasta se diría que está a punto de llorar. Pero de tanto tiempo que no lo hace, al final el movimiento de la mandí- bula acaba por confundirse con una siniestra carcajada. Mar- cial, mientras tanto, se ha colocado las manos bajo el cráneo, a modo de almohada, y suspira de placer al notar la llegada de una brisa marina que le hace soñar con lejanos horizon- tes. Además, el aire adquiere de golpe un color plateado: es la luna que, liberada de las ramas de los cipreses, se muestra ahora en toda su plenitud, como lo que verdaderamente es, una calavera de enormes dimensiones que rodea el globo te- rrestre en busca de seres vivos a los que suministrar canti- dades industriales de angustia, sufrimiento y rachas de mala suerte.
–Oye, Marcial.
–Dime, Eulogio.
–Y pulmones, ¿tienes?
–Tampoco.
–Antes te he oído respirar.
–No es verdad.
–Claro que es verdad. Te he escuchado mientras dormías.
–Lo habrás imaginado.
–Vamos, sé que te queda un pulmón. Préstamelo.
–Está bien. Pero ten cuidado, no lo vayas a romper.
Con delicadeza, como si estuviese abriendo una jaula de bambú en la que se escondiera un ave tropical, el esqueleto de la derecha extrae de sus costillas algo como un ovillo de lana, y lo deposita en el cuenco de las manos de su compa- ñero, que con sumo cuidado aparta las costillas y lo inserta en su propio pecho.
–Bueno, ¿cómo me queda?
–Bien, supongo.
–No sé. Para mí que está un poco justo.
–Peor sería lo contrario.
Una vez asegurado el pulmón, Eulogio saca una colilla que llevaba escondida en la pelvis desde hace varios años y le da una calada, pero, como era de esperar, el humo, en vez de salir por arriba, lo hace por los numerosos agujeros de bala que tiene el pulmón prestado.
–¡Ah, qué desastre! Fíjate. Parezco una locomotora.
–Qué quieres.
–Cómo nos vamos a presentar en ninguna parte con estas pintas, ¿eh? Estamos hechos unos zorros, Marcial, unos zo- rros –dice, y a continuación devuelve lo que queda de pul- món a su propietario.
–Si te sirve de consuelo, piensa que siempre habrá alguien peor que tú.
–Quién, dime. ¡Quién va a estar peor que nosotros!
–Pues mira, una vez oí hablar de un ingeniero que se había vuelto loco. Iba buscando su cabeza sin acordarse de que la llevaba entre las manos.
–¡Bah! ¡Eso es mentira! ¿Sabes lo que te digo? Que me voy.
–¿Adónde?
–No lo sé, pero lejos. Ya no puedo más con este lugar. Hace tiempo que ando desmotivado. De tanto no hacer nada, siento que me estoy marchitando.
–¡Bah! Ya volverás. Todas las noches dices lo mismo. Eulogio se dispone a marcharse, pero, justo en ese ins-
tante, un nubarrón envuelve la luna. Las calles del cemente- rio se quedan a oscuras y, para empeorar la situación, se escucha cada vez más cercano el ulular de una lechuza cor- nuda, un animalillo que para algunos pueblos de la Anti- güedad simboliza al mismo tiempo el futuro y el infierno. Entre tanta penumbra, sólo el resplandor ocasional de un
hueso permite averiguar que la pareja de esqueletos conti- núa en el mismo lugar.
–Marcial –dice con voz temblorosa Eulogio.
–Qué.
–¿Sigues ahí?
–Dónde voy a estar si no.
–¿Sabes? Ahora que lo pienso, hay algo que no me cuadra en todo esto.
–El qué.
–Estamos muertos.
–Sí.
–No vemos nada.
–Así es.
–Y además se supone que tampoco tenemos corazón.
–Ni un gramo.
–¿Entonces?
–¿Entonces qué?
–Entonces, ¿cómo es posible que nos siga dando miedo la oscuridad?
Se hace un silencio. Es evidente que el bueno de Marcial no tiene una respuesta a semejante misterio. La lechuza cor- nuda continúa con su ulular, acompañada del coro de ranas brasileñas, y poco a poco, la pregunta, como todas las que se formulan bajo la mirada de la luna, acaba enterrada en el olvido. Ya a lo lejos, se escucha un crujido como de hojal- dre.
–Marcial.
–Y ahora qué pasa.
–¿Te importa darme la mano?
Javier Echalecu (Madrid, 1981) es escritor, traductor y administrador civil del Estado; entre otros cargos, ha desempeñado el de subdirector general del libro en el Ministerio de Cultura. Lo malo de una isla desierta es su primer libro de cuentos, aunque ya con anterioridad algunos de sus relatos habían aparecido en las antologías Segunda Parábola de los Talentos (Gens Editorial, 2011) y Tres Rosas Amarillas 01 (en la editorial homónima, 2011). Del italiano ha cotraducido, entre otros libros, La Vida fácil. Silabario de la poeta Alda Merini (Trama Editorial, 2017), De profundis de Salvatore Satta (La umbría y la Solana, 2019) y Los mejores años de nuestra vida (Trama Editorial, de próxima publicación). Colabora en la revista Turia.
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