Desde que tuve uso de razón amé a la fotografía. Por cierto aún la amo. Como usted bien sabe, no hay explicación racional para las pasiones: existen y punto. De todas formas, siempre me asaltó la necesidad de encontrar una respuesta, de encontrarme de una vez por todas… Probablemente lo que más me atrae del hecho de obturar una máquina fotográfica es la incertidumbre de no saber exactamente qué va a pasar cuando revele las tomas en el cuarto oscuro. A ver si me explico mejor. Detrás de la lente uno se siente omnipotente, un creador que recorta la realidad a su antojo y placer. En otras palabras: uno, por una fracción de segundo, osa colocarse en el lugar del mismísimo Dios… Suena bastante blasfemo, ¿no? ¡Pero es tan excitante! Uno logra hacer carne en una imagen miles de imágenes jamás soñadas. Cre-a-ción… ¿qué otra definición cabe? Sacar de la nada o casi. Además, está ese curioso aliado llamado azar, que mete sus narices aunque no se le haya dado beligerancia alguna. Un rayo de luz, una sobre-exposición, un pulso tembloroso (¡vaya a saber Dios por qué!), un rayón en la película… Cualquier trivialidad que resulte insignificante a los ojos del hombre común, recibe el papel protagónico ante el ojo de la cámara.
-A ver: muévase un poco a la derecha. Ahí nomás está bien. ¿Cómodo? Gracias… Er… ¿En qué estábamos? ¡Ah! ¡Sí! Omnipotencia y azar. Parece el título de un melodrama cinematográfico, pero es la mejor síntesis que he encontrado en todos estos años. Bonita contradicción, no, dolorosa contradicción. ¡Uf! Se supone que Dios maneja el azar a su antojo así que… Claro, ¡por supuesto que no soy Dios! Justamente eso le iba a decir pero usted se me adelantó y…
-Quietito por favor, contenga la respiración. Así. Muy bien. Muy bien. Como le iba diciendo, la irrefutable contradicción omnipotencia-azar no es fácil de digerir. Al menos no lo fue para mí. Me tomó unos cuantos años darme cuenta de que no era Dios, ni siquiera un dios, pero finalmente abandoné mi Olimpo para regresar con mis pares. Obvio volví de allí redimido, como esas personas que dicen haber tenido visiones. Usted, ¿qué piensa? Para serle sincero, yo les creo, yo también las he tenido muchas veces… No ponga esa cara, por favor. Felices los que creen sin haber visto… Y si vieron, doblemente felices. ¡Je, Je! Resabio de mi libre interpretación de las Escrituras. Las leyó, ¿verdad? Supongo que sí, si no, no se prestaría para esto.
-Mmm… ¡ah! Volví redimido, como le conté: pura espiritualidad fotográfica. Y después de la revelación vino de nuevo esta pasión por obturar, y otra vez las dudas… la reflexión. Pero entonces fui menos pretencioso, y creo que me fue mejor. Sí, eso creo. Ya había comprobado que un fotógrafo no es un dios, solo un humano más, a veces persona, siempre un recoleto. Sí, un monje de clausura en perpetua meditación, buscando desesperadamente recibir el hálito de luz que lo haga levitar, el instante precioso en el cual entrar en trance. Trance ¡qué hermosa palabra! Las fotos son eso: trances, captar un instante, detenerlo moldearlo y hacerlo pervivir eternamente. Vestigios de tiempos pasados pero siempre presentes ahí… torturándonos. Sí, un fotógrafo – como un servidor- es un monje que medita en su húmeda celda oscura, a dónde rara vez llega la luz, salvo que se cuele por esa alta transenna. ¿La ve? ¡Uy! Sí, claro, claraboya… claraboya. ¡Me molesta tanto la luz!
En fin, el oficio del fotógrafo, dos puntos: meditación monacal esperando la revelación. Rezamos fervorosamente bajo nuestro pequeño sol rojo, frente a los lagos de ácido, aguardando el milagro del graneado sobre el papel, tan blanco…. Revelación pura… revelada. De esa que sólo tienen los santos. Es santo el oficio del fotógrafo…
Como todo clérigo, soy devoto de los santos, me conozco la hagiografía de la A hasta la z: San Vicente en el potro, siempre victorioso; Santo Tomás de Canterbury decapi-tado, con sus sesos esparcidos por el suelo; el infatigable San Esteban, bajo una lluvia de piedras; la perseverante Santa Anastasia, quemándose en la hoguera; la inamovible Santa Lucía… Sí, sí, también Sebastián, nuestro San Sebastián, colado de flechas.
-¡Ay! Esta columna de mierda. ¿No había otra mejor? Y usted… Convengamos que, no se está portando muy bien que digamos. ¿No podría borrar esa mueca de su cara, y darme un gesto como…. más místico? No, no es la palabra exacta; tampoco de mártir, ¿o acaso se siente uno? No, no… quiero algo más… Psss, busco algo heroico, eso es: más heroico. Incline ligeramente la cabeza hacia atrás como acompañando los brazos, y… eso es, muy bien. ¡Vamos! Cambie la cara…que falta poco, un esfuercito más y lo libero de este asunto. Pero quiero heroísmo, ¿me entendió?
¿Sabe? Para ser un buen fotógrafo también se necesita heroísmo. Nosotros los monjes tenemos nuestra parte aguerrida y templada, repleta de adrenalina. No todo es contemplación, no señor, también hay una parte activa. Dos caras de una misma moneda, fíjese sino en San Ignacio de Loyola… Ser héroe es difícil, desde que el mundo es mundo. Por eso solo lo fueron los santos mártires, los guerreros y los cazadores. Sí: los cazadores, quizás los más heroicos de los tres. No los ata la fe ni la profesión militar: arriesgan el pellejo por puro placer. Digo, arriesgan el pellejo en general, aunque se trate de piezas chicas, porque lo más importante es el acechar al otro sin ser descubierto. Y cuando menos se lo imaginan ¡zas! ¡Caput!
Excita ser un fotógrafo-cazador, agazapándose armado con su cámara, mirando por el objetivo, y esperando, y esperando… Con pulso de cirujano, el dedo índice se posa sobre el obturador y reposa estático, sin latir, esperando gatillar esa imagen, su imagen. Apuntando a su presa, aguardando el momento más oportuno para dispararle y detenerle el corazón con una sola foto ¡Qué placer! Recompensa gratificante si la hay, luego de una tensa espera. Este arte radica en saber esperar el instante justo para lanzar la flecha. Nada de ametrallar a nuestro modelo con cien fotografías por minuto al estilo de un turista japonés con la Nikkon colgada al pescuezo. ¿Qué haría un tipo así con una vieja Leica?
-¡Pucha, qué difícil resulta esto de atarse a una columna! Si hubiese sido purista, tendría que atarlo a un árbol, pero más de uno pensaría que estoy loco. Así que a conformarse con esta columna de mierda… Igual no estoy innovando, ya pintores como Mantegna sustituyeron su árbol del martirio por una columna. No se puede comparar la pureza formal, la perfección geométrica, la abstracción divina de una columna con los nudos de un árbol, que pese a la belleza que le insufló nuestro Creador, nunca le podrá hacer sombra…
-Bueno, ahora una en la pierna ¿Duele? No demasiado, no tanto como la soledad de un cuarto oscuro… Déjeme que ya terminamos; sé que le queda poco tiempo, que se tiene que ir de viaje. Solo un par de jeringas más, que a falta de flechas son una buena licencia poética ¿no? revitalizan el martirio, lo hacen como… ¡más actual! Los artistas tenemos esas prerrogativas, permisos tácitos de libre interpretación de las fuentes. Sí claro, nosotros también somos artistas.
Creo que esa era la revelación que esperaba el monje, o sea yo. ¿Qué cómo lo supe? Por iluminación divina, por pura revelación como ya le dije. Fue hace unos meses, una noche terrible, por lo poco que recuerdo. Estaba tirado en la cama, casi delirando por la fiebre. Se me habían acabado los ravioles y no podía buscar ningún dealer que me diese un ayúdame a vivir. Quebrado, debiéndole a cada santo una vela y sin poder sostenerme parado. Tampoco podía calmar mi ansiedad fotografiando algo. Los temblores a veces son insoportables. Y la máquina parecía de gelatina entre mis manos. Algo le dije del pulso de cirujano…
No sé qué alucinación me hizo recordar esas dos imágenes superpuestas. San Sebastián de El Greco, justo mi santo predilecto. Era tan, tan… patética. El tipo me miraba con esos ojos, con esa mirada que me recordaba tanto a la mía. Y esa otra Círculo, cruz y cuadrado, la de Malevich, el pintor abstracto… creo que murió de cáncer. La abstrac-ción me encanta ¿Y a usted? Rima con reflexión, interrogación, indagación, iluminación…
«Tengo que hacer mi San Sebastián»-me obsesioné-; «tengo que hacérmelo».
-Se está poniendo tieso, frío. Y esa gota brillándole en la frente, ¿y el pulso de cirujano? ¡Vamos Sebastián! No me vaya a aflojar. Yo estoy acá, nada peor puede pasarle. Piense en el círculo, tan perfecto, ¡la imagen misma de Dios! Y la cruz… el martirio, pero también el objetivo, ¡CLICK!, la mira ¡PUM!, ¡¡PUM! Además piense, concéntrese en el cuadrado como un marco de una pintura del Greco o de Malevich, como formato de sus fotos y de las mías…
–Una picadura más. Le juro que es la última, como para anestesiar el impacto de la flecha de fuego. ¿No ve que ya lo estoy dejando ir? La última que le tomo… Mírate al espejo y repetí conmigo:
-Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?
… Entonces un rayo de sol traspasó la claraboya del viejo estudio mientras el cuerpo de Sebastián, el fotógrafo, se desplomaba fláccido ante el ojo inerte de su cámara de fotos.