José Talavera lleva muchos años recopilando historias comunes, leyendas o misterios en distintos formatos artísticos.

Ha escrito el libro “Castilla-La Mancha y Nueva York en armonía”, editado por Lunwerg (Grupo Planeta), además del documental “Nueva York y Castilla-La Mancha: Visiones y contrastes”, para la misma editorial. Es comisario de la exposición que ha recorrido gran parte de la región y se ha exhibido en el Instituto Cervantes de Nueva York. 

En la actualidad, trabaja en La Noche con Rosa Rosado y en el programa Fin de Semana del verano de la cadena Cope en su emisión nacional, llevando los apartados de cine y leyendas. 

Con la editorial Cydonia ha publicado el exitoso 50 lugares mágicos de Castilla-La Mancha”, que ya va por su segunda edición, y mientras prepara el libro sobre Ávila de la misma colección y otros sobre provincias de Castilla y León, ha cedido a Irredimibles este texto de su autoría:


TACITURNOS

La ciudad estaba prácticamente desierta como era habitual durante los dos meses de agobiante verano que se sucedían un año tras otro sin dejar lugar para la improvisación. La capital era un hervidero cuando comenzaba a arreciar el calor y casi todas las personas procuraban escapar antes de que fuera demasiado tarde y las ruedas de sus coches se quedaran adheridas a la fundida combinación de alquitrán, asfalto y grava. El resultado de este éxodo era un paisaje elegíaco, pero cortésmente tranquilo, que emitía un sonido suave en contraste con el escándalo producido por todo ser dotado de movilidad durante el resto de las estaciones.

El primero de los rayos de sol de esa mañana dio de lleno en el ojo derecho de Enrique, lo que le provocó un despertar sobresaltado y repentino que le privó de la conciencia momentánea de encontrarse entre las suaves sábanas de su cama. Habiendo averiguado su posición actual, tras un pormenorizado estudio del entorno circundante, convino que esa noche había dormido perfectamente, como no lo había hecho desde hacía mucho tiempo, y disfrutó de tal pensamiento con fruición hasta recordar la soledad que le embargaba durante todo el mes de agosto. 

Consultó el reloj que había sobre la mesita y comprobó gustosamente, lo que le ayudó a animarse de nuevo, que eran las diez y cuarto, por lo que había conseguido dormir, a pesar de las agonizantes temperaturas nocturnas estivales, un total de nueve horas seguidas. Satisfecho, cogió un grueso libro que había depositado con anterioridad sobre la alfombra y lo abrió por donde lo había dejado la última vez. No le fue necesario encender la lámpara pues, aunque las cortinas estaban echadas, la luz que se colaba por los huecos de la persiana era suficiente para poder ver con toda claridad.

Poco pudo adelantar antes de que un potente grito proveniente de la calle le hiciera incorporarse violentamente sobre la cama. Se levantó en cuestión de milésimas de segundo y, sin acordarse de que estaba completamente desnudo, descorrió las cortinas, levantó la persiana, abrió la ventana y se asomó al exterior apoyando su ombligo al descubierto en la caldeada cornisa de mármol. Esto le provocó una quemazón a consecuencia de la cual saltó automáticamente hacia atrás, aunque enseguida volvió a investigar con la precaución, esta vez, de ponerse el albornoz.

En la calle, los vecinos del primer piso se disponían a tomar al fin unas, según su propio criterio, merecidas vacaciones. El alarido que había turbado la paz interior de Enrique había sido proferido por Carmen, mujer de carácter furibundo y maneras prosaicas, a su hijo Jesusín, un niño de diez años que empezaba a demostrar que no iba a ser menos que su madre en la cuestión del genio y creaba con la garganta y las cuerdas vocales al unísono unos desagradables berridos, similares a los graznidos de una urraca afónica.

En esos asuntos se encontraba el “encantador” jovencito cuando su madre le propuso, eso sí, con una sonora bofetada como preludio a las conversaciones, que dejara en paz a su hermana Mari Pili, una llorica e insipiente muchacha de quince años, a la cual tenía agarrada por la cola de caballo mientras se balanceaba, utilizándola como liana, hacia delante y hacia atrás y sin perder el equilibrio, hasta la aplaudida (por ella misma en la cara del crío) actuación de su querida progenitora.

Tras este compendio de piruetas circenses, enjuiciadas por Enrique de un modo tan crítico a raíz de su animadversión hacia tal grupo de personajes caricaturescos, no quiso seguir contemplando a la familia que le había criticado y denunciado tantas veces ante la junta de vecinos, debido a las habituales fiestas de viernes por la noche que celebraba en el piso. A éstas invitaba a un gran número de amistades, la mayor parte por rellenar huecos, como él mismo había reconocido en muy diversas ocasiones. Conseguían superar casi siempre la barrera de las seis de la mañana bailando sin cesar, bebiendo a marchas forzadas sin dejar un respiro a sus gargantas y realizando todo tipo de divertimentos inconfesables de los que muchos de los presentes no se acordarían, o simplemente obviarían por pudor, al día siguiente.

Con esta ignominiosa razón como excusa habían procurado echarle del bloque, pero sus intentos resultaban del todo infructuosos, pues la hija del casero, joven mimada y pretenciosa por su acaudalada situación, era una de las fijas en los guateques, y convencía a su padre una y otra vez de que las quejas eran infundadas y el escándalo menos estrepitoso de lo que los inquilinos del primero afirmaban. Con estos reveladores comentarios y un sonoro beso en la frente de papaíto, Olga conseguía siempre que la propuesta fuese rechazada de plano y sin dar pie a ningún tipo de exacerbada discusión típica de Carmen; pues los ultimátums del casero eran de los que sólo ofrecían una solución: “Si no puede dormir por las noches pueden dejar la vivienda cuando les plazca”. Y es que éste sabía de muy buena tinta que encontrar un piso en Madrid a un precio módico era lo suficientemente difícil como para amoldarse a cualquier situación, por insoportable que pudiera resultar.

Vagando en este mar de pensamientos se encontraba Enrique mientras se ponía una ropa cómoda, cuando un objeto indeterminado se introdujo volando por la ventana y se fue a chocar contra la reproducción de un cuadro de Tamara de Lempicka partiendo el cristal que lo enmarcaba en cuatro porciones asimétricas, unidas por un círculo de trocitos diminutos, que restaban visibilidad a la bonita lámina. El joven, convulso por tercera vez en lo que iba de jornada, se asomó de nuevo al exterior en el mismo instante en que arrancaba el coche de sus vecinos, hecho que le habría alegrado mucho más por ser signo de alejamiento, pero que le forzó a proferir un lacónico anatema debido a que el abyecto Jesusín le hacía un brusco corte de mangas, con disposición de los dedos índice y meñique en forma de astas de toro incluida, desde la ventanilla trasera del Renault 19.

Volvió la cabeza Enrique hacia la zona siniestrada y descubrió, justo al lado de la pata trasera izquierda de la cama, una hoja de periódico enrollada que, al cogerla y sopesarla, se percató de que envolvía una piedra circular del tamaño de una ciruela en la que estaba escrita, con lápiz de labios de hortera color fucsia, la palabra CABRON. No tuvo que ser el sabio superno para comprender que era el regalo de despedida de sus vituperables adyacentes. Pero no quiso darle más importancia al suceso, acostumbrado como estaba a este tipo de venganzas personales y, tras tirar sobre el colchón la hoja y la piedra, terminó de vestirse. Aunque había descansado suficiente durante la noche se tumbó de nuevo, únicamente para planear de manera más cómoda lo que iba a hacer al cabo de ese día que, tras lo ocurrido, se le antojaba tan monótono como los precedentes.

Estaba tan desamparada como un eremita en un cenobio durante todo el verano pues, mientras que él se había tenido que quedar en su piso de estudiante para prepararse las tres asignaturas que había suspendido en junio, sus padres salían desde Aranjuez, su residencia habitual, hasta Marbella dispuestos a disfrutar de unos relajantes días de asueto. También todos sus amigos habían emigrado a distintos puntos con idéntico propósito revitalizante. Así que prefería quedarse en casa a salir solo por las calles desiertas de la ciudad, pues le daba la impresión de ser un taciturno indigente perdido entre una jungla de enormes edificios. De este modo, llevaba sin hablar cara a cara con nadie, porque el teléfono era insaciable, desde hacía dos semanas. Y eso era algo que podía exasperar a cualquier ser de talante locuaz como era su caso.

Mientras evocaba estas agrias circunstancias tomó entre sus manos, con un movimiento automático, la hoja de periódico que había a su lado y al ir a pulverizarla sin contemplaciones, leyó algo que le llamó poderosamente la atención y que evitó su inminente desguace. La página, fechada en el día anterior, miércoles, reproducía  un tablón de anuncios creado para los estudiantes, pero que era utilizado por cualquier persona que quisiera exponer algún mensaje u opinión, comprar y vender algo, es decir, desarrollar todo tipo de relaciones sociales. No fue esta feliz idea la que fascinó a Enrique, sino el descubrimiento de un prolijo mensaje impreso en letra más oscura que el resto y que se desarrollaba de la siguiente alegórica forma: “Perseo: estoy perdida en la inmensidad de Metrópolis. Acostumbrada como estaba a la rítmica amalgama del metálico gruñido de los motores automovilísticos y los humanamente cálidos timbres de voz, ahora me encuentro encadenada en mi inexpugnable torre de marfil, a punto de ser devorada por el monstruo de la soledad y el ensimismamiento, intentando averiguar si hay alguien más en el mundo exterior. Sé que tú que lees mis palabras también sientes esa soledad y deseas compartirla conmigo. Ven a salvarme con tu caballo alado y unidos conseguiremos destruir a la bestia. El jueves noche me encontrarás en Galileo si antes no he sido engullida por Ketos. ANDROMEDA.”

Ese nombre siempre había encandilado a Enrique. Por eso dirigió sus ojos hacia el cuadro astillado colgado en la pared, que representaba a la cautiva mujer desnuda y amarrada, morbosamente seductora. Era Andrómeda, hija de Cefeo y Casiopea, que atada a una roca fue expuesta por Poseidón a las iras de un monstruo marino llamado Ketos, para luego ser liberada por Perseo que, montado en Pegaso, lo mató y convirtió a la joven en su esposa. Era una sublime historia mitológica que alimentaba copiosamente sus fantasías desde la infancia y que volvió a recordar con renovado entusiasmo.

No pudo reprimir el deseo de salir en busca de aquella misteriosa chica, que intuía en sus mismas funestas condiciones, y aguardó con impaciencia durante todo el largo día, que a él se le hizo eterno por la espera, hasta que el reloj marcó las 11 de la noche. Entonces fue cuando bajó a la calle, que de tortuosa en la mañana había devenido a sólo sofocante gracias a espontáneas ráfagas de aire y, habiendo montado en su moto de 600 c.c., como si de Pegaso se tratara, voló, o por lo menos lo parecía por la forma en que apretaba el acelerador, hasta el local en que ella prometía encontrarse.

No tuvo que buscar de forma excesiva ni mucho menos porque al entrar la vio sentada en la barra con una copa de cóctel en la mano, entre una caterva de gente que conversaba y se divertía ajena a su triste situación. La reconoció al instante, pues tenía la misma mirada que en el lienzo, ausente y con un deje de conmiseración hacia sí misma. Se la imaginó agarrada al pesado lastre de la soledad y le causó tanta lástima que, sin decir nada, se acercó a ella sonriente, la abrazó con ternura y le besó los labios esponjosos, para quitarle de encima esa carga al tiempo que él hacía lo propio. La respuesta confirmó su intuición y el mensaje por lo que, tras unos ajustes preliminares, ese mismo día Enrique-Perseo se fue a vivir el resto del mes con Alicia-Andrómeda, para poder vencer el tedio que les mortificaba.

Mientras, la ciudad iba volviendo a su cauce normal, las calles se llenaban de ruidosos automóviles y de gentes que corrían. Unidos producían un estruendo que envolvía, sin dejar que se escuchara, la historia de dos personas solitarias como tantas otras, que se perdería para siempre entre la inmensidad de los elementos que conforman el orbe.

Un comentario en «Autor Invitado, José Talavera»

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