Aquí estamos casi tres años después. Tú allá y nosotras acá. Ella carga las cenizas que atesoró en vuestra casa, mientras yo aguanté mi culpa en solitario. Las manos le tiemblan y se le resbala la urna, unas pocas cenizas caen como si quisieran escapar de la cajita que las acoge, flagelan el césped y salpican también mis zapatos recién pulidos.
A mi izquierda lágrimas, a mi derecha un seseo religioso ininteligible, frente a tí: silencio. Las otras familias se esfuerzan, ella y yo callamos. Ella sabe quien soy y, sin embargo, no dice nada. En ocasiones no somos capaces de utilizar con propiedad el lenguaje, el espacio, o el espacio que ocupa el lenguaje. En cambio, otras veces tenemos mucha necesidad de hablar y somos interrumpidos, como tú aquella noche. Entonces, ¿Qué sentido tiene que yo ahora quiera rescatar es aconversación truncada, que intente reconstuirla con la complicidad de unas cenizas inquietas? Aún cuando contestaras (evento dudoso, aún en latinoamérica donde puede ocurrir cualquier cosa) ¿qué sentido podríamos hallar?
La frontera que marcan los latidos es infranqueable. Tú y él de ese lado, pequeños sacos de cenizas; ella y yo de éste, simples sacos de agua salada con un corazón palpitante. Las mujeres vivimos más.
Alguien se excusa, me quiere limpiar los zapatos pero no se atreve. No es como barrer el polvo ¿sabes? o quizás sí. Quién sabe quién habita el polvo. No se nos quita el orgullo ni muertos.
Entre las campanadas de la iglesia, el tintineo de las cuentas de los rosarios y los mocos sorbidos en las narices irritadas de nuestros vecinos, escucho un pitido igual al de las máquinas de terapia intensiva cuando alguien muere. El sonido se hace un hueco y resuena nítido en mis tímpanos. “Ese encontró su puerta de embarque” decía él cuando lo visitaba en la terapia intensiva, “yo estoy en lista de espera” y nos reíamos. ¿Humor negro? no, humor muerto. Él no sabía de tu existencia. Yo sujetaba su mano y fingía. Con él también sobraron las palabras.
El pitido lejano persiste y no sé si es el anuncio de mi propia puerta de embarque o si eres tú intentando llamarme desde las cenizas que descansan en mi zapatos. Otra duda más para este cuerpo. Espero que no se disuelva, o quizás sí, mejor que se disuelva ésta y la otra que me martiriza las noches en que llueve como aquella noche, cuando llamaste con la voz quebrada por el alcohol o por las pastillas que, después supe, te habías tomado.
No termino de comprender el sentido de este lugar. Pensé que se incineraban los cuerpos para que las cenizas fueran libres de sus vecinas y, por fin, efímeras como si el fuego les hubiera borrado el pasado, pudieran tener una oportunidad de formar parte de otros miles de cuerpos. Es lo que me gustaría a mí, al menos. Eso con lo que quede después de donar los órganos, claro.
En tu caso no hubiéramos podido ni queriendo ni aunque tuvieras un carnet donde ofreces donar hasta la piel. Cuando te encontraron tu cuerpo ya era invierno. Lo supe por Juan, quien me avisó también del rito de hoy. Ella es la que escogió este sitio y se inventó una ceremonia, pero solo hemos venido nosotras dos. No sé si lo habrías aprobado. Yo creo que no, aunque supongo que no importa.
No dejaste instrucciones aunque tu nota fue larga. A mi parecer demasiado larga. Demasiadas palabras. Querías controlarlo todo, desde como se iba a enterar ella de lo nuestro hasta tu momento de cruzar la frontera. Tú hiciste sonar tu propio pitido.
En cualquier caso este ritual no es para tí, así que poco importan las instrucciones. Es para nosotras, que aún latimos, y por eso pensamos que somos las únicas poseedoras de la nostalgia. Por ella y su necesidad de un evento que ayude a borrar lo que ocurrió y también por mí y la extraña reunión que nos hemos montado.
Comienza a llover y todos corren a cubrirse, incluso ella. Yo no. No me voy a derretir. Mi piel es una membrana de buena calidad. Este saco conservará sus formas, y su acidez, aunque haya una inundación. Además no hace frío. Tampoco hay truenos que dañen la comunicación telefónica ni mi verborrea mental.
Agradezco quedarme sola. Miro al cielo y busco un relámpago. Desde aquel día percibo los truenos como aullidos de ayuda. Deseo poder acudir a algún llamado aunque no sea el tuyo. Creo que sonará el pitido que anuncie mi puerta de embarque y la duda aún estará allí, rondando insistente cual animal a su presa, ¿Qué querías decirme aquél día?
Me vienen a informar que van a cerrar. No sé en qué momento se marcharon todos. Ya no escucho el pitido. Miro mis zapatos y tampoco hay rastros de cenizas.
Verónica Avilés Calderón
Escribir me enfrenta a la vida. Es la dosis de humildad que necesita mi ego, la dosis de generosidad que necesita mi alma, la forma de mirar el mundo que me permite afrontar cada día como lo que es: un milagro. Soy la autora de la novela “Arena Negra” (Ed. Cuadranta, 2023) y coordinadora en Irredimibles.com.