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Una primera versión de este relato fue finalista en el certamen “El libro de los alumnos del taller” de la Escuela de Escritura Fuentetaja. Una versión posterior fue seleccionada para aparecer publicada en la edición especial del décimo aniversario de la revista argentina Orsai

CONTRATO EN PRÁCTICAS

Mi padre era tajante: o estudiaba o buscaba un trabajo. Y si no lo encontraba, trabajaría con él en la cafetería familiar. Esto último era algo que me causaba pavor. Así que empecé a aceptar empleos que, aunque bordearan la precariedad, la ilegalidad o el intrusismo, alejaban cualquiera de las otras alternativas. Empleos que perdía con tanta facilidad como los encontraba. Quizás mi padre tenía razón y yo era un desastre. Desde pequeño me había repetido con mucho hincapié que pensara en lo que iba a ser de mayor. Todos mis amigos y compañeros parecían tener claro que iban a ser, abogados, emprendedores, artistas, y quien no lo era ya, te hablaba de los proyectos que le encaminarían a serlo. Y yo había acabado por no saber ni qué ni quien era.

Fue entonces cuando empecé a acompañar a un anciano con principio de alzhéimer. Mi labor era sencilla. El hombre debía disfrutar de su jubilación: pasear, almorzar en alguna cafetería, visitar familiares o hacer recados sencillos. Este trabajo no lo podía perder.

Cada mañana, yo esperaba a que Ernesto descendiera del autobús del geriátrico. Lo hacía de forma ágil. Entonces comenzaba nuestro periplo por la ciudad. Los primeros días resultaron tranquilos gracias a la levedad inicial de su trastorno y a la presencia de algún familiar que le recordaba quién era ese extraño y qué hacía cerca de él. No tenía ninguna dolencia salvo esa demencia que le hacía perder la memoria y la orientación. Sus recuerdos más cercanos se borraban día a día, pero permanecían los más lejanos, en especial los relacionados con su trabajo en la construcción. Había sido propietario de una empresa del gremio. Aunque cada día yo le recordaba que no era más que un cuidador, con frecuencia solía hablarme como a un peón que le acompañaba a las obras que debía visitar. Algunos días se apeaba del microbús enfadado por la ineptitud de los ancianos que le acompañaban, a los cuales también consideraba empleados. Gritaba que eran unos ineptos. Yo le calmaba hablándole sobre fútbol mientras nos alejábamos. Acababa pidiéndome que cerrara la boca y le siguiera a la obra. Con esfuerzo, conseguía llevarle a algún bar para almorzar. Ernesto pedía un vino y tortilla con chorizo, yo café y tostada. Le preguntaba si la empresa se hacía cargo del almuerzo y él sacaba la cartera y pagaba.

Pronto pasó a tratarme continuamente como a un paleta. Era un suplicio. Si lo llevaba a una cafetería, salíamos zumbando hacia algún trabajo. Si le acompañaba a algún comercio, preguntaba a los dependientes por “la reforma” o repasaba las baldosas buscando imperfecciones. Cuando intentaba explicarle la realidad provocaba en él tal ansiedad y confusión que se enfurecía conmigo. No podía perder este trabajo. Debía evitar que estuviera alterado cuando lo recogían los enfermeros. Así que decidí seguirle la corriente. Me hice con una cinta métrica y una libreta, y me dispuse a realizar el papel de empleado. Cada día, planeaba un itinerario de obras ficticias y recorríamos lugares tranquilos tomando medidas y apuntándolas en la libreta. Repasábamos en algún edificio el acabado del trabajo o comprobábamos el inventario en una de esas aceras repletas de materiales de construcción que no era difícil encontrar en la ciudad. Pese a su demencia, conservaba cierto instinto profesional y comenzó a desconfiar de mí y de la calidad de nuestro trabajo. Se daba cuenta de que no acabábamos ninguna reforma, de que nunca coincidíamos con los obreros y que no descargábamos herramientas ni materiales del microbús, y siempre nos encaminábamos a los trabajos a pie. Empezó a comentarme: “No creas que no me doy cuenta de que me llevas de aquí para allá sin hacer nada” o “Te gustan más los bares que andar en el tajo”.

Resulté ser el más vago de los empleados que había tenido nunca y reaparecieron las broncas. Aunque se enfadaba constantemente yo era su único anclaje a este mundo durante aquellas horas. Si se enfurecía, daba media vuelta y se largaba refunfuñando, yo le seguía de cerca sin agobiarle y acababa girándose y pidiéndome que le llevara al siguiente trabajo. Y la cosa volvía a comenzar.

Decidí pedir permiso a mi padre para adecentar la instalación eléctrica de su cafetería. Siempre se quejaba de tener por allí los cables de cualquier manera y conseguí la primera reforma real para Ernesto. Hicimos regatas, echamos tubos y tiramos cables. Conectamos la cafetera, las neveras y el equipo de música. Yo no sabía hacer nada de esto y seguía estrictamente las indicaciones de Ernesto, que no había olvidado ninguno de los procedimientos para realizar una instalación eléctrica. El buen ánimo se mantuvo unas semanas en las que mi padre se hizo cargo de los almuerzos. Así fui salvando la situación. Cuando se cansaba de pasear, yo buscaba algo que reparar en la cafetería. Cuando estábamos dando una mano de pintura a las paredes y el techo del servicio de mujeres le pregunté a Ernesto si él siempre había querido ser albañil o contratista. “Hijo, yo no soy albañil, no contratista, ni electricista, yo soy Ernesto Saez, marido, padre, abuelo, hermano, amigo y compañero. Albañil, contratista, o antes frutero, mozo de reparto, o mecánico de camiones en la mili, son las cosas que he hecho, no las que soy”.

Aunque la respuesta de Ernesto me hizo sonreír, me resultó descorazonador que Ernesto estuviera olvidando precisamente aquello que él decía que formaba su identidad mientras que los recuerdos sobre las cosas que había hecho se mantuvieran intactos. Resultaba tremendamente injusto.

Unos cuantos trabajos después, mientras devoraba la tortilla del almuerzo, Ernesto me pidió que me sentara con él: “Chaval, te ha costado pillarle el tranquillo, pero te has convertido en un buen profesional, te voy a ascender. Mañana llamaré a la gestoría para que te hagan oficial de primera”

Al cabo de un año, el deterioro de Ernesto llevó a su familia a decidir internarlo y prescindir de mis servicios. A pesar de mis esfuerzos acabé en paro. Cuando le conté a mi padre que no volveríamos a ver a Ernesto, musitó algo sobre lo injusto de la vida mientras limpiaba un vaso que ya estaba limpio. Después me preguntó si me preparaba un delantal. La cafetería iba viento en popa gracias al renovado aspecto que ofrecía después de las reformas y le gustaría que trabajáramos juntos. “Si quieres puedes ser hostelero y socio”.

He de decir que la oferta de mi padre me gustó, ya no me parecía tan horrible trabajar junto a él en la cafetería. Sin embargo, el tiempo ayudando a Ernesto me había hecho ver de forma diferente a mis amigos y compañeros, a los que situaba en dos grupos: los que piensan que hacen algo interesante y los que piensan que no hacen nada interesante, pero aspiran a hacerlo. Los primeros viven con miedo a perder su estatus y los segundos, con miedo a no alcanzarlo nunca. Es una ciudad llena de miedo y soledad en la que todo el mundo disimula sobre lo que es.

A mi padre le contesté que aún no sabía lo que voy a ser, pero que sí tenía claro lo que quería hacer. Ya había tomado una decisión.


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