Aquel caluroso julio de 2003, mis padres y yo pasábamos las vacaciones en el piso de Benidorm. Iba a darme un chapuzón a la playa de Levante cuando llamaron al telefonillo. Respondí y era Manu, un conocido de correos, que me entregó un burofax. Al abrirlo observé el sello del Juzgado de lo Penal de Madrid. Me puse tenso y comencé a leerlo. Al terminar me sentí como si un policía me esposara para llevarme al calabozo y, ante el asombro de mis padres y de los vecinos, cuando preguntaron el motivo, el policía se encogió de hombros arrancando el coche sin dar ninguna explicación. 

Mamá, que había notado mi cara pálida, se acercó y preguntó qué me ocurría. 

—¿Qué es eso que te dio el cartero, nene?

—¿Y papá?

—Está en el balcón: ¡Ven, Pedro!

—Sí, dime. 

—Elisa me ha puesto una denuncia.

—¿Y por qué? — preguntaron mis padres.

—Asegura que estuve amenazándola de muerte por teléfono y me puso una orden de alejamiento de cien metros tanto de ella como del bebé. Según dice aquí, soy un presunto violador doméstico habitual.

—¡Ay, nene! Te lo dijimos: ¡retírate de esa mujer! ¡Retírate!

—¿Cuánto piden?

—Dos años de cárcel, papá, y aparte un año sin poder acercarme a ellos.

—¡Ay, mi hijo! ¡Vaya sinvergüenza de mujer, nene!

—Ya, mamá. El lunes buscaré a un abogado. Ahora voy a la playa a despejarme. 

Antes de salir, mis padres y yo recordamos lo sucedido la última vez que estuve con Elisa. Cuando me contó lo del embarazo, le insistí que no tuviésemos al bebé y que yo pagaría el aborto, pues nuestra relación no iba bien. Elisa se lo tomó tan mal que quiso romper para siempre. Después de unas semanas sin vernos, me puse en su lugar y recapacité. Estaba dispuesto a reconocer al peque y formar una familia. Empezamos a mirar viviendas con el fin de comprarnos una. Mis padres se negaron a dejarnos el piso de Vallecas, pues en más de una ocasión fueron testigos del cabreo con el que regresaba a casa después de estar con ella. Una vez le escribí una carta a Elisa y la dejé, sin darme en cuenta, en la mesa del salón. Mi padre la leyó y me preguntó por qué aguantaba tanto sin necesidad. Confesándome que si él fuera yo, la hubiese dejado hace tiempo. Mamá, movía la cabeza de un lado hacia el otro sin pronunciar palabra. 

Hubo un piso que nos gustaba y estuvimos a punto de comprarlo, pero el vendedor, un anciano, se negaba a rebajarlo sin aceptar mi contraoferta. Costaba siete millones de las antiguas pesetas y yo le ofrecía cien mil pesetas menos. El hombre se mantuvo firme en su decisión. Después dimos con uno que sí nos cuadraba y esperábamos la contestación de los dueños. Aunque Elisa se encontraba en el paro, yo me encargaría de la hipoteca. Mientras tanto, cada uno residíamos en casa de nuestros padres. Le prometí que estaríamos los tres juntos bajo el mismo techo. En cambio, después de pensármelo muy bien, la llamé por teléfono para hablar sobre este asunto. Al pasar en coche por su calle vi que salía de su casa y di un frenazo, bajé el cristal y sus ojos de desconfianza me atravesaron, provocándome una sensación de malestar como presagio de lo que vendría. Le sugerí que subiera, le abrí la puerta y se montó en el coche. Di la vuelta a la manzana y lo aparqué. 

—Mira, Elisa— dije pasando mi mano por su barriga— llevamos poco tiempo. Lo de comprar el piso así tan rápido lo veo muy precipitado. 

—¿Y qué quieres abandonarme? —respondió, apartándome la mano.

—Yo no he dicho eso. Te propongo lo siguiente: Ahora nos metemos de alquiler, si la relación funciona, compramos un piso y, más adelante, si la cosa continúa bien, nos casamos ¿Te parece?

—¿De alquiler? ¡Claro! Para dejarme tirada con un niño, sin piso y tener que volver a casa de mis padres.

—Eso no va a suceder, mujer, y menos con un bebé en el mismo domicilio. 

—Me prometiste comprar un piso y ¿por qué cambias ahora? ¿Alguien te ha dicho algo para que no lo compres, no? Eres un hijo de puta.

—¿Pero qué más da si nos vamos de alquiler? Si de verdad me quieres te vendrías conmigo hasta debajo de un puente.

—¡Quítate de mi vista! ¡Es la última vez que me vas a ver en tu puta vida! —gritó, saliendo del coche y cerrando la puerta de un portazo. 

Después de dos meses, la llamaba por teléfono y no respondía. Acudí a amigos comunes que hicieran de paloma mensajera y fue en vano. Hablé con mis colegas, le expuse lo sucedido y no entendían su negativa a irnos de alquiler. Además, yo tendría que pedir una hipoteca que, a pesar de los gastos y con un solo sueldo en casa, no me importó correr ese riesgo por nuestro hijo.

Cuando llegué a la playa fui directo al agua e intenté relajarme, pero me vino a la mente las primeras experiencias que viví con ella y, entre el cabreo y la decepción, preferí dar una vuelta con el SEAT sin rumbo ni destino. Recuerdo la noche que estábamos en una disco y había un negrito bailando solo en la pista. Elisa se puso a su lado y empezó a retorcer su cuerpo, sonriéndole. Aquel individuo le cogió de la mano, ella se giraba y él la agarraba por la cintura. Salí furioso de la discoteca. Elisa me alcanzó. 

—¿Pero tú de que vas, joder? ¿No puedo divertirme ni un momento? 

—Yo no me pongo a bailar con desconocidas y delante de mi pareja ¿Qué pinto yo aquí?

—Pero ese es tu problema. Tú que lo interpretas todo mal.

—¿Perdona? Mira, te acerco a tu casa y después haz lo que quieras.

—No, no hace falta.

—Salimos los dos y mi obligación es dejarte en tu puerta. Después, haz lo que quieras.

Meses antes, quedamos con mi amigo Alfonso y su novia Laura. Los cuatro fuimos en mi coche a ver a jugar al Atleti. Mientras conducía, por el retrovisor, me di cuenta de que Alfonso no paraba de mirar a Elisa. Yo giraba la cabeza para fijarme en ella y sus ojos apuntaban al retrovisor. Llegó a incomodarme tanto que estuve a punto de parar el coche y gritar a los dos que no continuaran con las miraditas. Durante el resto de la velada, apenas podía hablar por la presión que sentía en el pecho. Cada vez que Alfonso miraba a Elisa, sin conversar, los silencios eran más pesados. En cambio, yo con Laura, que apenas la conocía porque empezó a salir con mi amigo desde hacía poco tiempo, charlábamos con naturalidad y buen rollo, disimulando mi agobio. 

Al regresar a Jerez, antes de reprocharle nada a Elisa, ella se adelantó:

—Sé lo que me vas a decir ¿Qué tu amigo no paraba de mirarme, no?

—¿Y tú como lo sabes porque también le mirabas a él no?

—Yo no tengo culpa de que me mirase tanto. 

—Eres una descarada, Elisa.

Empezó a reírse haciendo el gesto con la mano de poner los cuernos… 

Al día siguiente llamé por teléfono a Alfonso y le pregunté si había notado algo raro en Elisa. Él ignoraba a qué me refería. Le confesé que llevábamos cinco meses, pero había algo en ella que no me terminaba de convencer. Tras un rato insistiéndole, subiendo el tono de mi voz, fui directo sin tantas interrogaciones de por qué se miraban tanto. Él respondió que eso no era así y no debía preocuparme, menos aún, estando junto a Laura, la mujer a la que ama. Cuando nos despedimos, su voz se resquebrajó al desearme buena suerte. 

Después de un fin de semana en el que no paraba de darle vueltas a la cabeza por la denuncia de mi ex, visité al abogado Darío Martínez, cliente mío de correos al que solía entregarle la correspondencia cuando iba a la oficina. Tras leer la acusación, se quedó pensativo y me preguntó si era cierto lo de las amenazas. Le respondí con un no rotundo. 

—Bien, ¿Tú guardas todos los mensajes en el móvil, no? ¿Sigues con la misma tarjeta?

—Sí, guardo todas las conversaciones y no he cambiado nada del teléfono.

—Perfecto. Pues esta tía va a por ti, Justo. 

—¿Y respecto a mi hijo? ¿Qué puedo hacer para poder verlo cuando nazca?

—Olvídate del bebé porque si no vas a estar toda tu vida metido en juicios. 

—Pero es mi hijo y tengo derecho a verlo.

—Ahora mismo no. Eres un presunto violador doméstico habitual hasta que en el juicio demostremos lo contrario.

—¿Y qué significa eso? Yo no he violado a nadie, por Dios.

—No te preocupes, es el término jurídico que se usa para nombrar a los presuntos maltratadores. 

—Puf ¿Qué posibilidades me ves?

—Lo primero, ni se te ocurra acercarte a ella. Si te llama por teléfono, tampoco le respondas. Como si no existiera. Lo bueno o lo malo que hagas ahora tendrá su efecto el día del juicio. 

—¡Claro que no! No la quiero ver ni en pintura. Además, ella vive en Malasaña y mis padres y yo nos quedaremos un tiempo en Benidorm. Solicité una excedencia en el curro. 

—Perfecto, Ramón. Tu tranquilo, intenta hacer tu vida normal y lo dicho: no intentes mantener ningún contacto. 

—¿Y respecto a lo que mencionó en la declaración, exagerándolo todo, sobre mis problemas psicológicos? 

—A ver. Ir al psicólogo es algo normal. Aunque entiendo que mucha gente lo oculte por el qué dirán. En tu caso, según acabo de leer en los informes que me diste, una enfermedad reumática te postró durante un año en la cama y debido a eso, te afectó psicológicamente. 

—Me arrepentí de habérselo contado. De algo personal, de una conversación de pareja, lo hizo público para acusarme de una cosa que no hice.

—Ella te puede acusar de asesinato si quiere. Pero lo tiene que demostrar. Tú recaba más informes de los psicólogos y psiquiatras que te vieron y que estén actualizados y lo presentaremos como defensa. 

—Bueno, eso haré. A ver como sale todo.

—Tú, tranquilo, Ramón. Porque esto va para largo. Haz tu vida normal y llegado el momento, actuaremos. Cuídate.

—Nos vemos, Darío. 

Salí del despacho motivado por las palabras de Darío. Aun así, de camino a casa, mis pensamientos me llevaron al infierno: Me veía en prisión junto a otro recluso en la misma celda, con sus manos agarrándome del cuello, por detrás, para reducirme e intentar rajarme la garganta con una hoja de cuchilla. Yo me defendía, pero la fuerza de aquel individuo me superaba. Por más que gritara, nadie vino a auxiliarme. Mientras la sangre recorría mi cuerpo desde el cuello hasta los tobillos, oía como los funcionarios aporreaban la puerta sin poder entrar y salvarme.

Aquella pesadilla me producía cosquilleos en los brazos y una angustia presionaba mi pecho. Este miedo volvió adueñarse de mi mente el día que coincidí en una cafetería con Manolo, un conocido del barrio. Le comenté que estaba saliendo con Elisa. Manolo respondió de qué Elisa se trataba y si tenía hermanos. Le respondí que sí, dos varones y dos hembras mayores que ella. Al decirle sus nombres, agachó la mirada y se le cambió el rostro. Me levanté de la silla y le dije qué pasaba. Rogándole que si sabía algo que tuviera que contarme que lo hiciera. Manolo se quedó pensativo con los ojos clavados en el suelo. Levantó la cabeza y me dijo: «Ten cuidado con la familia». Al preguntarle por qué, me confesó que su hermana estuvo casada con Juan, uno de los hermanos de mi ex, quien le hizo sufrir mucho. De hecho, la hermana de Manolo crio sola a la hija que tuvo con Juan, negándose que la viera. 

Pasaron varios meses desde la denuncia y me notificaron desde el juzgado el día y la hora que debía de presentarme. Acudí allí nervioso pero con la conciencia tranquila. Tenía que firmar otra orden de alejamiento por dos meses más. Antes de hacerlo, al terminar de leer el edicto, reaccioné pensando en voz alta cuando me llevé la sorpresa de que el bebé que venía en camino era una niña llamada Paola y no un varón, como me hizo creer Elisa en todo este tiempo.

—¿No sabías que es una niña? —, preguntó uno de los funcionarios. 

—Me acabo de enterar ahora —, respondí con rostro serio.

Al marcharme comencé a gritar lamentándome por qué tenía que estar pasándome esto cuando era mentira todo por lo que ella me acusó. Se acercaron los funcionarios instándome a bajar la voz si no avisarían a los guardias civiles de la entrada. El que me preguntó antes, dijo que me lo tomara con calma, que al final la verdad sale la luz, dándome dos palmaditas en el hombro. 

La llamé tantas veces con la intención de que volviéramos, que tuvieron que intervenir sus hermanos para cortar de raíz mi insistencia. Siempre utilicé un tono educado y sereno, jamás una grosería ni malos modos. Mis padres me inculcaron respeto, bondad y defenderme sin caer en lo chabacano ni estar a la misma altura de quien tuviera frente a mí. 

Una mañana sonó el teléfono de casa y se trataba de Leo, la hermana mayor de Elisa.

—¿Sí quién es?

—Ramón, deja en paz de una vez por todas a mi hermana y no vuelvas a llamar.

—Llamo para vernos y hablar las cosas.

—¡Qué no quiere hablarte esquizofrénico! Eso es lo que eres, te lo dijeron hasta los médicos.

—¿De dónde has sacado eso?

—Mi hermana me contó todos los problemas que tienes en la cabeza ¡Loco!

—No te consiento que me hables así. Ni tú ni nadie me falta el respeto. Qué yo también sé insultar, ¡eh! Pásame a Elisa y déjate de rollos. 

—¿Para qué? Si tú nunca la quisiste, solo estuviste con ella para follar — sentenció Leo colgándome el teléfono. 

Una semana más tarde, su hermano Rober también me llamó.

—Te voy a decir solo una cosa: como sigas molestando a mi hermana, no habrá lugar en la provincia de Madrid donde esconderte.

—No te tengo miedo. Esto es un asunto de una pareja adulta y no tienes por qué meterte.

—Vuelvo a repetirte que la dejes en paz, que no quiere nada contigo.

—Vosotros sois los que debéis de dejarla tranquila a ella y no ponerla en mi contra, joder—le solté, colgándole el teléfono. 

Cada día acumulaba más rabia e impotencia, como un pájaro en una jaula de barrotes de seda, pero con las alas cortadas y las patas rotas. A medida que el juicio se iba acercando, por más que mi conciencia estuviese en paz, temía por el montaje que pudiera llevar Elisa, influenciada por la gentuza que la rodeaba. Como decía mi madre: «si te ha puesto una falsa denuncia, ¿Quién quita que no lleve testigos falsos, nene?». Esa posibilidad rondaba por mi cabeza. Ahora entendí por qué nublaba mi mente la pesadilla de ser atacado por aquel preso para cortarme el cuello, a pesar de que ese pensamiento fuera irracional. 

El siete de mayo de dos mil tres, después de nueve meses de espera, llegó el día del juicio. Me citaron a las diez de la mañana. Veinticuatro horas antes, me pasé por el despacho de Darío para dejarlo todo atado y sin fisuras. En realidad, no había mucho que preparar. Se limitó a decirme que no la mirase ni se me ocurriera entrar al trapo cuando su declaración ante el juez me resultase provocativa. Me aconsejó mantenerme firme y, por supuesto, no demostrar ni ira ni resentimiento. En los momentos más difíciles es cuando saco mi rebeldía, paciencia y echo los restos para remontar cualquier situación adversa. Siempre he ido superando los obstáculos que la vida me ha ido poniendo en el camino.

 Por los pasillos del juzgado vi a Rober que, en cuanto me vio, guiñó el ojo a un guardia civil que se encontraba a su lado quien sonrió con sarcasmo en un acto de complicidad. 

Mi padre, que me acompañaba, se adelantó y fue a la sala a sentarse en la parte de atrás. Mamá, prefirió quedarse en casa rezando por mí. 

La auxiliar de sala me hizo un gesto con la mano para que no entrase todavía: «Espérese aquí», me ordenó con una antipatía que me pareció estar ensayada. Al cabo de un par de minutos, señaló con el dedo donde tenía que sentarme: en el banco de los acusados. En la sala había mucha gente. Leo, se situó a varios asientos de donde me encontraba. Me llamó la atención un biombo situado a unos metros de mi posición. 

El juez Mendoza, conocido en el ámbito judicial por haber presidido casos que trascendieron en la opinión pública a través de los medios de comunicación, fue el designado en mi caso. Los que le conocen le consideran un juez sensato y justo. Por el contrario, con quienes se tomen la justicia por su mano es implacable e irreversible. 

—Sr. Ramón ¿Qué tiene Vd. que decir ante las acusaciones por las que se le imputan?

—Si realmente amenacé de muerte a Elisa, lo reconocería sin contemplaciones. Es más, le diría que me equivoqué, que fue por un calentón y le envié esos mensajes. Entonces estaría suplicando clemencia. Pero, señoría, es que yo no hice nada.

—¿Algo más que añadir?

—Señoría, a mí se me acusa de ser un maltratador y un machista. Es totalmente incierto. Quiero dejar claro que para mí un maltratador es como un terrorista y no soy ni una cosa ni la otra. Gracias.  

Cuando le tocó el interrogatorio a Elisa, percibí en su voz nerviosismo e inseguridad. En las preguntas claves, el juez Mendoza quiso saber si guardó en el móvil las supuestas amenazas de muerte recibidas por mi parte. Ella respondió que cuando puso la denuncia en la comisaría, un policía nacional le aseguró que esas pruebas no servirían para nada, así que decidió vender el chip del móvil a un amigo suyo. 

—Si usted se lo vendió a un amigo y Ramón desconocía este detalle ¿Cómo que esa persona no recibía ningún mensaje de amenazas de muerte durante todo este tiempo? 

—Yo eso no lo sé. 

—No tengo más preguntas, puede retirarse.

Dos o tres días después del juicio, Darío, me llamó para vernos en su despacho. Cuando me vio entrar, esbozó una amplia sonrisa y me dijo si quería saber la sentencia. Rogué que no me hiciera sufrir más y que disparase lo más rápido posible «Estás absuelto de todo, enhorabuena». Lo único que tuve que pagar fueron cincuenta euros por vejaciones, la condena que me impusieron. Darío le quitó importancia, puesto que de dos años de cárcel y uno de orden alejamiento a cincuenta euros y libre de los cargos importantes, fue un gran veredicto. La cantidad que aboné, según Darío, es como algo simbólico para que Elisa no sienta que se haya ido de vacío y así me dejaría en paz y no inventara más mentiras. La venda se me cayó de los ojos y volví a ver la luz. Cuando me preguntan si soy un hombre bueno, respondo afirmativamente, porque gracias a mí, ha disminuido el número de mujeres maltratadas… 


Karim Ali

Desde hace varios años, encontré en el universo del relato corto, un camino donde explayar mis inquietudes: críticas sociales, políticas, lírica, sarcasmo, humor. Risas y llantos. Poco a poco voy pillando el hábito de construir una historia sólida que mantenga el interés del lector desde la primera hasta la última sílaba. 

3 comentario en “Una venda en los ojos”
  1. KARIM: Haces UN EXCELENTE PLANTEO CON JUSTIFICACION MUY CLARA DEL PROCEDER DE CADA UNO DE LOS PERSONAJES. La “OTRA CARA” DE LA VIOLENCIA CONTRA LA MUJER. Es cierto que se ve a diario pero no es “FEMINISMO” . La mujer de tu historia no parece haber sido VICTIMA DE SU PAREJA.
    SI HUBO CONSENTIMIENTO EN LA RELACION NO HUBO VIOLACION NI MALTRATO NI MACHISMO.
    Provocando a otros hombres delante de su pareja se refuerza la idea de lo mala mujer que es Elisa y lo poco que lo quiere. Lo hace enojar, lo quiere muy poco, no lo respeta. Duele eso y mucho… a Ramón y a cualquiera.
    Te felicito por tu agudeza Karim y por tus valores humanos como persona.

    1. Muchas gracias por tu comentario, Susi. Es un tema espinoso y visto desde otro punto de vista (el del hombre injuriado). A mi como autor no me duele pero si me pongo en la piel del personaje, claro que sí. Un abrazo.

  2. Y agrego: el destino avala las buenas intenciones de Ramón cuando quiere irse a vivir con Elisa y formar con ella una familia de tres. Las circunstancias hacen que no pueda comprar piso ni alquilar: era tiempo de esperar por la relación. Y quedó demostrado que eso era lo correcto. Elisa ni siquiera lo hace participe del sexo de su bebé, no lo respeta y lo acusa de amenazas injustas inexistentes. Formulas muy bien el desenlace, la “venta” del chip termina de justificar a Ramón, sus buenas intenciones y su inocencia. De nuevo, felicitaciones Karim. Este texto merece darse a conocer el próximo 25 de noviembre, “Día internacional de la eliminación de la violencia contra la mujer”.

Los comentarios están cerrados.

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