Es doloroso contemplar a un padre atrapado entre las lágrimas de la muerte. Es lo que debió de pensar Olimpia el día en que las nubes colisionaron con tanto ímpetu, que la lluvia parecía confabularse con el río para inundar el barrio. En medio de aquel mar improvisado, se encontraba el bueno de Silvio— al que le sorprendió el torrente— subido al capó de su coche con el agua a la altura de los cristales, flotando a la deriva. Su rostro, desencajado por los latigazos del aguacero, dramatiza aún más la escena. La pequeña Olimpia, que contaba con apenas ocho años, vio cómo su papá se alejaba hacia una de las calles con pendiente; con el riesgo de precipitarse por el barranco. Ni sus gritos ni los de su madre podían oírse entre el sonido ametrallador del temporal. Con la esperanza ahogada en la impotencia, su corazón sintió un soplo del cielo cuando un equipo de bomberos portaba en un helicóptero a Silvio. Lograron arrancarlo de las garras de la naturaleza, rescatándole de una desaparición segura y cruel. A partir de entonces tuvo claro que de mayor quería ser bombera.
Olimpia consiguió un estilo de vida riguroso hasta el más mínimo detalle. Cuidó su alimentación; se entrenaba a diario. El deporte, sobre todo el fútbol, fue una de sus pasiones. Se tomó a conciencia las pruebas para las oposiciones de bombera. La convocatoria estaba a punto de salir.
—Cuando entreno en lo de trepar la cuerda o haciendo largos en la piscina, me viene la imagen de un grupo de personas en peligro y yo logro salvarles— confesó a su amiga Fuensanta, con una sonrisa de inseguridad.
—Supongo que eso es bueno ¿no? — respondió Fuensanta.
—Es curioso. Me deja una sensación de paz. Como si me sintiese realizada, ¿sabes? — meditó en voz alta con la mirada puesta en las estrellas.
—Olimpia, me quedaría contigo en la cafetería hasta las doce de la noche, pero ¿no tienes que hacer una cosa que se llama estudiar? — comentó con sarcasmo Fuensanta.
—¡Ostras! ¡Va a ser que sí! Adiós, adiós. Mañana te llamo — dijo levantándose de la mesa con prisas.
—¿No salvaste en tu sueño a ningún chico guapo? — gritó la amiga.
—Si te lo cuento te vas a poner celosa— afirmó Olimpia, haciendo burlas con la lengua.
—¡Dale caña, anda! — recalcó Fuensanta, llevándose la taza de café a los labios.
—¿Al chico o a los libros? — ironizó Olimpia.
Aún vivía en casa de sus padres. Silvio solía decirle que con la preparación física que atesoraba junto con el grado de Técnico Deportivo Superior en Salvamento y Socorrismo, podría aspirar a otro trabajo más acorde a lo que estudió y mejor remunerado. La madre le recordó el día del torrencial. «Marido, cuando “volabas” en la camilla gracias a los bomberos, los ojos de nuestra niña se iluminaron de un modo que me puso los pelos de punta. Algo cambió en ella desde entonces», dijo con una sonrisa de orgullo.
Olimpia después de estudiar, repasar y hacer los test en la academia donde se estaba preparando, acostumbraba a leer la hemeroteca de diferentes periódicos nacionales, todo lo relacionado con las intervenciones de los bomberos. Esa era la forma de alimentar el sueño que le marcó desde niña. Al terminar de empaparse de las hazañas de sus héroes, cerraba los ojos y proyectaba en su mente la sucesión de fotografías que la acompañaron desde el momento en que rescataron a su padre. Había gente gritando, sufriendo, envueltos en llamas. La imagen del edificio era imprecisa. Pero Olimpia los rescató uno a uno. Sin vacilar, con valentía. En su corazón, una paz en llamaradas sosegó su templanza. Una fuerza de vida, de pasión, ardía en sus adentros, alentándola a continuar para lograr lo que le daba sentido a su existencia: salvar a los demás.
A las siete y media de la mañana, Olimpia, se amarró los cordones de sus deportivas. Hizo estiramientos durante quince minutos. A continuación, encendió el bluetooth del móvil conectándolo con los auriculares. Comenzó a trotar a la vez que escuchaba música. A medida que transcurrían los minutos iba aumentando el ritmo de las zancadas. El objetivo del día fue recorrer diecisiete km. Era su itinerario favorito puesto que tenía que pasar delante del parque de bomberos. Después de varios km divisó a lo lejos una humareda. Acercándose, el móvil se le cayó de las manos cuando vio que la guardería estaba envuelta en llamas, con una cortina de humo de color negro que cubría la fachada. Olimpia, aceleró los pasos y se presentó en la puerta, a una distancia prudente. Fue a la parte de atrás y al comprobar que aún las llamas no invadieron esa zona, con una piedra rompió los cristales. Sacó la toalla que suele llevar cuando practica running, la empapó con la botella de agua, tapándose la nariz y la boca. Al entrar, cubriéndose la cabeza con la otra mano, se estremeció al oír los gritos de los niños, que suplicaban a papá y a mamá para que le salvaran. Como una leona, Olimpia, empezó a agarrar por la camiseta a los renacuajos y fue sacándolos uno a uno. Con una patada tuvo que romper la puerta que estaba destruida por las llamas, para acceder a la otra sala de la guardería. Empezó a indicarles el camino para salir. Tendió la mano para que fueran agarrándose y los empujó hacia afuera. Logró salvar a doce niños. Agotada, con las manos en las rodillas y mirando hacia abajo, encorvada, el grito de socorro de la profesora de los peques, la alertó para auxiliarla. Consiguió arrastrarla desde la zona del aseo hasta la salida trasera. Todos estaban a varios metros de distancia del fuego. Olimpia, se quedó atrapada en la guardería, jadeando, no pudo esquivar el trozo de techo que le cayó sobre la cabeza.
Sintió como tiraban de sus pies para sacarla del infierno. La dejaron junto al resto de los que ella había logrado salvar. El sonido de las sirenas, las luces parpadeantes, eran como un sueño dentro de la pesadilla. Aún mantenía el pulso, mientras la subían a la ambulancia, levantó el dedo pulgar en señal de agradecimiento.
—Su hija, señora y marido, ha salvado a más de una docena de vidas. La mayoría son niños. Ha demostrado tener espíritu de bombera. La esperamos en unos meses. Gracias por haber criado a una hija así—, afirmó el Jefe de Bomberos.
—Vosotros nos habéis vuelto a salvar, rescatándola a ella…
IMAGEN | Rezzan Yildiz