Cada noche suelo dar un largo paseo por el parque que hay frente a mi casa, me gusta contemplar el reflejo violeta que deja la luna sobre los árboles. Hoy, una sensación de angustia me ha devuelto a casa antes de lo acostumbrado. He ido a buscar el álbum de fotos y con gran pesar he visto que Luisillo Sijé ya no aparece en ninguna de ellas. Mis pensamientos han volado a aquel verano de hace más de treinta años.

Nada más acabar el curso escolar, mi madre y yo fuimos a pasar las vacaciones a la vieja casona de la abuela Celia. Añoro esos veranos maravillosos en los que la pandilla de primos y vecinos corríamos libres por los campos amarillos y verdes, nos bañábamos en el río y dormíamos bajo las estrellas. 

Aquel día teníamos doble celebración, yo cumplía doce años, y el tío Pablo, el aventurero de la familia, volvía a casa.

La abuela estaba nerviosa, iba de acá para allá sin parar de parlotear, de vez en cuando se quitaba una lagrimilla con el impoluto pañuelo que llevaba siempre guardado en la manga de su blusa. Intentaba contener la emoción, pero a veces no podía. Después del desayuno, bajó con un paquete envuelto en un papel de margaritas.

—Elena, aquí está tu regalo.  —Sonrió orgullosa.

—Gracias abuela. —Contesté, dándole un abrazo. 

Era un deslumbrante vestido blanco. Noté un gran calor en mis orejas temiendo lo que iba a decir después.

—Pues hala, date un baño y te lo pones.

Pensé que se fastidió ir al lago a coger renacuajos, miré a mi madre suplicándole ayuda, siempre hubo una especie de telepatía entre nosotras.

—Madre, ¿de dónde has sacado las medidas?  —preguntó mi madre, extendiendo el vestido sobre la mesa.

—De uno de los vestidos del armario de Elena. 

—Lo veo pequeño. 

—No lo es, es más grande que el modelo. ¡Vamos, pruébatelo niña!

—Abuela, no puedo moverme, apenas puedo respirar.

—No te vale, no. —Dijo con tristeza.

—No te preocupes madre, Elena lo guardará para cuando tenga una hija. 

Lo guardé, y lo preciosa que estaba Ángela con él. ¡Qué distintas hemos sido siempre mi hija y yo! 

Me puse unos vaqueros y una camiseta y me reuní con la pandilla. Las chicas me regalaron una diadema de flores y varias pulseras tejidas con hilos de colores. Los chicos, una red para pescar ranas y una balsa para una persona y un perro. Como yo no tenía perro, Luisillo salió al paso, siempre lo hacía.

—Toma. —Dijo solemne dándome un papel muy dobladito.

      “Le presto mi perro Blanquito a Elenita Salas durante una semana”.

—Ya está entrenado y mantiene el equilibrio en la balsa —exclamó pletórico.

—Gracias Luisillo, eres un sol. —Le planté un sonoro beso en la mejilla.

Se le puso la cara como un tomate.

—¡Novios,novios!—Empezaron a gritar todos y a aplaudir.

Y ahora Luisillo ya no está en las fotos. Aquel niño pecoso de once años fue mi primer amor, creo que, porque le puso Blanquito a un perro negro como la noche, o tal vez porque consiguió que su gato se bañará todos los días con nosotros. Siempre tuvo una conexión especial con los animales, con los años se convirtió en un magnífico veterinario. 

La abuela invitó a comer migas a medio pueblo, le salían riquísimas. 

Mientras servía los platos no le quitaba ojo al camino. Recuerdo su olor a magnolias y a pan recién hecho. Ella tampoco está en las fotos, ni mi madre, hace años que se fueron.

Por el sendero polvoriento apareció un viejo Land Rover. De un salto se apeó un hombre formidable. El tío Pablo tenía la melena de un león, eso le daba un aire salvaje potenciado por sus rasgados ojos grises.

La abuela corrió hacía él con la velocidad del rayo. 

—Madre, sigues igual de guapa. —Dijo, cogiéndola en brazos y meciéndola como a un bebé. 

—Bájame, bájame gamberro. —Protestó la abuela, mientras lloraba y reía a la vez.

Después, el tío, fue saludando uno a uno, bromeando con todos. Hasta que se fijó en mí.

—¡Cuánto has crecido Elena! Cuando me fui apenas hablabas.

Yo estaba muda, mi tío realmente imponía.

—Por lo que veo, te ha comido la lengua el gato. —Rio divertido.

—Tu eres boba —contestó mi madre— da un beso a tu tío y dile algo.

—Hola tío Pablo —dije tímida.

Entonces me levantó sobre su cabeza y empezó a darme vueltas por el aire como si yo fuera una pluma. 

—Tengo algo para ti. —Dijo,  llevándome hasta el coche en volandas.

En el maletero, escondida bajo una manta, había una vieja caja de madera.

—Ésta fue mi primera cámara —afirmó triunfante abriendo la caja— hace unas fotos fabulosas. Tienes que saber que ha sido bendecida por un chamán, un hombre santo al que he visto hacer cosas increíbles. 

—Gracias tío, me encanta. —Le di un abrazo. 

Durante la tarde, el tío hizo fotos a todos y contó mil historias vividas en lugares lejanos. Supimos que en la tribu de los Watusi eran altos como torres y en la de los Pigmeos eran bajitos como niños. También, que había conocido hombres qué sin tener nada lo tenían todo. Imitó el sonido de los tigres y de los leones. Habló de elefantes, de las tonalidades de los desiertos y de los bosques, de la vida, de la muerte y de magia.

Los siguientes días aprendí a manejar la cámara. Aquel regalo cambió mi vida. Años después, decidí que quería dedicarme a conocer el mundo y llevarlo a casa escondido en el carrete de mi cámara, y lo hice.

El tío Pablo todavía está en las fotos, gracias a Dios. 

Cuando murió la abuela descubrí en qué consistía la magia de la cámara, le llamé para decírselo. Él ya lo sabía.

Con el tiempo, me he dado cuenta de que la magia de la cámara es mucho más grande de lo que yo pensaba, me permite volver a vivir aquel día de nuevo y disfrutar de los que ya no están. 

Atalanta

Descubre más desde

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo