Cuando era chico salía a caminar. Aún en los días más crudos del invierno. Necesitaba un rato en silencio. Un rato de silencio para pensar o cavilar, armar ideas, entretenerme en esos pensamientos de aproximación que tanto hacemos en la infancia. 

Más o menos a la misma hora, todos los días, luego de merendar tomaba las llaves —Salgo un rato— decía como un murmullo, mientras me escurría de prisa con dirección a la puerta cancel.  

En la mesa, invariablemente, quedaban mi mamá Rosita, junto con mis tres hermanas. Eran incapaces de formularse siquiera una vaga representación de por qué salía como un demente disparado a la intemperie. No se les ocurría que en cualquier lugar donde no las escuchara hablar me sentiría a salvo. Sus temas de conversación y timbres de voz me abrumaban. Sentía que mis ideas eran castillos formados con barajas españolas, cuando ellas hablaban el viento las barría hacia una callejón de oscuridad sin retorno.

Esa jornada en particular Jacinta, mi hermana mayor soltó —Este está loco— se lo atribuía a que el sol estaba en sus últimos estertores y a que una ola de frío polar calaba las entrañas de las casas y se empeñaba en demostrar la mala calidad de la ropa de abrigo.

Por cierto no salí bien abrigado, pero no me importaba, aunque me dolieran las orejas y las manos pese a llevarlas guardadas en el camperón. Crucé la calle Agrelo, donde vivíamos, y pasé frente al local del fraccionador de olivas, el olor a salmuera esa tarde era débil.  Seguí por Quintino Bocayuva, siempre caminando por la mano izquierda. Al llegar a la Avenida Victoria crucé en diagonal hacia donde está situada la Basílica de San Carlos. 

El viento silbaba junto con la hojarasca que se levantaba y me llenaba los ojos de basuritas. Terminé de atravesar la avenida de una corrida. Fue mientras aminoraba los pasos que escuché el maullido, un gemido en verdad. En el tercer peldaño de la escalinata de entrada a la capilla, solo, diminuto, envuelto en una bufanda a cuadros, había un gato negro con ojos de fuego. 

Tenía prohibido tocar a los animales de la calle. Estaba en la lista de las 10 cosas que no se podían hacer bajo ninguna circunstancia. Luego de analizar la situación tomé la decisión de saltearme las normas. Agarré al gatito con bufanda escocesa y todo, olía a pis y a líquidos raros, pero igual lo metí dentro del camperón. Lo apreté contra mi cuerpo. Mientras lo miraba empecé a caminar de regreso a casa. Estaba apenas tibio y su cuerpo era por sobre todo flojedad. Entreabría los ojos y gemía. El aire gélido ahora me dolía en la nariz y con las dos manos sujetando al felino no podía ni siquiera correr.

Luego de la caminata de retorno, entré a casa lo más rápido que pude, me incorporé en el batifondo familiar y con voz firme, mientras abría el camperón y mostraba el peludo hallazgo pedí —¡Ayúdenme!—

—¡Nooooo! Un gato negro. Siete años de mala suerte— dijo una.

—Eso está muerto— dijo otra.

Mamá Rosita me miró, en su cara estaban todos los reproches del mundo, no faltaba ninguno. Pero también había un trasfondo de dulzura.

—¡Mamá! ¡Mamá!— repetía yo mirándola a la cara. 

Lo más rápido que pudo se puso su gorro gris  y su abrigo gastado de un verde perimido. Tomó la billetera y su manta favorita que estaba a un paso de la estufa. Envolvió al gato, lo estrujó contra  su pecho  y me hizo un ademán con la cabeza.

Fuimos en taxi hasta la veterinaria de Pedro. El tiempo pasa lento en la niñez, pero ese viaje en auto fue el tiempo más parsimonioso que me tocó vivir.

Luego de un examen de signos vitales, estimación del momento de nacimiento y estado de hidratación el médico veterinario dictaminó —No creo que safe y si vive le van a quedar secuelas.

No sé cómo hice para no llorar. Se me agolparon las lágrimas en los ojos pero las retuve. Pensé que si las soltaba no nos quedaría ni una oportunidad y por eso las mantuve a raya.

Mamá dijo —Lo vamos a intentar— y posó con presión su mano en mi hombro. ¡Vaya que lo intentamos! Claro que lo intentamos. Y al cabo, esta no es la historia del pequeño gatito negro que la casualidad puso en mi camino aquella tarde oscurecida.

Esta es la historia de porqué todavía hoy amo el recuerdo de mi madre. 

Porque ella era supersticiosa y odiaba los gatos negros, porque era protestona y no le sobraba el dinero ni la paciencia, y además  era inflexible y reprochona. 

Y sobre todo eso, o a pesar de todo eso, tenía un sensato sentido de la humanidad. Ese sexto sentido que cosió todas las brechas y trincheras que nos separaron a lo largo de la vida. Y no fueron pocas.

Ese día conforma mi recuerdo favorito de mamá. Sé que es raro tener así tan clara en la memoria la jornada en la cual algo se fragua para siempre.

Gracias mamá, no por todas las lides y sin sabores que tuvimos, gracias por  conservar esa última reserva de dulzura en tus ojos negros, ese indispensable sentido con el que reconocer cuando era momento de ceder.

Victoriano Campo

IMAGEN | Madame Manet y su gato, de Edouard Manet

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