El paraguas no solo se inventó para protegernos de la lluvia. A veces sirve de muleta durante el camino. A pesar del tiempo, decidí hacer los recados. Es grato vivir cerca de un barrio parecido a una isla dentro de la ciudad, rodeada de asfalto, pero con todo tipo de servicios. 

Le puse el arnés a Koko y tras colocarle la correa salimos dispuestos a recorrer los comercios. La primera parada fue en el Masa-madre. Había gente esperando, como siempre. Acaparó mi atención la anciana del tacataca: su aroma a jazmín me hizo recordar a mamá, ese olor envolvente cuando terminaban de atenderla en la peluquería, con el pelo teñido de castaño y recogido en un moño. Oír la voz de la anciana fue reencontrarme con ella. Detrás de la viejecita, aguardaba una joven con un carrito de bebé. Los llantos del peque parecían burbujas en el aire. El olor de aquellas rebanadas de pan de campo recién horneadas, con sabor a queso payoyo, sacudió nuestros sentidos. Sobre todo, los de Koko que no paraba de agitar la cola. 

Después de comprar el pan, anduve un par de pasos y noté un cosquilleo desde el brazo izquierdo hasta la mandíbula. Aun así decidimos continuar. «No es nada, Kokito, ya se me pasará», le dije con las palabras entrecortadas por falta de respiración. Necesitaba descansar un poco, así que me senté en el banco de color rojizo, donde solía ponerse Manuel, el anciano de la boina al estilo Che, que por las tardes lanzaba migas de pan a los gorriones que revoloteaban en busca de comida. Enfrente el puesto de castañas recién asadas de Fermín cuyo olor me hizo recordar a mi mascota cuando era un cachorro y cabía en la palma de mi mano. Cada noviembre me viene esa imagen a la memoria.

Levanté la cabeza y se escuchaba el susurro de las banderas ondeando en los balcones de los pisos, con los colores rojo y gualda (aunque eché en falta el morado) como si estuvieran meciéndose en la popa de una fragata debido a la fuerza del viento.  

En el escaparate de la tienda de congelados, Alicia, la dependienta, colocaba el cartel de las ofertas de los martes haciendo ese ruido chirriante cada vez que lo arrastraba por el suelo. Tiempo atrás, yo solía comprarle buey de mar, donde el caparazón pareciera una empanada salida del horno, pero con pinzas y patas. Me encantaba pasar la mano por encima y olerme los dedos para respirar a mar.

Las hojas caídas de los naranjos agrios y de los almendros, enfilados en ambas partes de la calle, se asemejaban a lenguas esparcidas por el suelo. Algunas se me quedaban pegadas en la suela del zapato. Koko las olfateaba e intentaba quitármelas con la patita. 

Seguimos el itinerario hasta llegar a la carnicería de Eloy. Antes de entrar, me crucé con Alberto, el vendedor de cupones, quien intentó convencerme para que le comprara un número.

—Llévate el ochenta y nueve que esta noche toca—, aseguró metiendo el cupón en el bolsillo de mi camisa.

—¿Me lo das por escrito que toca? —, respondí con ironía.

Koko, que observaba la escena, me animaba con sus ladridos para comprar el boleto. Al final, le hice caso. 

Eloy ya tenía preparado mi encargo: medio kilo de carne picada de ternera y filetes de pollo. Cruzamos por el paso de peatones con precaución, debido a los intrépidos conductores de patinetes eléctricos, y nos dirigimos hacia la confitería “Gominolas”.

—Buenas tardes, ¿Lo de siempre, Lali? —, preguntó Carmen con una musicalidad en su voz que calmaba el ambiente.

—Sí —, asentí.

—Ahí llevas los chicles de menta y la bolsita de cacahuetes con chocolate. Y tú, Koko, ¡Cuida de mi amigo, eh pequeñín! —, respondió con una sonrisa. 

Al salir de “Gominolas” Juanjo, el frutero, gritaba con su voz resquebrajada: «¡Saco de patatas de tres kilos a mitad de precio!». Koko comenzó a gruñir a la vez que enseñaba los dientes, después, lloraba y, de nuevo, retraía aún más la comisura de sus labios.   

—Me tengo que ir— le dije— además, —continué—Koko se pone muy raro cuando te ve. De todos modos, ya compré papas en lo de Luis que son más baratas— afirmé.

—¿Qué suerte tienen algunos, no, pensionista? — dijo con inquina.

—¿Te duele verme pasear todos los días y tu ahí currando, no?

—Por lo menos soy un hombre útil.

—¿No te da cosa actuar como si no pasara nada delante de mi perro?

—¿Qué me estás contando?

—No te hagas el tonto conmigo ¡mamarracho! ¿A cuántos perros sus dueños los dejaban amarrados al lado de tu tienda mientras ellos iban al estanco y tú les dabas unas gomitas y al cabo de unas horas morían? ¿Lo mismo quisiste hacer ayer con mi perro, no? Mi mujer fue a comprar tabaco y menos mal que salió enseguida porque se había dejado la cartera.

Juanjo se abalanzó sobre mí. Koko ladraba como jamás le había escuchado. A pesar de encontrarme débil, pude sujetarle el brazo antes de que su puño explotase en mi cara. Le empujé hacia atrás, logrando abrir un hueco entre los dos y ponerme de espaldas a la pared. Fue entonces cuando los trabajadores de otros locales junto a algunos transeúntes acudieron para separarnos y reducir al frutero.

—¡A ver si ya encierran a este maltratador de animales! —, gritaron los empleados de la autoescuela.

Más calmado, conseguí llegar a la cafetería de la esquina. Mientras esperaba que el camarero me atendiera, observé que las dos barberías del barrio tienen el mismo cilindro giratorio: azul y rojo que se entremezcla con el blanco. En las peluquerías, algunas de recién apertura, es difícil coger cita por tanta demanda. Lo sé por Rocío, mi esposa, que tiene que ir a otra parte de la ciudad para arreglarse. 

La pescadería, con las caballas pegando saltos en el mostrador, los langostinos frescos de la bahía de Cádiz —aunque muchas veces proceden del litoral marroquí—, vende el género en un par de horas.  

Decidimos dar la vuelta. En el horizonte se amontonaban filas de viviendas unifamiliares. Se hacía tarde. Mi casa se encontraba a unos diez minutos. Había dejado de llover. El sonido del agua deslizándose por las alcantarillas daba la sensación de estar en un spa. De repente, me quedé inmovilizado. La luz de la farola daba vueltas sobre mí. Una punzada en el brazo izquierdo volvió a bloquear mi respiración. Puse la mano en la pared de una de las casas. Las piernas se doblaron de forma involuntaria. Sujeté el paraguas con las pocas fuerzas que me quedaban. Intenté usarlo como bastón. Fue en vano. Me desplomé. Mi cabeza se golpeó contra el suelo. Sentí las gafas arrancadas de la cara. Una mancha de sangre se dibujó en la acera. De nuevo, la lluvia apareció. Mi perro fiel, que en aquel momento actuaba como mis ojos, mis piernas y mis manos, ladraba con agonía. Su reclamo apenas se pudo oír entre el ruido de las gotas repiqueteando sobre el tejado de las casas. Koko, a menos de quince metros, notó la presencia de alguien y jadeaba sin parar, temblándole el cuerpo y haciéndose pis. Yo solo vi una silueta borrosa. Koko masticaba algo que le costaba engullir. Cuando paró, le llamé y no respondió. Recibí una patada en mis costillas como un trueno inesperado encogiéndome del dolor, protegiendo mi cabeza con las manos. La noche era gris y oscura, lloviendo como si cayeran flechas en vez de agua. Escupí sangre, la visión era cada vez más difusa. Aun así pude escuchar el sonido de unos zapatos alejándose de mi posición. Las bolsas de la compra quedaron abiertas con los alimentos dispersos por el suelo. Me vino un olor a naranjas y limones… Seguía lloviendo. Mi casa aun estaba a diez minutos.


Karim Ali

Desde hace varios años, encontré en el universo del relato corto, un camino donde explayar mis inquietudes: críticas sociales, políticas, lírica, sarcasmo, humor. Risas y llantos. Poco a poco voy pillando el hábito de construir una historia sólida que mantenga el interés del lector desde la primera hasta la última sílaba. 

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