Huele a tierra mojada. Estoy regando las plantas. Todas mis plantas son de interior. Ya no tengo terraza. Antes vivía en una casa con una terraza grande, siempre soleada, que miraba al sur. Tenía geranios que se cuidaban solos y un crotón en una maceta que sabía pedirme agua cuando lo necesitaba. Hacía mímica con sus hojas. Cuando las ponía en vertical me decía que todo iba bien; en horizontal, que necesitaba agua. La acabo de regar. Está aquí conmigo, también se vino a esta casa. Ésta también es su casa. Nunca le llamo crotón. Se ganó su propio nombre. Le llamé Resu, Resu de Resurrección.

Al lado de la Resu hay una vasija vacía. En esa vasija vacía había antes un bonsái. Era un olmo parvifolia de diez años de edad. Tenía unas raíces como tentáculos de pulpo que recorrían el pequeño espacio que le dejaba la vasija. Su tronco era ancho y se retorcía sobre sí mismo como un jersey de lana recién lavado. Las ramas eran como dedos de un viejo relojero, llenas de nudos, con poca carne y de hueso no muy fino. Sus hojas eran muy llamativas, pequeñas, de un verde intenso. Había miles de ellas.

El bonsái vino con él. Todavía estábamos conociéndonos. Lo trajo a la casa de la terraza grande, y por la tensión en sus hombros y el color blanco de sus nudillos, se veía que debía pesar bastante. Pero a él parecía no importarle. Venía con la energía de la ilusión. Yo le miraba maravillada por un lado y por el otro, muerta de miedo. Al bonsái se le veía tan frágil, tan delicado, tan oriental, tan distinto a los geranios, tan distinto al crotón. Por aquel entonces, el crotón no tenía nombre. Lo de Resu vino después.

Cada mañana al levantarme, lo primero que hacía era ir a ver al bonsái. Saber que seguía vivo. Después venía todo lo demás.

Pasaron los meses y yo me relajé. El bonsái no era tan frágil como yo creía. Había pasado el invierno en el calor de mi dormitorio y ahora que era primavera y hacía calor fuera, lo saqué a la terraza. Se le veía radiante, con sus ramas disparadas, que yo recortaba de vez en cuando como una experta peluquera.

Un día junté al bonsái con el crotón buscando la poca sombra que había en la terraza. A ninguno de los dos le venía bien el sol directo y pensé en lo bien que se llevaban, en que se habían hecho amigos. Yo estaba feliz. Todo parecía ir bien.

Pasaron unas semanas y al bonsái se le empezaron a caer las hojas. En un día se le cayeron cientos. Con lágrimas en los ojos y con el corazón galopando salí con él en brazos a buscar una floristería que supiera ayudarme. Me dijeron que tenía araña. Una araña blanca pequeñísima que apenas si se veía. Al principio, yo era incapaz de verla, después aprendí a identificar unos puntos blancos pequeñísimos. Había miles. Al verlos, se me tensó el cuello, la boca se me secó, me faltaba el aire. Me preguntaron si estaba cerca de otras plantas porque seguramente se la habrían pegado. Entonces, me acordé del crotón y maldije el momento de juntarles, maldije su amistad, maldije mi forma de ser, maldije mis bromas, maldije mi relajación.

Cuando volví con el bonsái a casa, fui directa al crotón, a buscarle los puntos blancos. No se los vi. Sólo vi que cada hoja, cada rama, estaban trenzadas con fuertes hilos de seda. Todo él estaba envuelto en una gran telaraña y yo no me había dado ni cuenta. 

 ¿Cómo podía haber estado tan ciega? ¿Cómo había creído que dos plantas tan diferentes pudieran ser amigas? Me fui al armario de la terraza donde guardaba la regadera, las tijeras, el insecticida para plantas y el de las cucarachas. Cogí el insecticida para plantas, lo agité, pero estaba vacío. En mi desesperación, no me lo pensé dos veces, cogí el otro, el de las cucarachas, lo agité y rocié con él al crotón hasta dejarlo casi blanco.

Como una exhalación me metí dentro de la casa a intentar calmarme. Debía consolar al bonsái. Le hablé con palabras dulces y le aseguré que con las medicinas que nos habían dado en la floristería, se curaría. 

Pasaron varios días en los que no quise salir a la terraza. No quería ver al crotón. Pero pensé que hacía calor y que seguramente, necesitaría agua, así que fui a por la regadera y cuando lo vi, había tirado todas las hojas. Sus ramas se habían secado. Apenas si quedaba de él un manojo de sarmientos arracimados y escuálidos.

Me arrodillé frente a él. Le pedí perdón. Le pedí que por favor no muriera, que yo no quería hacerle daño, que todo era culpa de la araña, de esa araña asesina. Lloré. Entre las lágrimas, me pareció ver un punto verde en una de sus ramas. Me sequé los ojos para ver mejor. Sí, había un brote verde que despuntaba hacia arriba. No había muerto. Lo había vuelto a hacer. Otra vez usó su lenguaje de hojas para decirme que todo iba bien, que no me preocupara.

El bonsái sobrevivió a la araña, pero no soportó quedarse sin terraza. No se hizo al cambio de casa. Siempre me ha gustado pensar que yo soy como la Resu, fuerte, grande, que todo lo aguanta; pero muchos años después, cuando me fui a China con la idea de quedarme a vivir un par de años, duré solo dos meses. No soporté estar sin él.

Marisol Moreno Beteta

Jugadora de ping pong entre las ciencias y las letras. Ingeniera Técnica en Informática de Gestión (UCM) y licenciada en Estudios de Asia Oriental, con la especialidad en China (UAM). Fuentetaja y Escuela de Escritores han sido también lugares donde he habitado y he aprendido mucho. Irredimibles es un refugio en el que me gusta estar, crear, creer, crecer, compartir, sentir, vivir. 

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