Me acuerdo del caballo, su ojo lateral que nos miraba, sobre la amenaza del alambre de púas. Amanecía a borbotones anaranjados y la estación de servicio se había quedado sin nafta. Aunque no importaba, la expendedora de agua caliente estaba desenchufada y la llave para entrar al baño había que pedirla en el sector de la caja.
Me acuerdo de tu cara cuando orienté el chorro de orina sobre la base del surtidor; me miraste desencajada, también cómica, en cualquier caso desesperada. Vos te encargaste de explicarle a Mario, el encargado de la gasolinera, lo que nos estaba sucediendo. Pude ver cómo se transformó la cara del muchacho y se fue corriendo hacia adentro a hacer un llamado por teléfono.
Me acuerdo del kilometraje que marcaba nuestro Renault 4 cuando quedó estacionado frente al surtidor. 115.236 kilómetros recorridos. Me acuerdo de la dulzura con la que llorabas. Y ahora es todo lo que queda de aquel nosotros. Recuerdos y una sensación de tristeza profunda llena de azules casi negros. Sin embargo, no me espanta. Qué podría espantarme ahora.
Me acuerdo de tu grito, el primero, desde la cuna. Me atravesó como si fuera de papel. Cuando aparecí a tu lado, tenías a la beba sostenida arriba de tu cabeza y sacudías tus brazos. No podías contarme, no podías hablar. Y entonces la vi cianótica, con los ojitos cerrados. La recosté sobre la cama e hice lo mejor que pude maniobras de resucitación. Mientras tanto caminabas de un lado al otro como en trance.
Me acuerdo de la calma con la que me vestí, tomé lo necesario y nos llevé hasta el Renault 4. Tuve incluso tiempo de culparme por el caprichoso deseo de hacernos vivir en mitad de la nada. Entonces arrancamos con destino al pueblo, por el camino de tierra; y tu voz, que se quebraba, entonaba canciones para Emma. Las luces de la casita quedaron prendidas, la tranquera abierta. Yo conduje pensando en no matarnos, en que no había rueda de auxilio, en que el camino estaba deshecho; había llovido y no había pasado la máquina vial. Vos mirabas a Emma y me gritabas —acelerá—. Yo calculaba, como un actuario, la máxima velocidad posible, la máxima posibilidad de sobrevida considerando todas las variables. Y así llegamos a la estación de servicio.
Me acuerdo de tu emoción, cuando llegó Elvio, el papá del empleado de la estación de servicio con su Peugeot 504. Subimos a las apuradas, los tres atrás, nos llevó los 132 kilómetros que faltaban para el pueblo. No dijo una palabra, no aflojó la marcha en curva alguna. Es el día de hoy que le debo las gracias.
Me acuerdo de la doctora Lepera, puro acero esa mujer, no se le movió un músculo de la cara mientras atendía a la beba, hizo todo lo que pudo, todo lo que encontró a su alcance. No nos comunicó nada, solo lo supimos cuando la escuchamos gritar palabrotas irreproducibles y se puso a patear las puertas. Después lloraba como una nena acurrucada contra una columna. No nos pudo consolar, ni nosotros a ella.
Me acuerdo de lo que vino después y te entiendo, honestamente te comprendo. No te reprocho haberme dejado a cargo de todo. Un ser vacío a cargo de todo. Muchas veces me pregunto cómo pude atravesarlo; muchas otras me pregunté para qué lo atravesaba, ese mismo interrogante al que no le encontraste respuesta. Hace rato he desistido de enfrentarme con este tipo de dilemas.
Me acuerdo de los años que pasaron, de todas las pieles curtidas que he cambiado desde entonces, de lo habitual de mi mirada perdida mirando el horizonte. De lo habitual de sentir dolor físico en el alma.
Me acuerdo en particular del olor a fósforo quemado que precedía al desayuno cuando lo preparabas sobre el mantel de hule estampado con margaritas. Me acuerdo de cómo vibraba tu voz, de tu lunar marrón en la mejilla, del otro en la parte izquierda de tu espalda. Me acuerdo del día del parto. Claro que me acuerdo de la primera vez que nos besamos; te temblaba la pierna, sobre el puente de la barda, un 25 de marzo. Pero no puedo, no, no me sale pronunciar tu nombre. No concibo recordarlo. Hay sobre ese renglón de la memoria una mácula negra. Es como un dique que contiene, como si decir tu nombre pudiera romper un hechizo y al hacerlo, todo esto se volviera cierto, se hiciera real. Entonces, ya no podría afrontar el tamaño de la pena.
Victoriano Campo
Escribo para mantener a salvo los rudimentos de la cordura y recordar la certeza de lo efímero. Pensando en cosas absolutas pese a la fugacidad de la existencia. Persigo la tranquilidad, la calma y el equilibrio. Sé que los interrogantes más elementales permanecerán sin respuesta. Viajo herido de muerte, celebrando la vida.
Cómo un cuento de suspensos de esos de los maestros en los que sabes el final pero igualmente no podes parar de leerlo y te sostiene en una tensión perfecta hasta el último segundo
Siempre la palabra convertida en joya. Enhorabuena!! Me encantó 😍😍😍👏🏾👏🏾👏🏾👏🏾👏🏾
De principio a fin me va llevando el relato cómo si viviera en el mismo y cómo si llevara dentro todo el peso de ésa angustia y tristeza del fin que se percibe en la belleza de cada palabra hilada finamente.
La lectura contagia la angustia de los personajes. Los detalles que se relatan hacen que la mente perciba las misma emociones, las imágenes se muestran nítidas y y entendibles en la imaginación y la trama te agarra desde el principio hasta da tristeza que termine.