Atisbo un chorro de luz por la claraboya de mi cuarto. Apenas puedo abrir los ojos, la cabeza me va a estallar. 

En la nevera se escucha el eco. Entre el limón arrugado y el aguacate ennegrecido hay una botella de leche vacía. 

Tomo dos aspirinas con un trago de agua amarillenta mientras observo cómo nadan sobre la pila los restos de la pizza de ayer, es curiosa la tendencia a emparejarse que tienen el champiñón y el queso. 

El móvil no tiene batería. Mientras lo  conecto recuerdo el mensaje de Rita del día anterior:

«Por favor Eric, tienes que venir, los treinta no se cumplen todos los días. Estaremos en el Mamma Mia a las nueve. Te mando la ubicación».

Llegué con el disco de Miles Davis envuelto en un papel acartonado, oliendo a las últimas gotas de Hugo Boss que quedaban en el frasco. Hace meses que mis neuronas resbalan por un precipicio y no consigo escribir nada. 

Rita, vestida de rosa chillón, me recibió con una gran sonrisa. En la cabeza llevaba una corona de cartón flanqueada por unas orejas de elfo. Intentó que me pusiera un gorro puntiagudo decorado con purpurina, no lo logró. Hay cosas por las que no paso.

Había alquilado el restaurante para la fiesta.  Era un lugar pequeño y acogedor, decorado con fotografías de góndolas repletas de gente feliz. Supuse que el dueño era de Venecia, nada más lejos. Medijo que era de Albacete, pero que había ido dos veces a Italia.

En cada mesa había un cartel: “Amigos”, “Conocidos”, “Otros”. 

En la primera vi una tarjeta con mi nombre. Me senté y pedí un vodka con naranja.

Poco a poco fueron arribando el resto de invitados. 

 En la mesa “Conocidos”, Rita acomodó a su madre. Creí que no se hablaban. La muy zorra evitó saludarme, algo que agradecí enormemente. Nunca le gusté y jamás se molestó en disimularlo.  

Luego llegó un anciano, Leandro, que Rita también sentó allí. Por la chistera, parecía un mago, nada raro teniendo en cuenta las excentricidades de Rita. Lo presentó como su psicoanalista. Pensé que era una broma. Cambié de idea cuando observé que estuvo toda la noche intentando que la cumpleañera se tomará unas pastillas amarillas. Ella optó por meterse, entre pecho y espalda, un ron cola tras otro.

En mi mesa recaló un tal Enzo, un cachas, alto y rubio, algunas mujeres dirían que atractivo. Decidí ponerme la americana para evitar comparaciones odiosas. 

Cuatro hípsters desembarcaron en la mesa de los “Otros”. Eran compañeros de trabajo de Rita. «Os presento a mis cuatro jotas: Jaime, Jorge, Jonás y Joel». Para mí eran indistinguibles. La misma barba, los mismos tirantes, el mismo «Hola». Luego me enteré de que habían formado un grupo de música y Rita era la vocalista. Pensé que debían ser sordos.

Más tarde llegó Ernesto, el profesor de japonés de Rita.Llevaba una ridícula pajarita adornada con grullas, que engrosaba su ya grueso cuello. Rita, muy coqueta se besó el dedo índice y lo colocó sobre los labios de él. Se le revolucionaron hasta los pájaros de la corbata. Ella se sentó a su lado, frente a mí. Estaba guapa, con las mejillas coloradas, algo despeinada y muy habladora. 

Le pregunté por su mejor amiga Clara, otra excéntrica como ella. Me dijo que estaba en África viviendo con un cazador de leones. También me extrañó que no estuviera Laura O, su otra mejor amiga, al parecer había ido a Turquía a ponerse pelo. Evité preguntar en qué parte del cuerpo, porque la recordaba con una buena melena.

El tono fue subiendo al tiempo que se vaciaban las botellas. Se me atragantó la lasaña a medida que Rita fue relatando distintos “encuentros memorables” que tuvo conmigo, en los que no salía muy bien parado. Lo mismo hizo con los otros dos “ex amantísimos”, término con el que nos calificó.  Luego confesó que su hombre ideal sería una mezcla de nosotros tres. 

De repente comenzó a besar a Enzo apasionadamente, algo que nos molestó mucho a Ernesto y a mí. El profesor, totalmente irreflexivo, lanzó la copa de vino a la cara del atleta, que se revolvió en su asiento dispuesto a darle una hostia. Los hípsters consiguieron que la cosa no pasara a mayores. Para relajar el ambiente empezaron a cantar a capela animando a Rita a cantar con ellos. Craso error. El ritmo y la armonía no son cualidades propias de mi amiga. Ante tal alarde de gorjeos la madre se marchó, histérica, acompañada por el doctor.

Tras la tarta, le dimos los regalos. A Rita le encantó mi disco. 

Venancio, el dueño del local, quitó las mesas para que pudiéramos bailar. Los hípsters bailaron en parejas. Yo no pensaba bailar con ninguno de los tíos disponibles. No sé si me daba más grima el profesor o el cachas.

Rita bailó primero con el profesor, luego con el cachas, y después conmigo. Había olvidado el olor de su pelo y sus perfectas redondeces.

Poco a poco, los demás se fueron marchando. Nos quedamos ella y yo, bebiendo y bailando sin parar pese a mis doloridos juanetes. Luego apareció una nebulosa enorme con la cara de Venancio echándonos de allí.

Recuerdo que nos besamos, en el taxi, en el portal, en el ascensor, en la cama, después fundido en negro hasta esta mañana.

¡Anoche durmió aquí!  

Recorro toda la casa buscándola,  como un loco. No está en ninguna parte.  No puede haberse ido, ¡otra vez no!

 Es Rita, nunca se levanta antes de las once, y menos con lo que bebió anoche.

Voy de nuevo al cuarto de baño. Descorro la cortina de la ducha, y ahí está, durmiendo dentro de la bañera. Todavía lleva la corona de elfo. Un encantador hilillo de baba le resbala por la barbilla.

Un comentario en «“Rita, la encantadora”, por Atalanta»

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