Retrato de una infancia

I

Acerquémonos un poco más,

sí, por ahí está bien,

¿se ve bien? Comencemos entonces.

He ahí el niño, ese de tez blanca,

suave y tersa como una muñequita,

las mejillas apenas caldeadas.  

Viene de jugar, de correr por todos lados

con su autito de juguete.

Mírenlo bien, una media sonrisa

en sus labios rosados, y los ojitos

distraídos miran a un lado distinto

al ojo de la cámara, acaso presagio

o cruel coincidencia de la inseguridad.

Podemos apreciar, en el fondo de la imagen,

un atardecer prematuro que cae

a espaldas del niño de mejillas rojas

y mirada ida,

¿pero no es anticipada toda noche

cuando hablamos de la infancia?

Sí, definitivamente, pero esta ha llegado 

con especial antelación y el niño,

de manera casi profética,

lo sabe. 

Y con este nuevo conocimiento podemos

volver a la imagen,

a lo mejor el niño viene corriendo de

aquel atardecer, imaginándose va sobre

su auto de juguete, transitando avenidas

donde las uñas enmohecidas de la noche no 

alcanzan a tocarle,

pero la noche nos encuentra a todos

y a él, especialmente a él,

lo ha encontrado pronto.

Entonces la mirada ida es de resignación

y la sonrisa a medias 

el paso anterior

a la locura.

Cae la tarde y con ella desaparece la imagen.

II

Veamos otra,

una nueva, de la noche inmediata

a aquel atardecer.

A simple vista la imagen es negra,

estamos en el cuarto del niño,

está acostado y no consigue dormir.

¿Lo ven? ¿Sus ojitos blancos brillando

apenas en la habitación? 

Piensa en los monstruos,

no aquellos bajo la cama o en el ropero,

sino en aquellas bestias innominadas

de su mente, esas que solo el tiempo

irá nombrando como cicatrices

sobre su corazón.

Bestias que se olvidan, ocultas,

postergadas en rincones

más negros que la noche, pero que siempre

están al acecho, listas para dislocar

nuestros sueños al más mínimo palpitar

de un corazón exaltado.

Con algo de tiempo el ojo se adapta

al espesor de la noche y ahora vemos

la silueta azul del niño,

¿pueden verla bien?

Tal vez no lo noten del todo, pero el tiempo,

la vida, ya han operado

cambios en nuestro niño

(que ya es menos niño que hace un segundo

y mucho menos que hace una tarde),

y su sonrisa se ha resecado

y sus ojitos se han llenado de lágrimas

y su corazón ha empezado a 

descarrilarse.

Este es el primer insomnio,

él no lo sabe, pero de aquí en más

ha comenzado a gestarse la soledad

y el temor comienza a distorsionar

cada juguete y objeto de la habitación,

volviendo al recuerdo un puñal que

lentamente se clava en su

diminuto pecho.

III

Entonces vamos a una última imagen,

¿les parece?

Aquí el niño jugando con su grupo de amigos,

todos ríen, el sol brilla sobre sus cabezas

y en el cielo una bandada de pájaros

vuela a vista y paciencia de unos padres

que beben cerveza algo más atrás.

Un ojo mal entrenado no notaría los cambios

de nuestro niño,

diría, con total confianza, que su episodio

(lo llamaría “episodio”) 

no fue más que eso y ahora toca volver a

ser feliz.

Pero miren bien ustedes,

observen con detenimiento a ese niño,

su cara, su sonrisa, la piel rosada, y díganme:

¿han visto algo más horrible

en sus vidas?

Marzo 

El año es 2020,

usted está acostado en la cama de su pieza;

es marzo, pero el calor es de febrero.

Por la tele anuncian medidas contra una pandemia,

le muestran contagios, muertos, todas cifras

que se enfrían a medida que aumentan.

Recuerde, usted está acostado, está solo

y un vacío se forma

en la boca de su estómago.

Es la soledad que se mezcla con el tiempo

y ebulle en ese calor de su cuarto, 30 grados

a la sombra,

y usted es casi pura sombra.

Entonces ve el teléfono, hay notificaciones,

del trabajo, de los amigos, a lo mejor

una mujer.

No, no hay mujer. Usted está solo.

Si cierra los ojos puede recordar el día

de su primer ataque de pánico,

de aquella noche hace varios años

donde sintió la convicción irrefutable

de que caer dormido equivalía a morir.

Entonces se le declaró el insomnio

y con él las excusas:

que había que ver la serie, la película,

aprender la canción, 

leer a los clásicos,

que había que escribir, escribir y

escribir.

Y lo hizo, es cierto, aunque mal, 

muy mal.

Le entra una llamada. Es el trabajo,

Quieren algo, un informe, una respuesta,

le exigen un pedacito de su tiempo y de su vida, 

esa misma para la que usted jamás ha tenido

mucho tiempo,

la misma que alguna vez le dijeron estaba

más allá de toda esperanza.

Y entonces su mundo empieza a trizarse,

se resquebraja a sus pies y usted camina sobre

aquel vidrio molido, pero apenas sangra, porque usted

ya no sangra, ¿cierto?

Afuera hay 30 grados a la sombra y a usted ya ni

eso le queda.

Siente en alguna parte, lejos, muy muy lejos,

un rumor de voces que debaten,

hablan del futuro, de promesas que

en sus ojos ya empiezan a marchitarse 

y usted escucha, pero no entiende nada.

Usted nunca ha entendido nada.

Viene la tarde, baja la temperatura,

y usted se desintegra 

sobre la cama.

Sus ojos ya apenas se mueven,

lo suficiente para encontrar esa libreta donde escribía,

quiere anotar un pensamiento, 

una idea que en cada trazo lo lleva un grado 

más cerca de la desaparición.

Usted sabe que son tonterías,

tonterías que en cada palabra dejan

retazos de sus dedos

y que lo hacen llorar.

El año es 2020,

y usted no es más que un recuerdo 

sobre su cama.

Es marzo y ha anochecido.

Junto a su cama está ahora su madre, posa su 

mano sobre el vacío del colchón

y le canta en un susurro,

el mismo que cuando usted

era apenas un niño.

Usted quisiera abrazarla, besarla, confesar

su cobardía, hablarle del dolor,

de los insomnios que ya poco importan, confesar todo eso,

pero no puede. Entonces su madre se acerca 

donde estuviera su sombra,

y con aquella voz que fluye como leche tibia

le susurra:

El tiempo se ha acabado y ya nadie 

quiere escuchar.

Radiografía del fracaso

Me dirá usted, que nacer en pleno

agosto, días de lluvia

por ese entonces en Santiago,

aunque yo qué sé si ni me acuerdo.

En fin, me dirá usted que nacer en invierno,

“Qué infortunio”, y sí, maldita suerte,

y mi mamá que se enfermó antes y después

de tenerme,

yo también enfermé, me puse amarillo como

los limones, agrio como la leche materna,

he ahí el primer fracaso.

Entonces el tiempo fue mordiendo

y esas sonrisas de los juegos culminaron

en una foto seria en el jardín

de infantes.   

Y así podría yo seguir contándole cosas,

como mis pataletas en la básica,

mi primer amor, el segundo,

el tercero que fue mi primer 

rechazo.

Luego la adolescencia que, para qué le miento,

es la más triste de todas, o la segunda,

pero triste al fin y el comienzo de mis

exilios en el onanismo de la soledad.

Y ya en el agnosticismo de los veinte

confirmación del fracaso, esta vez del fracaso 

de la cobardía y de lo estático,

también una muerte prematura,

premeditada,

deseada y odiada, pero

mentirosa como el canto

de las aves nocturnas.

Vagué por el desierto, igual que ese 

al que en mis días reniego, 

pero que echo de menos como a un hermano

muerto o a un amigo

imaginario,

y morí muchas veces de sed, tantas que aluciné

con la felicidad y la tristeza haciendo el amor

en tormentas de arena 

donde yo no era más que

la sombra del tiempo y los escorpiones

trepaban por mis piernas.

¿Ve? ¿Está más clara la cosa ahora?

Yo nací un día de invierno,

pero mis muertes siempre me las ha traído

el verano

y ahora es éste el que me da lo otro,

aquello que no entiendo,

me presenta un oasis como espejismos

de caricaturas,

y yo que corro a beber como los tontos,

y, ¿me va a creer?

Ya no tengo sed. He bebido arena

y ya no tengo sed.

¿Ve lo que le digo? ¿Lo entiende?

Yo ya no puedo fracasar más.


Mauricio Rojas

Escribo un poco para escaparme y otro tanto para encontrarme. También para llenar esos vacíos y poner en duda todo aquello donde se presuma certeza. Por último, escribo por contradicción, por impulso y por necesidad. En palabras de Lihn: “porque escribí estoy vivo”. Además de escribir, en Irredimibles coordino las publicaciones en Instagram.

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