“Maldito mocoso”, dije soltando las cuerdas que ataban las patas de Ónix a lo que se suponía era una cruz: dos maderos desprolijos unidos por un bulto de cinta transparente. Debió estar mucho tiempo en esa posición el pobre, su gemido sonó casi como una exhalación. Quise acariciarlo, pero escapó de mis manos cuando oímos risitas seguidas de unos pasos bajar corriendo las escaleras. Me asomé por la baranda, apenas vi la sombra escurriéndose de escalón en escalón. Me destempló los dientes el ruido de un anillo que rozaba el pasamanos de metal que está pegado a la pared. Di media vuelta y entré en mi apartamento, era demasiado tarde para jugar a la detective. 

 

No pude dormir, Ónix no se quitaba de la ventana; observaba concentrado un punto fijo. Ni siquiera volteó a verme cuando me senté a su lado. Yo miré y no vi nada, solo los árboles temblando detrás de los alambres de púas. Yo también temblaba, Ónix temblaba; se recostó sobre sus patitas sin dejar de mirar donde miraba. 

Entonces esperé el aguacero que había anunciado antes, el eco de un relámpago. Vibraron los cristales de la ventana y muchas gotitas brillantes se resbalaban por el vidrio sin empañarlo, y aún seguía sin ver nada. 

 

Sonó la alarma, pero ya estaba despierta. Dejé encerrado a Ónix y salí para el trabajo. Antes, debía hacer una parada en el tercer piso. Repasaba en mi cabeza lo que diría mientras el ascensor llegaba, esperando que esta vez no me bloquearan con la frase de siempre: “Solo son cosas de niños”. 

 

Una vez Ónix le desgarró la cometa: tres huecos alargados, una marca de garra, la huella que dejaría un antihéroe. El mocoso en venganza le pegó y, al poco tiempo, la bicicleta del chico resultó pinchada. Era un círculo que ninguno dejaba cerrar. Tanto por nada, en fin solo son cosas de gatitos. 

 

“No fue él”, aseguró el hermano mayor que no quiso llamar a la madre. Pero yo estaba muy segura y detuve la puerta con mi mano cuando él intentó cerrarla en mi cara. Le di mis razones y me miró de forma extraña, como un gesto interrogante, luego frunció el ceño y azotó la puerta con fuerza, suerte que lo vi venir y di un paso atrás. ¿Qué le habrá disgustado?, me pregunté, tal vez la palabra lata, que sabía que era él porque tenía ese hábito horrible de rozar esa lata de anillo sobre el pasamanos. 

 

Llamé al ascensor que parecía haberse quedado pegado en el primer piso. Cuando entré, descubrí el porqué de la tardanza. Seguro el vigilante había estado pegando aquel anuncio que antes no estaba. Sentí un dolorcito en el pecho, un friito y miré a ambos lados. El mocoso había fallecido el día anterior, ¡en la mañana! La familia invitaba al sepelio. 

 


Lana Oros

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