“Scenes from an Italian Restaurant” por Mauricio Rojas

Scenes from an Italian Restaurant 

Mauricio Rojas

 

Then the king and the queen went

Back to the green

But you can never go back

There again

 

Sobre la mesa una botella de tinto a medio tomar. Colgados en los muros descascarados hay un par de imágenes de la selección italiana que ganó el mundial de 2006. También hay afiches de El Padrino y Goodfellas. Daniela tiene la vista clavada en los cuadrados rojos y blancos del mantel mientras se lleva a la boca un pedazo de pan untado en aceite de oliva. Gabriel, en tanto, termina de vaciar su segunda copa. “Está lenta la cosa”, dice Gabriel echándose para atrás y agitando el concho de vino. Por los parlantes del local suenan los “Grandes éxitos” de Andrea Tessa. Daniela suspira y Gabriel levanta la mano para llamar la atención del mesero. “¿En qué puedo ayudarlo, caballero?”, pregunta un joven delgado y de pelo engominado. “Pedimos hace rato ya”, responde Gabriel en un tono molesto. El mozo asiente, se disculpa y, para tranquilizarlo, le dice que irá a consultar a la cocina.

Mientras esperan, Gabriel toma un pedazo de pan y comienza a comerlo. Es una tarde calurosa, pero dentro del restorán hay aire acondicionado. “¿No trajiste nada para abrigarte?”, le pregunta a Daniela apuntando con el trozo de pan a sus hombros desnudos. Ella niega con la cabeza y luego responde que, en todo caso, no tiene frío. Cuando regresa el joven, vuelve a ofrecer disculpas diciendo que la cocina está colapsada y varios platos se han retrasado, pero que no se preocupe porque su orden había salido recién y deja frente a Gabriel una lasaña boloñesa y frente a Daniela un carpaccio di salmone. “Buen apetito”, dice antes de desaparecer entre las demás mesas. “¿No será muy poco?”, pregunta Gabriel mientras se acomoda la servilleta sobre las piernas. Ella niega con un movimiento leve de cabeza y en seguida toma con el tenedor una lámina de salmón. Él la mira, se pasa la lengua sobre el labio superior, y comienza a servirse más vino. Echa un poco en su copa y duda antes de inclinar la botella hacia Daniela. Ella asiente. Gabriel quiere verla a los ojos mientras sirve, pero se da cuenta que está más curado de lo que pensaba y enfoca toda su atención en la suave cascada roja que de a poco va llenando el fondo de la copa. El alcohol no es una ciencia exacta, piensa y justo Daniela le hace un gesto de basta con la mano.

En una de las mesas ubicadas en la esquina, bajo los cuadros de la selección italiana, comienza a reunirse un grupo de meseros. Llegan uno por uno y se posicionan estratégicamente en torno a la mesa. Gabriel se da vuelta para verlos y pronto su mente divaga al mundial de 2006, el que ganó Italia. No, piensa, el que perdió Francia. El que perdió Zidane. En su cabeza se repite con lujo de detalle la imagen televisada del cabezazo a Materazzi. Era domingo y el lunes Daniela tenía hora al médico. Por esos días ambos pasaban discutiendo y Gabriel estaba convencido de que su relación estaba a punto de morir. Justo cuando comienza a sentir un vacío en el estómago le interrumpe el silencio que se ha producido en el local. Los meseros, todos jóvenes y sonrientes, se dan codazos y murmuran cosas que les hacen romper en carcajadas que son rápidamente contenidas. Toda la atención del restorán se vuelca entonces a ese grupo que empieza a entonar una versión en italiano del “cumpleaños feliz”. Un hombre gordo y rojo sentado en la mesa del cumpleaños se ríe y aplaude al ritmo de los camareros mientras que desde el fondo de la cocina aparece uno con un trozo de pastel ensartado por una vela. El gordo mira a la mujer sentada junto a él y la besa en la mejilla. Ahora los dos están sonrojados y el pastel desciende hasta la mesa para encontrarse con la cumpleañera, una niñita de no más de seis años que cierra los ojos y apaga las velas con un soplido, desatando los aplausos de todo el restorán. Gabriel la ve, supone que el hombre y la mujer rojos son los papás de la niña y sus pensamientos vuelven a Daniela, a si ellos aún podrían ser eso. Luego de unos segundos en que todo parece haberse paralizado, regresa la música y la atención de Gabriel se enfoca en la lasaña que apenas ha tocado. “Una vez vi a la Andrea Tessa”, dice Daniela de la nada, con la vista todavía en la mesa del cumpleaños. “Era niña eso sí, fue en el matrimonio de una tía. Me acuerdo que todo el mundo le pedía que cantara algo en italiano.” Gabriel mastica callado un pedazo de pasta, siente cómo se juntan la salsa con la carne y el queso le quema un poco el paladar. Cuando traga, toma un sorbo de vino para pasar mejor la comida. “No tenía idea”, dice indiferente, “¿y era tan latera como ahora?” Los ojos de Daniela se fijan en él, en sus labios y en el bigote apenas manchado por la salsa. Un escalofrío la obliga a sacudirse de hombros. “No sé”, responde finalmente, “creo que estuvo bien. En realidad, creo que me dio lo mismo. Ella me da lo mismo.” Él la escucha y siente el sonido de la música retumbarle en los oídos. No sabe bien qué le molesta, pero le gustaría salir corriendo al auto y volver a casa. “No sé”, dice limpiándose la boca, “no es que me cargue, pero ¿quién mierda pone discos de la Andrea Tessa?” “No creo que sea un disco”, responde Daniela, “debe ser una playlist.” “Peor aún.” “¿Y qué te hizo la pobre?” “Nada, no sé”, dice Gabriel llevando la mirada al techo. “Es que la encuentro facha. Es una imbecilidad, pero como que la veo y pienso en esas viejas fachas del opus llenas de cabros chicos, con una casa enorme con veinte nanas y una camioneta blanca gigante.” “¿Y tanto te importa eso?”, pregunta Daniela apoyando su mentón sobre la mano derecha. “No es solo eso, es… no sé, los lugares donde va, las cosas que dice.” “¿Y qué dice?” “Ahora no me acuerdo, responde, te dije que era una imbecilidad.” “¿Y yo?”, pregunta Daniela. “¿Tú qué?” “¿Qué te pasa cuando me ves?” A Gabriel la pregunta le revuelve el estómago, de alguna manera sabe que cualquier respuesta es errónea, insensible y egoísta. También sabe que no decir nada es igual o peor. “Pienso que te equivocaste”, dice en voz baja y sin mirarla a los ojos. Toma el poco vino que queda en su copa y mira al mantel, fingiendo que está pensando en algo hasta que presiente al mozo cerca y le pide la cuenta.  

De camino al auto, Gabriel intenta tomar a Daniela de la mano. El gesto es frío, brusco, y siente la sorpresa en los dedos de ella cuando empiezan a entrelazarse. El rostro de Daniela, sin embargo, no dice mucho, como si se hubiera desconectado del resto del cuerpo. A los pocos segundos, ella se desentiende haciendo el ademán de buscar algo en su cartera. Te equivocaste, se repite Gabriel en su cabeza y la brisa le hace sentir el sudor de la frente. “Está caluroso”, dice por fin mientras pasan frente a la plaza que está junto al restorán. Un grupo de padres primerizos juegan con sus hijos, los empujan en los columpios o están esperándolos al final del tobogán. Las mamás se reúnen, haciendo cofradías entre las embarazadas y las que no. Las embarazadas se sientan en los bancos y Gabriel imagina que conversan de tips de maternidad, de si le ponen música clásica o leen libros a los hijos que esperan. Llevan sombreros y vestidos similares que realzan la curvatura de sus panzas. Cuando pasan frente a ellas siente el peso de sus miradas sobre el abdomen plano de Daniela, que no las mira, como si en su mundo no existieran esas mujeres. Gabriel intenta verla como una de ellas, con un vestido floreado mientras discute posibles nombres o si será niño o niña, pero le es imposible dibujarla de otra manera y tal vez eso sea lo mejor, se dice. Al subir al auto echa una mirada a las piernas blancas y delgadas de Daniela y se convence de que esos palitos jamás hubieran podido aguantar el peso de una persona. ¿Qué pensará ella de mí?, se pregunta antes de echar a andar el auto.

Daniela pasa buena parte del trayecto mirándose en el espejo, revisando y repasando sus labios. “Estás linda”, dice Gabriel y prende la radio en medio de Once In A Lifetime de los Talking Heads. “Apágala, por fa”, dice ella de inmediato sin despegarse de su reflejo. “Me duele la cabeza.” Gabriel obedece y aprieta el botón justo cuando David Byrne está gritando “My God! What have I done?” y todos los edificios de Apoquindo se les vienen encima como si fueran a tragarlos. Siguen en silencio, el ruido de la calle sobre los neumáticos zumbándoles en los oídos mientras Gabriel pasa cambios, señaliza y frena. “¿Chicle?”, pregunta finalmente. Daniela lo piensa por unos instantes y responde no. “¿Segura?, igual tomamos y tú mamá…” Antes de terminar la oración, ella le arranca el paquete de chicles de la mano, saca dos y se los mete en la boca. “Ya, listo.”

Por el retrovisor los edificios empiezan a hacerse cada vez más diminutos, imperceptibles, y en su lugar aparecen casas con pequeños patios frontales protegidos por rejas con punta de lanza y perros que ladran a cualquier cosa que perturbe el ritmo de vida de esos barrios. Gabriel baja la velocidad a medida que los pasajes se vuelven estrechos y el pavimento más picado. Cuando tomaron la decisión, habían ido directo donde los papás de Daniela. Les dijeron que había sido una pérdida, que no había nada que hacer. “Ya veremos más adelante”, les dijo Daniela llorando. “Llama a tu mamá y dile que estamos por llegar”, dice Gabriel. “No”, contesta ella, “tocamos el timbre cuando lleguemos.” Él asiente, se le ocurre poner la mano sobre el muslo de Daniela y hacerle cariño. Puede sentir su piel helada y tensa. “Deberías haber comido algo más contundente”, dice. Ella no responde, tampoco hace ningún esfuerzo por alejarlo, lo deja estar ahí mientras mira por la ventana el paisaje de casas que parece estar en loop. “Tú tomaste mucho más que yo”, dice. Gabriel saca su mano y le pregunta a Daniela de qué está hablando. “Vino”, responde, “tomaste mucho más vino y no te metiste ningún chicle. Ni siquiera deberías estar manejando.” “Dani, perdón, no quise…” “Si sé”, responde ella, “pero ya da lo mismo, porque lo conversamos y ahora sigues.” Gabriel aprieta la mandíbula, pone ambas manos en el volante y mira de reojo a Daniela, luego a su vientre y piensa en las mujeres de la plaza, en sus cicatrices y la de Daniela. ¿Eran tan distintas?

Gabriel detiene el auto frente a la casa de los papás de Daniela. Ella está erguida en el asiento, mira a Gabriel y luego a la reja negra. “Ya, bajemos”, dice él, pero ella no se mueve. “Podemos irnos si quieres. Podemos volver al restorán y pedir un postre o un café. Incluso me banco a la Andrea Tessa o al italiano de turno, podemos ver las otras mesas, inventarles historias. Podemos contarle un cuento a tu mamá, que me sentí mal o qué sé yo.” Los ojos de Daniela se posan en el jardín que su papá empezó a llenar de flores después de jubilarse y que parece ser su único orgullo. De a poco va configurándose alrededor de ella el pasaje, la reja negra que los separa de la casa, la puerta de la entrada y el pasillo que va a la cocina donde seguro está su mamá. Pone la mano sobre su estómago y respira profundo. “No me equivoqué”, le dice a Gabriel mientras sale del auto. Él se queda sentado unos instantes. La puerta de la casa se abre y aparece la mamá de Daniela con una enorme sonrisa. Cuando Gabriel decide bajar, ambas están abrazándose. Un viento cálido le golpea la cara y desvía su atención a las flores de su suegro. En un par de veranos ya se va a haber olvidado de ese jardín, piensa antes de entrar.

 


 

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Mauricio Rojas

Escribo un poco para escaparme y otro tanto para encontrarme. También para llenar esos vacíos y poner en duda todo aquello donde se presuma certeza. Por último, escribo por contradicción, por impulso y por necesidad. En palabras de Lihn: “porque escribí estoy vivo”.

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