Las patatas Pringles llegaron a nuestros supermercados justo después del diluvio que  arrasó con gran parte de nuestro  barrio. Como consecuencia, a muchos de nuestros vecinos se los tragó la tierra.  Mamá decía que Dios castigó nuestro vecindario por ocupar esas tierras sin permiso y por robarnos la luz de los cables públicos; pero lo decía cuando papá no podía escucharla, que era casi siempre, y con el mismo tono del sermón de la misa a la que íbamos los domingos, mientras papá se iba a jugar bolas criollas. En aquella época, yo iba a la iglesia obligado.

Tuve mi primera cometa gracias a la predilección de mi papá por esas patatas. Los portugueses del abasto de la esquina hicieron una promoción donde regalaban una cometa roja, con la cara del señor del bigote en el centro, si comprabas tres latas. Cuando papá me la entregó pensé que la navidad se había adelantado. Aquel rombo con la cara de Pringles me sonreía; y esa sonrisa era la promesa de unas vacaciones de verano inolvidables.

Fito y Juancho, también obtuvieron una. Mamá nos hizo lazos de colorres: amarillo, azul y verde, para que pudiéramos distinguir nuestras cometas. Fito escogió el verde, que era su color preferido, Juancho el amarillo y yo el azul. Queríamos que las cintas de nuestras cometas bailaran en lo alto y ondearan la bandera de nuestra amistad.

Papá me preguntó si sabía cómo hacer volar la cometa y yo negué con la cabeza. Entonces dijo que me enseñaría. El domingo nos fuimos cerro arriba y estuvimos toda la tarde practicando hasta que mis dedos fueron capaces de jugar con el pabilo y mis movimientos se transformaron en giros de la cometa. También me enseñó a hacer las maniobras más importantes para evitar que chocase con nada. Era la primera vez en mi vida que pasaba toda una tarde jugando con papá. Pienso que aquel domingo, mi mamá se fue muy feliz a la iglesia, aunque yo no la acompañara. Creo que mi papá también estaba feliz, aunque no jugó a las bolas criollas.

La promoción fue un éxito, porque casi todos los niños del barrio tenían una cometa, aunque la mayoría no sabían cómo hacerla volar.  Las cometas atravesadas por alguna rama de árbol o colgando flácidas de algún camión comenzaron a ser parte del paisaje. También se comenzó a notar nuestra pericia en comparación con el resto de los niños del barrio. Fito era el mejor. Su cometa hacía piruetas y se movía alegre como si él estuviera haciéndole cosquillas con la mirada. Le pregunté dónde lo había aprendido, él se encogió de hombros y dijo que no sabía, que quizás en Youtube. Me dio curiosidad, así que fui al locutorio a buscar en Youtube, pero no había videos que pudieran enseñar lo que Fito hacía. Entonces concluí que él tenía un talento natural y que siempre sería mejor que yo. 

Juancho no tenía tanta destreza como Fito, pero sí la suficiente como para hacer volar su cometa por encima de la mayoría de las del barrio. Cuando subíamos al cerro nos seguían varios vecinos, cada vez más, todos deseosos de aprender o de disfrutar del espectáculo de piruetas.

Se corrió la voz a tal punto que papá vino un domingo con una cometa de repuesto y me abrazó. Me dijo que estaba orgulloso de mí. Nunca antes había dicho algo semejante. Después, mamá me contó que los compañeros de las bolas criollas lo habían felicitado, le habían dicho que su hijo tenía talento. Ese era yo.

El cerro donde levantábamos nuestras cometas bordeaba la frontera de lo que mi mamá consideraba seguro. Nosotros nos desplazamos unos metros más allá, que era dónde papá me había sugerido y ella lo había reñido por llevarme allí. Ella me repitió varias veces que no debía avanzar más lejos y la misma advertencia la tenían Fito y Juancho por parte de sus padres.

Nosotros éramos obedientes. No queríamos buscar problemas, pero los problemas vinieron a nosotros.

Aquel domingo nuestras tres cometas bailaban en lo más alto, rodeadas de un montón de vecinas que apenas alcanzaban alguna altura. Era una de esas tardes en las que quieres que el tiempo se estire y juegue también con el aire y con la cometa y con nuestras risas, que juegue y no avance. Eso pensaba hasta que aparecieron las cometas de ellos. Les habían tapado un ojo de la cara de Pringles y todas tenían cintas negras en la cola, hechas de ropas roídas.  Eran cuatro en total, todas dirigidas con movimientos expertos.

De forma instintiva recogí mi cometa y, con ella en las manos, me giré para verlos: parecían tener mi edad. Uno de ellos me sonrió y le faltaban dos dientes igual que un piano roto. Juancho y Fito también recogieron sus cometas. Cuando nos disponíamos a regresar a casa, ellos nos cortaron el paso y nos preguntaron si teníamos miedo. Dijimos que no al unísono, pero yo sí tenía mucho miedo.  El chico sin dientes era más alto que yo y su mirada asustaba. Juancho me dijo después que a él le había parecido lo mismo y Fito agregó que esperaba que no volviéramos a coincidir.

Encontré a mamá amasando un bizcocho para la merienda. Le conté lo ocurrido y me pidió que no volviera. Durante la cena mamá y papá discutieron porque él pensaba que yo debía hacerme hombre y aprender a defenderme, a lo que ella argumentó que me podían matar; papá respondió «¿Con una cometa?» y se rio. Ya no seguí escuchando; me asomé al balcón a ver la noche limpia, con el cielo lleno de estrellas.

Al cabo de un rato, papá también salió y se sentó a mi lado con una cerveza en las manos.  Me dijo que esperáramos un par de semanas, que durante ese tiempo no me acercara al cerro. No era algo definitivo, era solo para ver si los maleantes dejaban de ir. Eso dijo. Maleantes, así los llamó.

Le pregunté a papá qué era una estrella y cómo hacían para estar siempre tan quietas. —Son un montón de luz congregada en un espacio pequeño —dijo— y sí se mueven, solo que estamos demasiado lejos para notar el movimiento.

—Son ángeles —agregó mi mamá que también se había asomado al balcón.

Cuando transcurrieron las dos semanas, papá subió con nosotros. Aquella tarde fue maravillosa: jugamos, nos reímos y, de vuelta a casa, nos invitó a un helado. Mientras cenábamos, mi papá dijo que Fito era excelente con la cometa y, también, que los había visto. No dijo a quiénes, pero mamá y yo supimos que se refería a ellos. Son unos malandritos huelepega: inofensivos. Ese fue su veredicto.

La visita de mi padre al cerro y sus comentarios fueron suficientes para mamá y para los padres de Juancho y Fito. Pregunté por qué olían pega y la respuesta fue que así engañaban al hambre. No debería decirlo, pero eso me reconfortó.

Al domingo siguiente, las cintas verdes de la cometa de Fito serpeaban entre sus piernas mientras éste caminaba feliz hacia el cerro. Juancho, en cambio, llevaba las cintas plegadas como si no fuera a usar la cometa hoy.  Solo venía porque nuestros padres habían hablado y no quería que el suyo pensara que él era un cobarde. Le dije que los malandritos olían pega para tranquilizarlo. Me respondió un ahh vacío y sujetó su cometa con más fuerza.

Otros niños del barrio se sumaron, así que formamos un grupo de diez. Ellos eran solo cuatro con sus cuatro cometas piratas.

Habíamos decidido ignorarlos, total el cerro y el cielo son de todos.  De hecho, fue lo que hicimos, pero sus cometas comenzaron a atacar aquellas de los más novatos hasta derribarlas. Al cabo de una hora solo nuestras cometas y las de ellos seguían en el aire.  Entonces, ellos propusieron una competición: guerra de cometas. La que se queda en el aire gana. Nosotros tres nos miramos. Juancho dijo que él no iba a participar. Fito y yo aceptamos con la condición de que fuera dos contra dos.

Aquel domingo rugía un viento salvaje que alentaba los ánimos. El sin dientes se enfrentó a Fito, que estaba tan tranquilo como el día que fuimos a comer helado con papá. A mí me tocó de contrincante el más flacucho. Un niño de mi altura que miraba de reojo y tenía una quemadura en un brazo. Una especie de tatuaje de fuego.

Apenas comenzó la competición, la cometa del niño del tatuaje de fuego se abalanzó sobre la mía. Yo había aprendido a escapar y a atacar de vuelta, gracias a mi papá, pero igual pasé la mayor parte del tiempo evitando que derribara mi cometa. Fito, en cambio, devolvía los embistes. Todos nos íbamos moviendo hacia abajo mandados por el viento.

Se escuchó un trueno, de esos que anuncia tormenta; me despistó y mi cometa fue atacada, una y otra vez, con pequeños toques que la desnivelaban cada vez más. Yo la mantenía en el aire, pero no lograba tener el dominio de la situación. Me concentré tanto en la competencia que no me fijé dónde pisaba. Una vez en el suelo, con el raspón, el tobillo hinchado y la cometa rota, me preguntaba cómo le iba a explicar esto a mi padre; casi podía escucharlo decir «te ganaron por bobo». El raspón era de los que dejan costra, pero no me dolía tanto como la humillación. Ahora quería, con todas mis fuerzas, que Fito ganara.

El niño sin dientes movía su cometa con pericia y maldad a pesar del viento, pero Fito sabía defenderse. Yo iba cojo, así que me apoyé en Juancho para seguirles el ritmo. Gritaba y aplaudía como si mi vida pendiera del resultado. Si nosotros resultábamos los vencedores, yo lavaría mi vergüenza. Seguimos bajando, ya casi llegábamos a las calles comerciales con los puestos de comida ambulante y el cableado público.

La tormenta también se hacía inminente. Fito dijo «Va a llover. Últimos cinco minutos y si nadie cae lo retomamos el próximo domingo». «Hecho» respondió el sin dientes y atacó con fuerza. Las primeras gotas comenzaron a desestabilizar ambas cometas haciendo aún más difícil el manejo, tanto que Fito empezó a sudar y aquello solo ocurría cuando jugábamos fútbol. Nosotros, mientras tanto, seguíamos gritando y animando.

«Un minuto» dijo uno de ellos y la cometa del sin dientes se lanzó sobre la de Fito, pero de repente se frenó; justo a tiempo para evitar el cableado eléctrico, con los cables pelados de los que todos nos robábamos la luz, a tiempo para que su cometa no se iluminara como una pequeña estrella terrestre.

Fito no tuvo tanta suerte.


Verónica Avilés Calderón

Escribir me enfrenta a la vida. Es la dosis de humildad que necesita mi ego, la dosis de generosidad que necesita mi alma, la forma de mirar el mundo que me permite afrontar cada día como lo que es: un milagro. Soy la autora de la novela “Arena Negra” (Ed. Cuadranta, 2023) y coordinadora en Irredimibles.com.

Un comentario en «“Estrella Terrestre” por Verónica Avilés Calderón»

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