Me equivoqué y en lugar de iglesia tocaba sinagoga. 

Después de las vacaciones me cuesta aclararme y más si, en lugar de enviarme un contrato en condiciones, recibo un wasap dos horas antes de la ceremonia, con una ubicación y una palabra: circuncisión.

Desempolvé la menorá, le di un repaso rápido a la Torá, me pegué los bucles a las sienes y el sombrero a la cabeza y salí de casa. 

Camino del tren me di cuenta de que había olvidado el bisturí, si volvía a casa no llegaría a tiempo. Alguien tendría uno en la sinagoga, a las malas, me servían las tijeras del jardinero del rabino Moshe.

Hubiese preferido un bar mitvá, una boda, o un bautizo cristiano. Mejor agua que sangre y con mi pulso, pero este trabajo es así.

El tren iba de bote en bote y los seis brazos de la menorá se le clavaban a los otros viajeros en los sitios más insospechados, me alegré de que le faltara un brazo, un ojo menos que 

peligraba.

Antes era profesor de literatura, pero me quedé sin plaza. Ahora soy mercenario religioso, es un trabajo muy duro, te tienes que comprar tú todos los materiales, yo aprovecho la segunda mano, o a que se muera algún colega para hacerme con ellos. Cuando oficio una ceremonia cristiana me llevo mi propio altar portátil y las hostias de masa madre que preparo yo mismo.

Menos mal que ya no soy anacoreta, el desierto me costó un ojo de la cara y eso que no tenía ningún oasis y las dunas eran una birria.

Es curioso, cuando vas vestido de hombre de Dios a la gente le da vergüenza agredirte, aunque sus ojos digan que te partirían la cara con gusto.

Conseguí ponerme en un rincón, junto al asiento de una anciana que iba completamente vestida de amarillo, me acordé de una conferencia de Borges en la que decía que los ciegos ven colores y que él veía en amarillo, a esta mujer si descarrilaba el tren la encontrarían enseguida, hasta Borges. 

Con un hebreo impecable la anciana se ofreció a sujetarme la menorá. Lo agradecí.

Como pude saqué del bolsillo un resumen para hacer circuncisiones y  empecé a repasar.

Fue entonces cuando noté que la gente empezaba a murmurar desasosegada.

La anciana de amarillo dijo que ese no era el camino, al parecer el tren en lugar de tirar para Oklahoma City se dirigía hacia las montañas.

Dos chicas con pinta de fulanas gritaron “oh my god” y otras palabras que no entendí porque llevaban la boca llena de chicle. 

La anciana dijo que estaban preocupadas por su outfit.

Lo bueno es que el traje de rabino es versátil y vale para cualquier ocasión, otra cosa hubiera sido la sotana, si acabábamos en algún lugar agreste me habría despeñado antes que quitármela, nunca llevo nada debajo.

Una voz en cursiva dijo por el altavoz que tomábamos un desvío por culpa de la trashumancia, al parecer un rebaño de ovejas merinas se habían hecho fuertes en medio de la vía y no dejaban circular los trenes. 

El murmullo se transformó en un ruido insoportable. Fue la anciana la que blandiendo la menorá mandó callar a todos, dijo que era encantadora de cabras y pidió un teléfono con cobertura.

Yo pensé que quizás las ovejas y las cabras no atendían a los mismos encantamientos, pero mi oficio es dar esperanza no quitarla así que callé.

Por fin, en el primer cambio de sentido diéramos la vuelta en dirección, a Oklahoma City.

Cundió por el tren una oleada de alegría y de solidaridad que yo no había visto nunca: el hombre que iba sentado al lado de la anciana sacó de una enorme tartera un jamón de pata negra y empezó a cortar tiras finitas para todos, menos para mí. El jamón me encanta, lo como poco porque estoy pagando los plazos del altar y aún no he vendido el desierto. 

Me quedé con las ganas, no podía decir que era mercenario religioso, sobre todo con la anciana allí, parece que era inspectora de trabajo y yo si puedo no declarar no declaro.

Tuve que conformarme con los dos pepinos que me dió el hombre, me los comí con los ojos cerrados para no ver el jamón.

Después de almorzar, la anciana se puso a cantar a lo Billy Holliday, era cantante de ópera, pero se le daban bien todos los géneros, con su interpretación de “Mon cœur s’ouvre à ta voix” se me cayeron los bucles al suelo.

Cuando llegamos frente a las ovejas el tren paró. La anciana saltó al suelo con una agilidad increíble, confesó que de joven había sido contorsionista. Se acercó al rebaño y susurró algo en la oreja de cada una de las ovejas, incrédulos vimos cómo se iban quitando de la vía y colocándose en formación. 

Nos saludaron con un balido coral cuando el tren arrancó.

En la estación de Oklahoma City aplaudimos más de cinco minutos a la anciana. Todo el mundo le regaló alguna cosa: unos zapatos de tacón, una ristra de chorizos, un sombrero cordobés. A mí me quitó la menorá de las manos, parece que también era una ladrona. 

No llegué a tiempo a la circuncisión.


Atalanta

He querido ser un pájaro, un árbol, el viento, la lluvia, el rayo, el mar, el azul. Cuando escribo soy todo eso porque escribir es soñar despierto y te permite vivir mil vidas. Coordino el Club de Relato en Irredimibles.

Un comentario en «El mercenario, la anciana y el jamón»

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