En el Club de Relato de Irredimibles se dan cita autores noveles y autores con una menor visibildad, seleccionados por nuestro equipo de redacción. Todos ellos con amor por el género del relato breve.
Coordinado por Karim Ali y Atalanta
Con el relato que se puede leer a continuación, Marga Montes logró el accésit del XII Concurso de Relatos Escritos por Personas Mayores, organizado por RNE y la Fundación la Caixa.
En su lugar
Marga Montes Aguilera
Lo peor era el olor a semen, por lo demás el trabajo no estaba tan mal.
Una tarde lo dijo en la cocina y Mara sonrió mostrando sus dientes fuertes manchados de carmín y de nicotina y, como si le hablase a una niña, dijo:
—El semen no huele mal, Nela; Eso que notas, lo que no te gusta, es la miseria que se pega a las sábanas como escarcha.
Mara era la única que podía decir cosas así aún en presencia de la señora Li. La señora Li alardeaba de que su casa, si bien modesta, era discreta y limpia. Sin luces de neón en la fachada, sin nombres exóticos: no hacía falta, todos los que tenían que saber, sabían. Sin embargo, nunca se atrevía a replicar a Mara.
Nela tampoco lo hacía, pero seguía pensando que, para ella, el penetrante olor a rancio que persistía en las habitaciones cuando entraba a limpiar era el del semen, lo reconocía, olía como el miedo y los golpes. Sabía que en la casa de la señora Li eso no pasaba, nunca lo habría consentido pero el olor era el mismo.
Cada día cambiaba las sábanas de todas las camas y fregaba los suelos y los baños con detergente con aroma de pino. Nunca usaba lejía, a la señora Li no le gustaba que la casa oliese a lejía cuando llegaban los clientes. Después, preparaba la comida de las chicas, dejaba algo de cena y la cocina limpia antes de marchar. Ese era su trabajo.
Lo mejor, el tiempo que pasaba en la cocina.
Mientras trajinaba con los pucheros escuchaba las conversaciones de las chicas. Las que no tenían clientes, sentadas alrededor de la mesa camilla con los faldones rojos por encima de las piernas, mataban el rato charlando. En invierno, la cocina era el sitio más caliente de la casa y en verano, con la puerta abierta, corría el fresco desde el patio. A veces estaban alegres, otras no. Lloraban y reían con la misma facilidad. También discutían mucho. Algunas se quejaban porque las otras hablaban alto y no les dejaban enterarse de la novela. El televisor estaba permanentemente encendido en su rincón.
Mara era su preferida. Era la preferida de todas. Había llegado un par de meses después de que Nela empezase a trabajar allí. Cayó en la casa con la fuerza de un meteorito: grande y hermosa. Como el fuego que renueva los pastizales, algo fue cambiando en la cabeza de las chicas. A la señora Li no le gustó, sobre todo porque empezaron a protestar por cosas que antes aceptaban de buen grado. Llegó a decirle a Mara que si continuaba con sus arengas la tendría que echar. Sin embargo, también consiguió que se cuidasen más, les enseño a mantener el pelo limpio y brillante y la piel hidratada. Organizó las comidas y las horas de sueño y eso, a la larga, fue positivo para el negocio. La señora Li terminó por claudicar. Nadie sabía de dónde venía; se dijo que habían oído que decían que había sido maestra en el norte, pero que algo la obligó a marchar. Siempre hay algo que nos obliga a marchar, pensaba Nela. Mara nunca confirmó ni negó nada.
Le gustaba este trabajo. Limpiar era igual en cualquier sitio, estaba acostumbrada, lo había hecho desde que huyó, y aún antes. Pero aquí estaba bien.
Aquella tarde, a principios del invierno, Nela tomó su decisión. La carretera se había inundado con las lluvias y no llegaron los clientes a la casa. La señora Li maldijo pero, después, también se unió al chocolate con picatostes en la cocina. Mara sacó alguno de los libros que guardaba en su habitación y, como todas insistieron, leyó poemas en voz alta.
Los últimos vencejos revolotean
en torno al campanario
Los niños gritan, saltan, se pelean
Leyó.
Nela escuchaba atenta. De todos los libros posibles, de todos los poemas posibles, Mara había tenido que elegir aquél. Bajó la vista y, sin querer, sus ojos se posaron en las manos. Como si las viese por primera vez las descubrió: enrojecidas, con los dedos hinchados y las uñas agrietadas. Avergonzada, las escondió entre los faldones de la chaqueta.
—¿Qué son vencejos? —preguntó Dulce, la mulata cubana.
—Son como golondrinas— respondió Mara.
—Yo nunca he visto golondrinas—dijo la mulata.
—¡Hombre, no te habrás fijado, golondrinas hay en todos los lados!—replicó la señora Li.
—¡Ésta lo único que ha visto revolotear por el África será algún león!—bromeó Marisi, la Colores. Todas celebraron la broma y se pusieron a hacer ruiditos como los que hacen los monos en la selva.
—¡Qué Cuba no está en África, Colores, no seas burra! —replicó la mulata
—Las golondrinas se van de los campanarios, pero siempre vuelven en primavera para hacer sus nidos—dijo Nela.
Se quedaron calladas. El reloj de la pared marcaba las diez. El mecanismo que hacía que la puertecilla se abriese cada hora y saltase el cuco llevaba mucho tiempo sin funcionar. Nela sabía que adelantaba pero, aún así, ya hacía rato que había terminado su jornada y tendría que haberse ido a casa. Le pasaba a menudo, se resistía a salir de allí. Hubo un tiempo en el que ella leía poemas y los aprendía de memoria. También había un campanario y niños con tirachinas y cazamariposas. En esa plaza, la del campanario, creyó enamorarse y, allí mismo, le rompieron el corazón y la crisma.
¡Qué bien se estaba en esa cocina!
Nela rompió el silencio.
—Yo también quiero ser puta—dijo.
—No sabes lo que dices—le respondió Mara—tú no puedes ser puta.
—¿Por qué?—insistió—, es mejor ser puta que fregar.
—Porque no te gusta el olor a semen
—Pues ya me gustará. ¿Eso no se puede aprender?
—Todo se puede aprender, pero no todos servimos para todo.
La señora Li suspiró.
Nela se miró de nuevo las manos. No tenían los dedos finos de la mulata, ni siquiera, eran grandes y cálidas como las de Mara, tampoco llevaba las sofisticadas uñas tornasol de la Colores, las suyas no eran así. Sabía lo que quería decir Mara, los vencejos revolotean alrededor del campanario, los niños saltan y las manos suaves acarician los cuerpos; así era el orden de las cosas. Cada uno en su lugar, con lo que le toca. Sin embargo, en aquella casa, ese orden se le antojaba a Nela bastante perturbado y pensó que, si Mara y la mulata y la señora Li y las otras podían quedarse allí en la cocina, tomando chocolate y charlando, no había nada, ni siquiera esas manos, que a ella se lo fuese a impedir. Esta vez no tenía ningún motivo para marchar.