Nadie recuerda cuándo empezó Mario a sacar agua de la ría. Tampoco sabe nadie la razón de tanto esfuerzo, ni siquiera Mario.

—No podré secar el mar.

—Al menos lo habrás intentado.

El sol desayuna cada amanecer con Mario y se acuesta mucho antes que él. Mario tiene una gran responsabilidad y raciona sus descansos. Ni siquiera cuando llueve se detiene. Esa maldita lluvia que parece que viene a reírse de él con su ejército de gotas que saltan jocosas a llenar de nuevo el mar. Su tarea parece no tener fin y aún así resiste. Cubo a cubo, el agua vuelve a la tierra, su verdadera dueña. 

Solo cuando el sol quema reduce un poco el ritmo. El agua se evapora y el viento constante arrastra las nubes preñadas lejos de allí. Mario a veces ríe, a veces llora, imaginando los oasis en el desierto. 

—¿Y si de tanto vaciar el mar, acabo creando otro? ¿Y si el sol en verdad lo está ayudando a escapar?

—No pienses. Solo confía en el plan.

Los del pueblo piensan que Mario habla solo. No tiene tiempo de explicarles que son indignos de escuchar la voz. La voz que intimida pero acompaña. La voz que le enseñó a hablar.

Cuando una mañana oyó por primera vez en muchos años una voz distinta, pensó que era también incorpórea.

—Ven conmigo, Mario.

A su lado, una voz dulce como el agua del bosque discurría por una mano pequeña y Mario, sin saber muy bien por qué, se dejó llevar.


Virginia Martínez

Ginimar de letras es el seudónimo de Virginia Martínez. Licenciada en Bellas Artes, fotógrafa y diseñadora gráfica freelance. Eterna aprendiz de ilustradora y de cuentista. Poeta a tiempo completo. La naturaleza es mi patria y mi religión. Siempre tengo los ojos o la cabeza en los libros o en las nubes, y un gato en el regazo.

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