“Tan profundo como el Yangtsé”, por Marisol Moreno Beteta

Lago-yangtze
Lago-yangtze

La primera vez que se dieron cuenta de que su vida podía ser un pequeño infierno, fue un día en el que las chicharras no paraban de cantar. Habían pasado la tarde bañándose en la laguna. Tuvieron que disimular y separarse porque por aquel entonces, no se podían bañar las mujeres y los hombres, aunque estuvieran ya comprometidos. Esos guardias morales, que campaban en libertad como los jabalíes por Valencia comiéndose las mandarinas, podían hacer lo que quisieran con las personas de a pie. Intentaron razonar con uno de ellos, pero como buen jabalí, se molestó y tuvieron que salir corriendo del agua, cada uno en una dirección para que no les atacaran, con todo el peso de la ley moral, que tenían de su parte.

Después de esta lucha por su amor frente a la autoridad, se dieron cuenta de que lo suyo iba  en serio. Así que decidieron volverse ya para el pueblo y tomarse una gaseosa Patiño fresquita en el bar de Romo, el único bar que había abierto. Cogieron la Vespa y se fueron por el camino polvoriento, lleno de baches y piedras con la ilusión de continuar la tarde de forma agradable. Iban tan emocionados con poder estar los dos juntos un rato más, que él puso la Vespa a la  máxima velocidad y no se dio cuenta de que lo hacía justo en el peor tramo del camino, donde la reina de las piedras, gigante y suntuosa, coronada por guijarros afilados, arremetió contra la rueda delantera, con tanta violencia, que salieron los dos volando por los aires.

Se pusieron en pie, magullados, doloridos, muy contrariados y sin decir una palabra, vieron una grieta en el neumático de la rueda. Era una grieta profunda y larga como el río Yangtsé y se quedaron obnubilados mirándola. Jamás habían visto nada igual. Juntaron sus cabezas para mirar aquel fenómeno y entonces apareció su futuro delante de ellos. Ella vio una casa enorme que había que limpiar a diario. Cinco hijos que alimentar. Una madre mayor dolorida con reuma. Trabajo, mucho trabajo. Trabajo fuera de casa. Trabajo dentro de casa. Todas estas cargas se le juntaron en la garganta y pegó un grito tan fuerte que las chicharras dejaron de cantar, asombradas por la potencia de esa voz,  y tras unos segundos de silencio, comenzaron a aplaudir. Tras el grito, salió su cuerpo detrás y se puso a correr lejos de la grieta, lo más lejos de ese futuro. No quería tanta responsabilidad, se había visto ayudando a otras mujeres trayendo hijos al mundo. Se había visto educando a esos mismos niños en la escuela, se había visto poniendo inyecciones a personas de todas las edades y se había visto barriendo la puerta, yendo al mercado, conduciendo un coche por un camino entre las viñas, madrugando para pedir la vez en la pescadería los jueves, organizando la vendimia en otoño y ella que todavía no había cumplido los diecinueve años, pensó que esa vida iba a ser muy dura, aunque cierta emoción le recorrió el estómago. No sabía que podía hacer tantas cosas ni tener tantas habilidades.

A él tampoco le gustó lo que vio. Se había imaginado viviendo en Valencia feliz como los jabalíes con las mandarinas; yendo a la playa lejos de guardias morales laguneros. Había pensado en trabajar en un hospital grande; por la tarde, a la salida del trabajo, ir a un club de poesía; y al anochecer dar una vuelta con su mujer, cogidos de la mano, recitando sus nuevos versos compuestos especialmente para ella. Pero la grieta le rompió todos sus planes. Allí vio claramente que su vida no iba a ser así. Vio que se quedaría para siempre atrapado en ese pueblo, rodeado de obligaciones y problemas. La poesía no aparecía por ningún lado. Él buscaba en la grieta la magia de los poemas, tenía que estar por ahí, por algún sitio, así que se lanzó al Yangtsé a buscarla. El agua estaba muy fría. El impacto fue terrible. Casi se ahoga. No veía nada. Había mucho cieno, como el de la laguna y decidió que sin poesía no quería vivir. La vida no merecía la pena sin poder expresarse en versos cortos, así que se dejó morir allí, dentro de aquella grieta, tan lejos de su casa.

No sabría decir cuánto tiempo pasó en ese estado de muerte <<versátil>> cuando notó que alguien le agarraba de la cabeza y tiraba hacia arriba. Se sintió nacer allí de nuevo. Pensó “Cuidado con la cabecita del bebé” y después de unos buenos azotes en el culo, empezó a llorar. Cuando abrió los ojos, la vio a ella:  a su amor, a su salvadora, a su mujer.  La madre de sus hijos. Cuando recobró la palabra dijo: “A ti esto se te da muy bien, Aurelia, tienes que hacerte matrona. Y yo voy a escribir poesía en mis ratos libres”.


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