Ginimar de Letras | 15 de Agosto de 2022

Yo soy más de montaña que de mar, más de bosque que de playa, pero tras leer Bajo el viento oceánico de Rachel Carson, tengo la sensación de que conozco el océano en profundidad, de que yo misma soy una criatura marina. En el fondo no me sorprende, porque la colección Libros salvajes de Errata Naturae tiene la habilidad de acercar la naturaleza a sus lectores de una forma intensa, muy parecida a la experiencia real.

Rachel Carson (1907-1965) fue bióloga marina y una de las precursoras del ecologismo en Estados Unidos. Considerada una de las mejores escritoras de nature writing del siglo XX por su capacidad de ver, imaginar y transmitir la vida; leer a Rachel Carson es cambiar nuestra percepción del mundo natural y nuestra forma de relacionarnos con él. “Gracias a ella comenzaron a consolidarse los movimientos ecologistas, se instauró el Día de la Tierra, se fundó la Agencia Estadounidense para la Protección Ambiental y se realizó una nueva legislación para regular el uso del DDT. Por todo ello Rachel Carson fue galardonada a título póstumo con la Medalla Presidencial de la Libertad por Jimmy Carter.

Pocas obras han influido tanto en la moderna conciencia ambiental como los libros de Rachel Carson. Entre ellos destacan El mar que nos rodea, galardonado con el National Book Award, y Primavera silenciosa, en el que denunció las nefastas consecuencias del uso de pesticidas; pero de todos ellos, Bajo el viento oceánico fue siempre su preferido y el de muchos de sus lectores, y se ha convertido también en uno de mis libros favoritos.

Escrito en 1941 pero inédito en castellano hasta 2019, Bajo el viento oceánico aúna ciencia y literatura para acercar el prodigio de la naturaleza al lector. Su autora describe la vida de los animales (principalmente peces, aves y mamíferos, pero también crustáceos, moluscos y anfibios) que comparten un mismo hábitat (la línea imprecisa que une el mar y la tierra con el cielo), con una voz íntima y poética pero rigurosa que consigue trasladarnos a otra realidad: la de cada uno de esos seres vivos que, como nosotros, forma parte de la naturaleza, una naturaleza de la que nuestra especie se cree dueña pero de la que solo somos un componente más.

Rachel nos hace percibir el entorno con los sentidos amplificados: “Habría hecho falta el oído más aguzado para captar el sonido de un cangrejo ermitaño que arrastraba su casa-caparazón por la playa, justo por encima de la línea del agua: el barrido delicado de sus patas en la arena, el rechinar agudo al arrastrar su propio caparazón sobre el de otro animal; o para haber distinguido el tintineo de las gotas minúsculas que cayeron cuando una gamba, perseguida por un banco de peces, saltó del agua. Pero esas eran las voces nunca oídas de la noche en la isla, del agua y del borde del agua.” 

Nos pone en la piel de sus múltiples protagonistas, nos hace sentir el peligro inherente a la propia vida y comprender la utilidad de la muerte: “Cada hembra (del sábalo) ponía, en una temporada, más de cien mil huevas. De éstas, quizá sólo una o dos crías sobrevivirían a los peligros del río y el mar, y volverían, llegado el momento, para desovar, pues esa selección despiadada es la que mantiene las especies bajo control.

En sus páginas los acontecimientos se suceden sin pausa y sin aviso, como la vida misma. Rachel nos hace partícipes de la tensión que supone vivir (y especialmente criar) en libertad:  “El escribano estaba encantado con la luminosidad y el calor del mediodía, y no se dio cuenta de la sombra que se interpuso entre él y el sol cuando Kigavik, el halcón gerifalte, cayó desde el cielo. Plateada no oyó el canto del escribano ni fue consciente de su repentino cese, como tampoco se dio cuenta de que una única pluma caía aleteando casi a su lado. Estaba observando un agujero que había aparecido en uno de los huevos. El único sonido que oía era un fino graznido, como de ratón, el primer chillido de su polluelo. Cuando el halcón gerifalte llegó a su nido, colgado en un risco que daba al norte, hacia el mar, y dio de comer el escribano a sus pichones, el primer pollo de correlimos estaba ya fuera de su cascarón y otros dos huevos se habían agrietado. Por primera vez, un miedo pertinaz se instaló en el corazón de Plateada, el miedo a todo lo salvaje, el miedo por la seguridad de sus crías indefensas.

Pero la autora también nos ayuda a imaginar las consecuencias imprevistas de cada muerte: “Mientras caía la nieve sobre los huevos, aún calientes, y el frío severo y constante de la noche los atenazaba, el fuego vital de los diminutos embriones ardía a baja intensidad. Las corrientes carmesí surcaban más despacio los vasos que transportan la sangre desde las yemas, donde estaba el alimento, hasta los embriones. Al cabo de un rato, decayó y, finalmente, cesó la febril actividad de las células que crecían y se dividían, volvían a crecer y a dividirse para formar huesos, músculos y tendones de búho. Las palpitantes cavidades rojas que había bajo las enormes cabezas dudaron, latieron de forma espasmódica y se aquietaron. Los seis proyectos de búho quedaron muertos en la nieve, y con su muerte, quizá, cientos de lemmings, perdices nivales y liebres árticas que aún no habían nacido tuvieran más oportunidades de escapar de la amenaza que representaban aquellos seres alados.” 

Leer a Rachel Carson despierta nuestros sentidos como el primer frío del otoño despierta en los animales el instinto de migración. Nos ayuda a valorar toda forma de vida y, a su vez, a aceptar la muerte, a apreciar la belleza de la existencia tal como es:

Pero pronto llegaría un día en el que, de nuevo, las bandadas se lanzarían al aire; esta vez, para dirigirse al sur, hacia el horizonte neblinoso en el que el cielo se fundía con el mar. Seguirían rumbo al sur, a lo largo de más de 3000 km de océano, desde Nueva Escocia hasta Sudamérica. Las verían los hombres desde sus barcos en mar abierto, volando en un trayecto rápido y recto cerca del agua, como quienes conocen su destino y no sufren de nada que los desaliente. Algunos, quizá, caerían por el camino. Algunos, viejos o enfermos, se apartarían de la caravana y se arrastrarían hasta algún lugar solitario para morir; otros serían víctimas de los cazadores, que desafiarían la ley por el capricho de detener en pleno vuelo una vida valiente y ardorosa; otros más, tal vez, caerían agotados al mar. Pero no había conciencia alguna de fracaso o desastre entre la multitud en movimiento que volaba entre dulces trinos a través del cielo septentrional. En ellos ardía, de nuevo, la fiebre de la migración, que consumía con sus fuegos los demás deseos y pasiones.

El libro, estructurado en tres partes (El borde del mar, El camino de la gaviota y El río y el mar), incluye un glosario que es imprescindible pero que sería de mayor utilidad si incorporara imágenes para ilustrar los seres a los que hace referencia. En cada una de estas partes toman un protagonismo especial algunos animales concretos a los que seguimos en el viaje de la vida desde su nacimiento hasta su muerte, que sentimos como propia por un instante. Esa capacidad de la autora para que nos sintamos identificados con seres tan diferentes a nosotros es, en mi opinión, el mayor valor del libro. Todos los seres vivos sufrimos y todos tenemos derecho a vivir con dignidad. Cada vida importa, por pequeña que sea, y a la vez (aunque parezca contradictorio) cada muerte es insignificante, porque todos los seres vivos estamos conectados y nada muere, solo se transforma. “Uno muere y otro vive, al transmitirse en cadenas infinitas los preciosos elementos de la vida.” 

He centrado esta reseña en la primera parte del libro donde las aves que la habitan son sus principales protagonistas. Los siguientes capítulos hacen más hincapié en las vidas acuáticas y seguiremos de cerca, entre otros, a una caballa y a una anguila, que en las primeras etapas de su vida son tan solo un miembro de la comunidad a la deriva que conforma el plancton. Estos seres minúsculos son un reflejo a pequeña escala del universo, “un río de vida inmenso que va expandiéndose, el equivalente marino del río de estrellas que surca el cielo, la Vía Láctea.”, porque en la vida todo está interrelacionado y todo es repetición.
Para saber qué se siente al ser una criatura marina (o una estrella del firmamento) os insto a leer Bajo el viento oceánico, porque leer a Rachel Carson es una experiencia tan real como transformadora: “Es difícil imaginar un lugar más raro en el que empezar la vida que este universo de cielo y agua, poblado por extrañas criaturas y regido por el viento, el sol y las corrientes oceánicas.”


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