El sardinel discurre casi recto, casi limpio. Es una costura gris, entre la calzada, de un concreto que subsiste como marco de grandes huecos en el piso, y un andén, por igual roto, desigual, desangelado. En él todo es a manchas: de musgo, de polvo, de cemento, de sangre. Algunos adoquines, desnivelados y despicados a balazos, muestran un poco del dibujo minucioso, geométrico, con que fueron instalados. 

El andén repta, sube y baja, se quiebra, pero sigue uniendo las casas de este lado. La fachada de mi casa, de un rosa desvaído, se conecta con la fachada de la casa vecina, de un verde muerto. Mas allá, dos casas blancas, sucias, ya amarillando por el sol, el polvo omnipresente y la lluvia. Unos pasos sobre el andén para llegar a una pared ahumada, lacerada, rota, soportando apenas los restos de un techo de teja de barro y vigas de madera, como muñones. ¡Como ardió esa casa, con ellos adentro!

Todo este lado de la calle se ha vestido de agujeros, de cientos de hoyitos producto de balas y cuchillos, hierros aguzados, palos, piedras… En muchos de ellos los insectos y los hongos han cerrado filas para defender la vida, multiplicándose. Yo, ocupante forzado, no tengo más deseo que abandonar esta casa. Pero cuán solos estamos ese deseo y yo…

En la acera del frente queda Marte. Solo siete metros, siete pasos largos que nadie se atreve a caminar. Siete años luz para llegar a un planeta yerto. En este lado, cuatro casas vivas y una muerta; en ese lado, cinco ruinas. Diez casas hubo, con diez árboles, diez familias con niños y con perros, diez epopeyas diarias… La violencia empezó en una esquina, por una riña: “¡Pongo el sonido al volumen que me dé la gana!”. Y se propagó rápido, saltó de un lado a otro.

 De una casa del frente salió la primera bala. Rompió la tela, la bocina, la madera… nada. Ni siquiera destrozó el mueble, ni siquiera calló la canción, ni chispas hubo. La segunda bala partió de este lado. Perforó un cráneo, hizo el primer hueco en las paredes. Cuando el muerto cayó sobre la acera nació la primera mancha roja de mi calle. Y recordé, mal, al poeta: “Sobre el ojal de sangre de mi cabeza, la flor que yo te dejo no se marchita…”

Después, del otro lado, alguien cortó los árboles. No fue esa noche, creo, no lo recuerdo. Pero si fue pronto. En silencio al sol dejaron secar las ramas y los troncos, en silencio de luna los apilaron sobre la puerta y las ventanas, sobre la cubierta de la casa del homicida. Vistieron de fuego la madera y esperaron. Cuando los ocupantes trataron de salir, con piedras y con palos los mataron. Las rocas rompieron vidrios y desconcharon muros. Más huecos colonizando las paredes. “Un lamentable caso de intolerancia”, dijeron los periódicos; “una investigación exhaustiva” prometió el alcalde. 

De este lado termina mi barrio. Al frente, separados por una frontera de aire, es otro barrio. Un “proyecto social humanitario”, “una nueva patria para los reinsertados”. Llegaron con su pasado, sí, y con cansancio de guerra, desarmados. Con sueños de futuros tranquilos, de mañanas florecidas, como los árboles que más tarde cortaron. 

De este lado había prado, agua corriente, televisión, despensas llenas. Y temor. Y desconfianza de los recién llegados. Y “nadie nos va a defender si ellos atacan” y “asesinos, eso nos han puesto por vecinos”. Mi padre, y las tres casas, cuatro dineros que compraron armas y dispararon. Murieron otros cuatro, y se incendiaron dos casas al otro lado. Los demás se fueron. 

“Ganamos”, dijo mi padre, disparando sobre otra pared del frente. Sus vecinos lo imitaban. Una noche, una lluvia de rocas rompió las lámparas de la calle. Mi padre, valiente detrás de su pistola, salió a la puerta, a insultar y disparar para matar las sombras. Bastó una botella con una mecha encendida. Mi viejo, el capitán, amigo del alcalde, ardió como las casas muertas.

Luego, los días fueron nuestros para cazarlos, las noches fueron de ellos, para matarnos. Hoy quedo yo, y cuatro casas vacías. No tengo más balas, no hay comida. Y la noche se acerca… 

Orlando Salazar

Un comentario en «Frontera de Aire, por Orlando Salazar»

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