“El cementerio de San Mittre” por Marisol Moreno Beteta

El día en que bebí por primera vez el licor de pera ofrecido por Melisa, conocí realmente la magia de este lugar. Matarme, me mató, pero al mismo tiempo, me hizo inmortal.   

Yo tendría unos trece añitos cuando lo probé y ya había cometido todas las atrocidades que se pueden cometer en una ciudad no muy grande como Plassans. Mi padre estaba desesperado y empleaba su poder y su dinero en tapar mis crímenes, que cada vez eran más siniestros y escandalosos. 

Todo empezó cuando mi querido padre, el ilustrísimo alcalde de la ciudad, inauguró el nuevo cementerio, en el lado opuesto de donde se situaba el viejo de San Mittre. Para ese año, el viejo cementerio llevaba ya bastante tiempo cerrado, pero yo tenía acceso a la llave gracias al puesto privilegiado de mi padre. 

Lo particular de este cementerio es que en lugar de cipreses, hay perales enormes de brazos retorcidos y de nudos monstruosos. Fueron traídos desde Senegal por el mismísimo Michel Adamson, botánico famoso natural de esta villa. Él, en persona, dio instrucciones para que estos perales se plantaran en el cementerio por sus propiedades facilitadoras de paso entre el mundo de los vivos y el de los muertos.

Creo que aprendí a trepar por estos perales antes que a caminar y devoré sus frutos con ansia y pasión incluso antes de tener dientes. Mi padre culpa a estos perales de todo lo perverso que él ve en mí, por eso tiene tantas ganas de derribarlos, de quemarlos, de destrozarlos como le gustaría hacer conmigo si pudiera. Pobrecito, mi padre querido, qué tonto nació. Bueno, no sé si nació tonto o se hizo así después, con esa pomposidad con la que trata a las personas ricas y poderosas. Por eso, los perales siguen ahí, porque no quiere enemistarse con los poderosos.  Bueno, da igual, sigo. 

En este cementerio se han enterrado ilustres caballeros, como el citado Michel Adamson o el escritor y filósofo Jean-Baptiste de Boyer, que difundió como el que más, las ideas de la Ilustración. También está Antoine Raymond Joseph de Bruni, caballero d’Entrecasteaux, nada más y nada menos que el oficial naval conocido por cartografiar las costas de Nueva Zelanda, Nueva Caledonia, Tonga y parte de la costa australiana. También hay compositores de ópera y algún que otro pirata del caribe, pero yo me muero por los más ilustres. Cuanto más ilustre, más me cebo con su cadáver. Me encanta mancillar sus cuerpos, arrancarles las tibias y colgarlas en los brazos retorcidos de los perales; jugar a los bolos con sus calaveras y gritarles obscenidades para que sepan lo que es bueno. No es por quitarme responsabilidades, pero si el tonto de mi padre me hubiera prestado más atención a mí en lugar de a ellos, quizás, sólo quizás, yo no les tendría tanta inquina. 

Por supuesto, que he matado a muchos pueblerinos pazguatos y nada ilustres, pero lo he hecho siempre sobre las tumbas de aquéllos y además he dejado mi firma sobre la tierra removida de la tumba, para que mi padre supiera que había sido yo y que se afanase en tapar mi crimen. Pobrecito, qué tonto es el pobre. La verdad que no sé qué es lo que más me molesta de él si su tontería o su arrogancia. Yo notaba desde muy pequeño, cómo me miraba con desconfianza y no me dejaba subirme a los perales. Sólo verme, le ponía muy nervioso y enseguida se alejaba de mí como si yo fuera el auténtico diablo. Quién sabe si nací diablo o él me hizo serlo por su desconfianza. En fin, da igual, no voy a cambiar ya.  

Fue al espíritu de Michel Adamson al que se le ocurrió la idea. En cuanto conoció los poderes de Melisa, la hechicera gitana que habla con los muertos con más facilidad que con los vivos, le dio la receta para elaborar el licor de pera senegalesa y la convenció para que me lo diera a beber. Fue así cómo me mató y llevó mi alma frente al tribunal de los ilustres caballeros. Si hubieran tenido el  cuerpo a mano, me habrían linchado, pero afortunadamente, sólo estaban presentes sus almas y la mía y entre espíritus no hay golpe posible, nada más que el moral, y como yo de eso me liberé hace mucho, pues nada, como el que oye llover. 

Que si no me merezco tener alma, que si soy peor que una piedra, que si supieran la receta para eliminar mi alma para siempre, me la harían tragar, que si…, bueno, cosas así me decían. Y yo mientras tanto, no paraba de reír. Me acordaba de sus tibias colgando de los perales, de sus calaveras rodando por el suelo, en fin, que yo entiendo que estén enfadados, pero que ahora qué. Pues que esto era sólo un aviso, porque el licor del peral senegalés, me mató sólo un rato, justo lo necesario para echarme la bronca y para exigirme que cambie de vida, que les deje en paz de una vez. Me han amenazado con hacerme cosas que a mí no se me habrían ocurrido jamás. En eso se nota que son personas de mundo y saben más que yo, así que he vuelto con más ideas que antes de morir. Oye, qué rico está ese licor y ahora no puedo vivir sin él y menudo viaje. Qué ganas tengo de contárselo a mi padre, qué disgusto se va a llevar, el pobre.


Un comentario sobre «“El cementerio de San Mittre” por Marisol Moreno Beteta»
  1. Me encanta tu texto Marisol, por un lado porque a pesar de ser de miedo tiene cierta ternura, quizás la del padre por tapar lo que hace el hijo, aunque parece que también lo hace por él. Y ese juicio de almas es genial. Habrá que tener cuidado con esos perales. Enhorabuena

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