Juré ese mismo día en que el reloj se detuvo a las 22.10 que me iba a vaciar de vos; que esa herida enorme y punzante que me provocó tu partida, tarde o temprano iba a cerrar, ya fuera a fuerza de echarle sal o embadurnándola con azúcar. Ya sé: olvidé esta cicatriz impertinente que persiste trayéndote al presente como al descuido, como si fuera una broma absurda o una serendipia maldita.
Cuando te fuiste, lo primero que hice fue deshacerme de todo lo que me recordase tu persona. Vos sabés bien que existen decisiones que hay que tomar en caliente para que duelan menos. Es como reanudar la marcha luego de una caída: hay que hacerlo de inmediato y sin pensar, con la sangre aun pulsando, febril, intentando abrirse paso por las venas que se colapsan a pesar de sí mismas.
Rehuirle al dolor.
Creo que es lo que todos hacemos por instinto. Esquivar la herida, y si no es posible, anestesiarla de cualquier modo; como los suicidas saltando al vacío y ese acto reflejo, impensado, de taparse el rostro, cubrirse la cara para que duela menos, para no enfrentar el impacto. O quizás es un volver a esa inocencia infantil en el que cerrar los ojos garantizaba que uno desaparecía y el derredor se esfumaba. Hay algo de todo eso en el instante en que todo acaba y el círculo se cierra dejándonos de nuevo en algún lugar cercano a ese principio, que está tan lejos.
Sí, lo sé; tu ausencia provoca esto que se asoma a veces por mi garganta y trepa despacio por mis sienes hasta invadir mis pensamientos más mundanos. Y es que te encuentro en lo cotidiano, escondido en la bolsa azul donde guardo las medias tuyas que perdieron su par y renguean en silencio.
Yo también estoy renga; es más: yo te rengueo.
Sabés que no soy afecta a los bastones ni a las ayudas misericordiosas. La pena ajena me avergüenza. Prefiero esta llaga cerrada pero vívida. «Orgullo mal entendido», solías decirme. Probablemente tenías razón, pero …no, no lo aprendí a su debido tiempo y así, entre el orgullo y la renguera, se me pasan los días. Goteándose uno tras otro, como ese grifo que por las noches me recuerda « ploc, ploc, ploc » que vos ya no estás para repararlo.
Es curioso, ¿verdad? Parece que el grifo llorase como intentando vaciarse del recuerdo de tus herramientas rodeando su vástago para ayudarlo a contener las gotas que también son su llanto. Otra vez eso del fin en el principio en unión perpetua. O quizás al grifo le duelen sus gotas, entonces llora. ¡Vaya uno a saber! Grifo llorón y encima rengo.
En cambio, yo ya no lloro. A decir verdad, nunca te lloré, simplemente me vacié de todo de vos. O casi.
Primero vino ese sobrino tuyo que tanto se te parece, José, ese. Ese se llevó tus trajes, incluso el príncipe de Gales que te hiciste a medida para la boda de la nena, ese que todavía tiene tu aroma impregnado en las solapas. Luego tus hermanas expoliaron nuestras fotos familiares y el anillo que me dio tu madre para nuestro compromiso. «La aguamarina de mamá» me reclamaron y yo se las di; porque, así como estoy, casi vacía y toda renga de vos, no sirvo para discutir.
Después llamé al Ejército de Salvación y se llevaron todo lo demás, o casi. El frasco de tu perfume favorito, no. Tu olor no pude resignarlo por entero. Confieso que por las noches abría el placar y buscaba la cajita negra. Todavía tenía el celofán abrigándola con ternura. Recordaba tus dedos morenos abriendo con delicadeza el envoltorio. ¡Cómo te gustaba el papel celofán, su ruido de grillo «cri cri cri», la pureza de su transparencia, la lealtad que tenía para conservar los aromas!
Yo, con mi torpeza renga, ajaba el papel y destapaba la botellita cada noche, solo para tenerte más cerca. Era como volver al principio. Un antídoto contra la soledad que llena este vacío de vos y arrasa con todo, goteándose por doquier, haciendo llorar grifos y renguear medias.
Y ahora vos acá, otra vez, filtrándote por doquier. Y la foto de perfil de whatsapp de José luciendo tu traje príncipe de Gales, y el mensaje de voz del técnico del lavarropas explicando que el chillido cricrí no era culpa de los retenes sino de tres medias huérfanas, perdidas tras el tambor del artefacto que extraña los embates de tus herramientas.
Y mi torpeza estrellando tu frasco de perfume contra el suelo y vos resistiéndote a vaciarme, inundando con tu olor mis narinas y pulmones.
Y yo rengueándote «ploc, ploc, ploc», y ese grifo que no se cansa de llorar.
Y tu olor y este vacío y este dolor.
María Fernanda Valdez IMAGEN: "Lavabo y Espejo" de Antonio López
La sensación es simple y compleja a la vez: «Todos los ríos del relato van al mar», pensé.
Esto es un descubrimiento:
Como siempre, ¡los rusos y los americanos se quedan todos los méritos!
Como siempre, ¡el patriarcado se queda todos los méritos!
Recién ahora me entero de que Nabokov es una chica; y de que, por más señas, ha nacido en Argentina.
Qué buena tu lectura Daniel!! Gracias por pasarte por nuestro rincón.
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