Jorge Eliécer Pacheco Gualdrón (Bogotá, 1987) Magister en educación y licenciado en español y literatura. Ha participado en diversos eventos académicos y artísticos y ha publicado variedad de trabajos de investigación y creación literaria en revistas como Narrativas, El Espectador y Rastros Rostros. Lidera múltiples proyectos pedagógicos en colegios de la región para utilizar la literatura como recurso pedagógico.
TRAMPA PARA RATAS
Daréis en cambio, por saldar la deuda,
Una libra cabal de vuestra carne.
Shakespeare, El mercader de Venecia.
Camila había llegado a su vida como una brisa fresca irrumpe en el desierto. La vio por vez primera en el café Gris; él reseñaba unos documentos sobre el suicidio de un escritor contemporáneo y alguien dijo que ella podía darle información. Nunca fue tan feliz. La primera vez que la visitó en su casa ella prometió contarle todo lo que sabía del asunto. Sin embargo, nunca llegaron a hablarlo.
La casa no era grande. Paredes blancas, techo sobrio y oscuro, y millones de ratoneras en el suelo. Todo esto hizo que diera un paso atrás cuando ella lo invitó a entrar. “Si no hubiera visto el sillón, —me contaría después—, nunca hubiera conocido su cama”. En otra habitación, frente al cuarto principal, la arrendadora tenía sus trastos personales. “Nunca he visto qué hay”, le decía ella cuando en el lecho los ojos de su amante se abstraían en la puerta. “¿Y si la abrimos?”, opinaba él. “No es necesario”, decía Camila ocultando, tal vez, un horrible secreto.
Más que las trampas para ratas en el suelo, a Miguel siempre le intrigó la maldita costumbre de citarlo en casa únicamente los martes y los viernes hasta las siete. Era como si algún hechizo se rompiera a esa hora y Camila se convirtiera en un ser terrible. Cuando su relación empezó, ella se lo advirtió en seguida: “Nos veremos, en mi casa, los martes y los viernes desde la hora que quieras hasta las siete; fuera de ella, en cualquier momento”. Al principio, Miguel creyó que era broma; pero, poco después, comprobó que debía cumplir la norma sin chistar.
Un martes Camila se levantó del sillón, un mueble bajo y viejo. “¿Quieres café?” Echó agua en una jarra metálica, encendió el fogón, y mezcló los granos. Habían pasado meses desde el día que se conocieron. Puso las manos en la cintura: “¿Recuerdas eso que dijiste de las ratoneras?” Cuando Miguel entró a la casa por primera vez y vio el río de trampas para ratas en mitad de la sala no se mostró interesado. Esquivarlas era toda una odisea; pero pronto se acostumbró a ellas como quien aprende a vivir con un moretón en la cara que nunca sana, o con algún dedo de más. “Claro, dije que debías formar un camino para poder pasar sin problemas”. “Cual Moisés”, dijo ella riendo. Sus manos tomaron la jarra y la sustancia negruzca resbaló hasta dar en los pocillos azules. Tiró de las orejas a las tazas y, cada una en una mano, salió dando pasos pequeñitos.
Charlaron un rato, Camila rió, como de costumbre, y mirando el reloj de pared anunció que ya eran las siete, hora de despedirse.
Cada vez que Miguel partía, la sospecha desafiaba su cordura. Surgían las mismas preguntas: ¿Seré sólo el hombre martesyviernes? Imaginaba las deplorables visitas de otros hombres: ¿Se reirán de mí? Y se escarbaba el cerebro sospechando las más terribles escenas de traición. Entonces, ideó un plan. Se quedaría más tiempo de la hora permitida. Se convertiría en los granos de café que ella bebe, en el sillón donde se sienta. Y si es necesario, irá a su casa todos los días de la semana. ¿Qué busca Miguel? ¿Qué intenta descubrir? Como última medida, decide visitarla al día siguiente.
Camila empujó el portón; lo abrió sólo un poco, lo suficiente para ver a Miguel y lo necesario para que él terminara de abrir a la fuerza. No hay ratoneras en el suelo. Escalones: las puertas están cerradas. Pasillo: vuelta a la izquierda, la puerta de la habitación sellada resiste el primer golpe, dos, tres más, y cae. Entretanto, Camila, pegada al brazo del hombre martesyviernes, le araña la espalda, le grita y lo muerde.
De pronto los ve: miles de ratoncitos muertos tirados en el suelo, entre canastas, colgados de las colas, en repisas y cajas de cartón. De algunos sólo queda la cabeza o alguna extremidad arrancada. Ve ojos, mandíbulas, hígados, estómagos, cueros, dentaduras. Todo diminuto y limpio. Los mismos órganos palpables en el ser humano achicados ridículamente. En la mesa, uno de tantos espera que la taxidermista termine de rellenar su cuerpecito amortajado. Miguel agitado se apoya en el marco de la puerta. Camila abatida empieza a llorar.
Le expliqué por qué lo había hecho, —contaba Miguel—, le declaré mis dudas, mis celos; y ella, entre sollozos decía que no, que hoy no era martes ni viernes, que no debía estar allí, que me fuera. Insistí y logré que se calmara. La senté en el sillón. Era increíble el cambio que la ausencia de las ratoneras causaba en la sala. Ahora se veía más cálida, más familiar. No había notado las cortinas que cubrían las ventanas; no eran más que trapos, retazos de tela aprovechados y combinados; pero eran rojos, de un rojo cálido. Se lo hice saber y ella me dio la razón.
Esa noche no tocaron el tema. Camila curó las heridas de Miguel y éste se quedó en su casa hasta un poco más de las ocho. Quería decirle que la momificación no tenía nada de malo, que había sido una tonta al ocultárselo. “Lo hubiéramos hecho juntos”. Silencio. “Entiendo; fue una tontería mía”. “No, tampoco así, sólo que…”. “Está bien, ahora ya lo sabes”. “Y no tiene importancia, así que…” Se sintieron mejor. Tomaron café y él se marchó.
Las ratoneras siguieron en el suelo, el cuarto de los ratones cerrado, y el horario cumplido. Sin embargo, algo se pudría. Un día cualquiera Miguel no volvió. La casa se le hizo lejana y aburrida. Camila y sus ratones se convirtieron en una página de un libro olvidado. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para recordarla cuando supo que ella lo buscaba con impaciencia: “Ah, ya recuerdo; la de las ratas”.
Yo la conocí una tarde. Miguel me pidió que lo acompañara al café Gris; allí se encontrarían y, según decía, yo era el único que podía sacarlo de dudas. “Después de los ratones, no sé si…”. Yo ya estaba al tanto del caso. La vi llegar de la mano de mi amigo. Se asía a ella como si fuera su única posesión. Su cabello profundamente negro roía los colores a su alrededor. Ante su cabellera el gris de las paredes, el rojizo de las mesas y el tinte de los trajes desaparecían. Se los tragaba; los despojaba de su brillo. No me extrañó que asesinara ratones.
Nos limitamos a intercambiar opiniones sobre música y comida. A las siete en punto se marchó. Miguel la acompañó a tomar el bus. “¿Y bien?”, me preguntó cuando volvió. “No le veo nada extraño. Es una mujer común y corriente. Muy bella, además”. “Si, pero ¿No sentiste “algo” charlando con ella?”. “¿Tú sí?”. “No, no es eso, es sólo que… ¿por qué no le hablaste de los ratones?”. “No me pareció apropiado, ¿hubiera sido lo mejor?”. “No, es sólo que…”
Cuando supo que ella lo buscaba supuso que era para recordar viejos tiempos; aquella época cuando los ardores hacían más vivaz el amor.
La primera caja me llegó tiempo después.
Eran cajas de cartón forradas con papel negro que llegaban a mi trabajo o a mi casa. Por suerte era yo quien las recibía. Cuando llegó la primera me apresuré a informarle a Miguel sobre su contenido, mucho le hubiera interesado; pero nadie dio razón de él. Nadie lo había visto. Algunos decían que había viajado, que la última investigación en la que estaba metido lo había llevado a no sé cuál ciudad. Otros decían que se había conseguido una mujer de esas raras que él encontraba y se había encerrado con ella en su casa. Nada de esto era ilógico. ¿Quién, que no conozca a Miguel, puede desmentirlo? Lo busqué tanto como pude y al no encontrarlo tuve que guardarme el secreto. Ahora tengo en mi poder más de setenta cajas. Y aún no logro desentrañar el misterio que encarnan aquellos envíos: carne muerta de un muerto sin suerte. ¡Carne inédita de dios!
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