En el Club de Relato de Irredimibles se dan cita autores noveles y autores con una menor visibildad, seleccionados por nuestro equipo de redacción. Todos ellos con amor por el género del relato breve.
Coordinado por Karim Ali y Atalanta
El hombre desnudo obtuvo formó parte de las “Otras participaciones destacadas” en el IV Concurso de Historias de la calle del Club de escritura de la Fundación Escrituras(s) Fuentetaja.
Las letras siempre estuvieron ahí, esperando a que Cortes F. Escalante las uniera en palabras, y las palabras, en historias. Entretanto, ha hecho otras muchas cosas que ahora no vienen al caso. Combina la calidez del lenguaje administrativo con la frialdad de los relatos de ficción, y ha invertido los dos últimos años en su primera novela. Está aprendiendo a escribir en la Escuela de Imaginadores, de la mano de Juan Jacinto Muñoz Rengel y sus compañeros de taller. Ha participado en los dos libros colectivos de relatos publicados por la Escuela de Imaginadores (Colección Ooteca): “Recuperar el fuego y no ponerle nombre” y “Un día antes de que perdiéramos la luz”.
EL HOMBRE DESNUDO
El hombre desnudo vive en el parque, entre el templete de música, la fuente de las tres sirenas y el embarcadero del estanque. Duerme sobre un banco de madera, aunque nadie podría asegurarlo porque de noche cierran las puertas. Si alguna vez no estuviese, le echarían de menos, como si faltase una farola o una papelera. Ningún visitante sabe cuándo llegó, incluso los más antiguos no consiguen situarlo en su memoria.
El hombre desnudo no recuerda su nombre, y hace tiempo que dejó de importarle. Nadie consigue calcular su edad, pero debe tener muchos años, porque está arrugado como la trompa de un elefante, la piel de un cocodrilo o como el cuero de un sofá tan cómodo como viejo. O tal vez sea más joven y esté curtido por el frío y el calor, el sol cargante y la lluvia machacona. Sus ojos brillan débilmente en el fondo de sus cuencas, bajo la maraña de sus cejas, del mismo color entrecano que el pelo de su bigote, su barba y su cabeza. Su papada flácida cuelga como la gola de una gallina vieja y el pellejo de su vientre oculta a las miradas indiscretas sus tristes partes pudendas.
El hombre desnudo ve pasar los días, las estaciones y los años subido sobre el tocón de madera que quedó tras talar el árbol enfermo y centenario. Por las mañanas, las madres pasean a los recién nacidos en sus carritos, llevando de la mano a los mayores, despojados de su transporte, pero aún pequeños para ir a la escuela. Cuentan que una vez una niñera, horrorizada, tapó los ojos del niño objeto de sus desvelos, pero todos concluyeron que sería de fuera y nunca volvió a aparecer por el barrio.
El hombre desnudo pasa hambre. Se alimenta de los medios panes tiznados de rojo que los chiquillos ocultan en la maleza tras comerse el chorizo. A veces rebusca en la basura caramelos chupados y llenos de tierra, chicles con el sabor gastado o restos de frutas dudosamente frescas. En alguna ocasión, ha llegado a disputar las migas a las palomas.
El hombre desnudo no pasa sed. Bebe del chorro que mana del busto de las sirenas. En las noches de calor flota bocarriba en el silencio y en el estanque, mirando la luna o contando estrellas.
El hombre desnudo a veces tiene frío y como un girasol gigante rota sobre sí mismo buscando el astro en el rostro. A veces, cuando nieva o hiela y las trompetas, los platillos, los trombones y los músicos hibernan, se refugia en la seguridad del templete.
En ocasiones, el hombre desnudo se transforma en el hombre invisible. Coincide con el momento en que pasa el guardia urbano, los voluntarios de los servicios sociales y las beatas entregadas a innumerables causas. Todos han aprendido con pericia a mirar hacia otro lado.
Los chiquillos juegan al escondite y el que la liga cuenta hasta cien a la espalda del hombre desnudo. Y los que burlan la vigilancia corren hacia él y se salvan cuando llegando a su altura gritan: «por el hombre desnudo, por todos mis compañeros y por mí el primero».
Los golfillos afinan su puntería tirándole piedras, las pandillas quedan junto a su pedestal leñoso tras la merienda y si la palabra de alguno se pone en duda, juran solemnemente por el hombre desnudo.
Las niñas danzan en corro junto al hombre desnudo, cantando letras distintas sobre las notas de siempre:
El hombre desnudo no tiene nombre,
¡ay, ay!, no tiene nombre
¿Por qué está desnudo el hombre desnudo?
¡ay, ay!, nadie lo sabe,
¡ay, ay!, nadie lo sabe,
a nadie le importa.
Cuando atardece, junto al hombre desnudo se dan cita parejas de adolescentes debutantes, labios torpes de corcho que se buscan, labios suaves de seda que se encuentran, labios duros de acero que se enfrentan, lenguas como lirios, como espadas, midiendo el campo de batalla de sus bocas como si nada más importara, porque siempre se intercambia el primer beso como si de ello dependiera la continuidad del planeta.
Y ya de noche, cuando la gente de bien no se atreve a adentrarse en el parque, trueques entre dos tipos distintos de desgraciados ignoran al hombre desnudo. Se intercambian monedas, estrellas líquidas, polvo de nieve, ilusión efímera, flores de sangre que cuando prenden amanecen plantadas en venas pálidas.
El hombre desnudo no piensa, no recuerda. Solo siente y padece. Solo deja que el tiempo pase por su cuerpo porque ya nada espera.
Hoy han llegado al parque dos hombres. Dos laceros vestidos de blanco que han cubierto al hombre desnudo con una manta, mientras le conducen con palabras amables hacia una ambulancia cúbica, con rejas en las ventanas. Y el hombre arropado se deja llevar mansamente, mientras recuerda su nombre, sus secretos y su historia, incluso podría calcular su edad si supiera en qué año vive, pero por más que lo intenta, no consigue recordar por qué se quitó la ropa.