Hemos abierto las puertas de Irredimibles a la escritora asturiana Azahara Alonso y ella, no solo a accedido a entrar, si no que lo ha hecho con un gozo que poco podíamos imaginarnos.

Y es que tras la publicación de su primer libro de aforismos en 2016 “Bajas Presiones” y su poemario “Gestar un tópico” en 2020. La llegada de Azahara Alonso a Irredimibles coincide con la reciente publicación de su primera novela: “Gozo” en Ediciones Siruela.

Gozo nos habla de la posibilidad de un placer casi sagrado, el de no hacer nada (o no hacer tanto, o no por necesidad). Y la prosa fragmentada que le da forma despliega, a la vez, una constelación de voces y pensamientos afines —de Georges Perec a Susan Sontag, de Roland Barthes a Maggie Nelson— dispuesta para la revelación de aquello que surge cuando, ante nosotros mismos, frente al espejo del mar, nos damos por fin tregua y nos detenemos.

De Gozo ha dicho Elvira Navarro que  es una apuesta por la distancia como condición para la luci­dez, y por la espera y la indefinición frente a la alienante productividad del mundo actual. Mientras que Agustín Fernandez Mallo la define como pensamiento, peripecia y diario narrado con ojos que ven más, ojos de poeta

Estamos inmensamente gozosos porque Azahara nos permita mostrar las primeras páginas de su nueva novela en Irredimibles y queremos desearle mucha suerte con esta historia que presentó el pasado 2 de Marzo en Madrid y que pasará en próximas fechas por Oviedo el 16 de marzo, Barcelona el 24 de marzo y Gijón (16 de junio). 

GOZO

(Una novela de Azahara Alonso)

¿En qué momento mi vida empezó a ser accesible solo en vacaciones? Padezco el síndrome de la isla en plena meseta, y eso a pesar de haber vivido en una isla de verdad hace tiempo. Su atractivo principal, antes de la tormenta de chanclas y fiestas, era el silencio. Shhh, it’s the island, decían los carteles del ferri indispensable para llegar a ella, y también los de la oficina de turismo. No mentían, lo raro era escuchar algo. Como la noche en la que varios gatos se pelearon debajo de nuestra ventana. No llevábamos allí ni diez días y yo me desperté pensando que era el fin del nuevo mundo. Mi capacidad para el drama es excelente. Desde entonces y en aquella primera casa, no hubo noche en la que no me despertara sin razón y deambulara por el largo pasillo hasta la cocina, abriendo la puerta de todas las habitaciones, fascinada y muerta de miedo por la cantidad de mar que me rodeaba, por el silencio. Es difícil contar cómo se vive allí, mimetizar las palabras con su calma. En la ciudad grande soy eficiente, el estrés resulta ameno (ya se sabe lo que se elige entre el dolor y la nada). En la isla, en cambio, vivía de mirar el cielo, que era más grande que en cualquier otro lugar. Un reflejo azul porque, de tan pequeña, la isla es casi agua. Yo solía ser una de esas figuras que caminan sobre las azoteas, y disimulaba mi labor de lectora y contadora de nubes. «¿Cuál es tu oficio?», me preguntaban. Tenía que morderme la lengua para no decir que los idealistas nunca han vivido de la tierra.

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De pequeña, cuando tenía cinco o seis años, mi madre me enseñó a respirar. Ya sabía, claro: debía dejar que el aire entrase y saliese de mi cuerpo sin darme cuenta, como al quitar los ruedines de la bicicleta, aquel rito de paso. Lo diré mejor: mi madre me enseñó a pensar que respiraba. Porque cuando entra la consciencia, las cosas que parecían transparentes se vuelven complicadísimas. En la cama de mi habitación, a oscuras, me guiaba: «Toma aire por la nariz, lentamente, y deja que llegue hasta la tripa. Retenlo. Ahora, espira». Resultaba divertido porque parecía un juego. Entonces, con cada respiración, contaba del uno al diez y del diez al cero, del uno al veinte y del veinte al cero, del uno al treinta… y el cuerpo empezaba a pesarme, a hacérseme evidente. De la misma forma cada noche. «Mamá, me gusta respirar, pero de día se me olvida». «No te preocupes, si te gusta te acordarás de hacerlo». Recuerdo esto a menudo, cada vez que me cuesta conciliar el sueño porque en la cama, con J. a mi lado ya dormido, empiezo a pensar en todos los vecinos, en aquellos a los que pongo cara y a los que no, en esa masa que de día hace cola en el mercado, comparte espacio en el cine, me entrega las cartas, sube el volumen de la música con las ventanas abiertas y se oprime contra mí en el metro de vuelta al barrio. Se recogen todos ellos en las casas mínimas de nuestra diminuta calle compartida. Son muchos, muchísimas, y quizá alguien se ha dejado abierto el gas y mañana en los periódicos dirán que esta ciudad esto o esta ciudad aquello. Dependemos mutuamente, nos suponemos fiables, pero somos demasiados y la estadística habla, y mientras cuento del cero al diez, del diez al cero, el silencio me parece sospechoso, porque sé que están ahí, no todos duermen al mismo tiempo. ¿Qué hacen? Del cero al treinta, me digo que lo extraño es un lugar en el que el silencio no es buena señal. Del cincuenta al cero y caigo.

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Pero ¿cómo era aquello? Primum vivere deinde philosophari. Tantas veces he tenido que explicar por qué me fui allí aquel tiempo que ya no sé si las razones que repito de memoria son las ciertas o se han convertido en una ficción que me divierte. Las preguntas me dan una oportunidad para ordenarme, y entonces digo: fui a la isla porque había terminado de estudiar y solo sabía lo que no quería hacer. Recibí una beca para practicar un idioma que no es el mío. Esto último hace asentir a mis interlocutores con satisfacción. Deducen que la estancia tenía un propósito, no como mis estudios, a raíz de cuya inutilidad aparente escuché de las mismas bocas el tópico en un torpe latín.

Había más destinos, ¿por qué precisamente ese, no el mejor, para hablar inglés?

Un par de años antes habíamos viajado a otra isla. Con el fin de distraerme en el avión, J. me hacía preguntas o desvelaba cosas que yo quería saber desde hacía tiempo. El siguiente año viajamos a una más y otra vez las escalas multiplicaban mi angustia. En el último despegue, él me preguntó por escrito en la primera página de un libro: «¿A qué isla me llevarás el año que viene?». Aún no sospechaba que abandonaríamos el propósito de viajar, pero estaba dispuesta a mudarme a una roca en medio del Mediterráneo.

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El silencioso terruño y el archipiélago al que pertenece se sitúan con mucha dificultad en el mapa. Casi invisible, no se suele apreciar en él. Tampoco aparecía en ninguna de mis lecturas, y las primeras aproximaciones siempre se daban por comparación: está al sur de Sicilia y al este de Túnez, su tamaño es similar al de una de las provincias más pequeñas de España, su población es un tercio de la que tiene la ciudad grande y sus habitantes hablan un idioma rarísimo, entre el árabe, el inglés y el italiano.

Después de intentar aprender lo inabarcable y del amor por el saber, etcétera, no parecía mala idea ir a un lugar del que no sabía nada, excepto que su nombre era fascinante en mi propia lengua: Gozo. Debo confesarlo cuanto antes: tengo una inevitable tendencia a prendarme de los sitios y de los nombres. Y a veces, por la noche, me cuesta respirar.

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Me gusta imaginar el perímetro de la isla como un círculo perfecto que se ha rebelado contra la armonía, que ha perdido la tensión. Una línea de puntos desinflada que abraza la autosuficiencia. No hay alternativa, ¿qué haría si no se bastara a sí misma? En aquella época, a principios de la década de 2010, muchos jóvenes nos íbamos una temporada con un ordenador portátil y el poco dinero del que disponíamos. La tasa de desempleo era sonrojante, y pensábamos que una estancia en el extranjero facilitaría las cosas a nuestra vuelta. Tampoco parecía mala idea bajar el ritmo. Era algo que había oído al acabar el bachillerato, el tiempo libre más largo de mi vida hasta entonces: «¿Por qué no te tomas unos meses para aprender a conducir, para leer, para pensar, para saber qué quieres hacer en el futuro?». Pues porque no entra en la cabeza de nadie, decía yo ciegamente. Hay unas obligaciones ineludibles, también las de la reputación, y cómo va una a permitir que la consideren holgazana o maleante durante un año. Las cosas se hacen todas apretadas, con prisa y pasándolo un poco mal o no se hacen. Y así fue hasta que decidí mudarme allí, y también después, al volver, porque la isla es un paréntesis de tierra firme.

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«Vivir es pasar de un espacio a otro haciendo lo posible para no golpearse», escribió Georges Perec. Por entonces yo había tropezado demasiadas veces, me había mudado de habitación, de piso, de ciudad, por estudios, por enfados, por volver a ciertos lugares, pero nunca hasta entonces dependí de un avión para hacerlo. Como el dinero que me habían concedido estaba destinado a cubrir un mes, pero yo quería que durase al menos un año, empecé por elegir una compañía de bajo coste y me llevé una maleta, una mochila y varias capas de lo puesto. Casi toda la ropa era de verano y a estrenar, porque mi abuela insistió en ayudarme a renovar el armario como si en vez de irme a vivir a otro país fuese a empezar un nuevo curso en el colegio. «Que te vean bien vestida, ya que vas a ser forastera», dijo, como si a aquella isla de la que solo sabíamos que era diminuta no llegasen las cosas que pueden hacer falta. Además, ella ignoraba que mi intención era mimetizarme estéticamente en la isla no-desierta.

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Escribió Perec también que «el mundo es grande. Los aviones lo surcan en todas direcciones todo el tiempo». En la ciudad, cada vez que salgo de casa y miro los que marcan este cielo, me doy cuenta de que pasear es una manera contradictoria e impecable de no hacer nada. Por eso quiero saber a dónde puede llevarme un paseo, porque sabré con ello hasta dónde se extiende el albedrío que depende solo de mi cuerpo. Nada abstracto: quiero nombres de espacios, quiero tiempos, distancias en kilómetros.

En la ciudad, también, un avión puede llevarme casi directamente a cualquier parte del mundo. Pero desde donde escribo, dentro de su apretado laberinto, el pie al salir de casa suele iniciar un recorrido habitual no por rutina, sino por acceso: me muevo en una lógica muy básica, me imagino en un videojuego en el que un joystick gigante determina mis paseos, siempre iguales. Estiro una finísima e invisible cuerda que me ata a casa. Voy y vuelvo. Nadie sabe qué sumará puntos en ese tablero de regularidad. Los ocho o diez kilómetros que puedo caminar en una tarde me llevan, a lo sumo, a otro barrio similar o en construcción, a una lejanía descampada a la que me es difícil llegar debido a las arterias que la atraviesan y en la que, una vez allí, no sé qué hacer.

Sin embargo, la isla contiene el horizonte por completo. En esa hipotética tarde, podría recorrerla de norte a sur, casi de este a oeste. Limitada, abarcable y de camino fácil, algo que hace tiempo se me antojaba una especie de encierro, ese lugar es ahora mi idea de opulencia.


Azahara Alonso (Oviedo, 1988), licenciada en Filosofía, es autora del libro de aforismos Bajas presiones (2016) y del poemario Gestar un tópico (2020). Ha sido coordinadora de la escuela de escritura Hotel Kafka y gestora cultural en la Fundación Centro de Poesía José Hierro. Actualmente imparte talleres literarios y publica crítica especializada.

Un comentario en «Autora Invitada: Azahara Alonso»

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