Las páginas de Irredimibles tienen el placer de contar con el periodista y escritor Javier Morales. En esta ocasión no vamos a contar con un relato, ni con un poema ni con un microrrelato de nuestra firma invitada ya que Javier Morales ha cedido a nuestra páginas los dos primeros capítulos de su recién publicada novela Monfragüe con la Editorial Tres Hermanas.
Poco podíamos imaginar cuando contactamos con él que nos cedería este valioso texto. En esta novela, intima y ligera, un escritor y periodista viaja dos veces a este Parque Nacional de Monfragüe en Cáceres. La primera visita se produce durante su adolescencia, en el marco temporal de los últimos años del franquismo, donde ocurre una tragedia y la segunda, en la actualidad, en un viaje de retorno en el que intentará sanar los hechos traumáticos del pasado.
Javier Morales es profesor en la Escuela de Escritores, donde imparte el curso “Taller de Escritura de No-Ficción: Fusión de Novela y Periodismo” y el el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado.
Javier Morales sido columnista en El País, actualmente es columnista en El Asombrario & Co. donde en la sección Área de Descanso habla de los libros que le gustan sin olvidar el mundo en el que vivimos y en el que le gustaría vivir: mestizo, sin fronteras, sin desigualdades y en paz con el planeta.
Los Irredimibles esperamos que disfrutéis de la lectura de los dos primeros textos, tanto como para seguir con la lectura de la novela entera… en las mejores librerías.
Monfragüe
Javier Morales
–1–
El río Jerte desemboca en el Alagón, afluente del Tajo. El Tajo es el río más largo de España. Nace en la sierra de Albarracín y muere en Lisboa. Cantamos en clase. Franco y luego el Rey Juan Carlos nos miran desde la pared. Jesucristo, en la cruz, también nos ve. Sufre por nosotros. Rezamos. El Buitre mueve la vara como un director de orquesta. La misma vara que antes ha restallado en la mano de algún compañero. La he sentido alguna vez. Pocas. Soy buen estudiante y no enredo. Siempre tan obediente. El latigazo te quema la piel, la enciende, el calor se extiende por todo el cuerpo hasta la cara, la enrojece. El calor te vuelve aún más pequeño. Los demás niños se convierten en un solo niño. En una mirada. Me duele cuando El Buitre se ensaña con un compañero. No importa que odie al chico agredido o que incluso le tenga miedo, como me ocurre con los Rubios.
Los Rubios son gemelos. Menudos, intercambiables, con la mirada envejecida, siempre con el pelo alborotado. Son los dueños del patio. Fieles a su condición de monarcas, nunca juegan con nadie. En los recreos matan el tiempo en su esquina, a la que nadie se acerca. Están por encima de nosotros. Están por encima de la niñez. Se espera otra cosa de ellos. Los observo desde la distancia. Incluso los repetidores con fama de macarra –los que se vengan en otros cuando las cosas les salen mal o por puro placer o por disciplina preventiva– se mantienen alejados de los Rubios, procuran no cruzarse en su camino. El patio es una jerarquía y siempre hay alguien debajo hasta llegar a la base, donde se reciben todos los golpes. Yo no estoy en la base. Soy víctima y soy verdugo, como casi todos. Hasta los nueve años he contado con la protección de Esteban, mi hermano mayor. Luego he tenido que arreglármelas yo solo. Se rumorea que los Rubios llevan siempre una navaja escondida en el bolsillo, que han participado en varios robos, que sus padres entran y salen de la cárcel como de los bares, que a ellos aún no los pueden encerrar porque son niños, pero que el día menos pensado acabarán en un reformatorio. En nuestra escala del mal, los Rubios representan el mal. Pero a la vez son héroes. Desafían las normas, están en el mundo de los adultos. Por eso me decepciona asistir a una nueva derrota, comprobar una vez más cómo uno de ellos, el que es ligeramente más delgado y va a mi clase, claudica frente al Buitre. Cuando el maestro le castiga y le humilla esperamos expectantes su respuesta, que se enfrente de una vez, que saque la navaja y se vengue por todos nosotros. No lo hace. Nunca lo hace. Se limita a mirar fijamente a los ojos saltones del Buitre, a recibir el golpe con aplomo y dignidad, sin que se le salten las lágrimas.
Con El Buitre solo se atreve Antonio, el hijo del camionero que vive en la Plazuela. Es grande y fornido, como el mueblebar del salón de mi casa, le saca una cabeza al maestro. Ha repetido un par de cursos, pero no abusa de los más pequeños, no lo necesita para mantener su autoridad. Un día en el que Antonio llega a clase sin los deberes hechos, El Buitre le suelta una bofetada en la mejilla, sin mediar palabra. Resuena en el aula, como el choque de dos platillos en una marcha orquestal. El Buitre y su pequeña joroba se la tenían guardada. El niño agarra al maestro por la solapa de la americana. Las mangas le quedan grandes y apenas dejan ver las manos, los brazos cuelgan del tronco jorobado como dos alas. Los ojos de Antonio taladran el rostro picudo del Buitre, atornillado en un cuello fino y largo, dividen su cabeza por la mitad, desde la calva hasta el mentón, el pelo ralo queda en los laterales, como dos penachos. La cara de Antonio se crispa, las venas del cuello son dos cañerías a punto de romperse, el brazo es el tronco de una encina y las manos unas tenazas.
Como lo vuelva a hacer no lo cuenta, le dice.
El Buitre se encoge aún más, se hunde en la tarima. Desaparece.
El Jerte es un río de tercera categoría. Insignificante. Mi mundo es pequeño e insignificante, pero hoy un poco menos.
–2–
Miguel y Margarita. Mis padres. Es una foto de estudio, con el fondo gris. Ambos miran a la cámara, con un gesto forzado, como si estuvieran en otra parte. Mi madre está sentada, me sostiene en brazos. El pelo negro cae en una melena corta. Lleva una blusa blanca y una falda larga, lánguida y amplia, como su cara. Mi padre está de pie, quizás para compensar la diferencia de altura entre ambos. Va vestido con un traje, pero no lo lleva con naturalidad, parece un cuerpo en los pantalones y la chaqueta de otro. Un mechón de pelo negro desmonta la redondez del rostro. Mi madre me dice que soy el vivo retrato de mi padre, con la piel atezada, las piernas zambas. Pero en la foto aún soy un bebé envuelto en una mantilla blanca, con unos ojos grandes y negros.
Vivimos en la Plazuela, enfrente de la droguería de Félix. Es un piso alquilado, de dos dormitorios, con un salón diminuto donde hacemos la vida y una cocina con una pequeña alacena. La ventana de mi cuarto mira a un solar cercado por la maleza. Con el buen tiempo los gitanos de mi calle se reúnen allí en torno a una fogata. A veces cantan y bailan, sobre todo rumbas. Llevan a sus mulas para que pasten. Más allá se ve la avenida del Generalísimo y las paredes bermejas del cuartel del ejército. El solar es la frontera entre dos mundos.
Arriba y abajo.
Nosotros estamos abajo.
Javier Morales
“Soy escritor, periodista y profesor de escritura creativa. He publicado el relato autobiográfico “El día que dejé de comer animales”, las novelas “Trabajar cansa” y “Pequeñas biografías por encargo” y los libros de relato “Ocho cuentos y medio”, “Lisboa”, “La despedida” y “La moneda de Caver”.