“Perfil”, por Mauricio Rojas

«Si deslizas a la derecha es porque te gusta, si lo haces a la izquierda es porque no». Eso le había dicho el Jose al menos. En el momento no lo pescó mucho, estaba más preocupado de alcanzar una última chela antes de que cerraran el local. Es al día siguiente que se mete, con resaca y todo.

La primera es Valentina. Treinta y un años, virgo, una sola foto donde aparece recostada sobre un sofá rojo, una mano apoya el mentón y la otra sostiene una copa de vino. No alcanza a descifrar si lo que intentan sus labios es una sonrisa o si está a punto de tirar un beso. La encuentra atractiva, en especial el pelo que cae en una negra cascada sobre sus hombros. Va a mandarla a la derecha hasta que baja un poco más y ve «Talagante, a más de 50 kilómetros de ti». No voy a hacer ese pique. A la izquierda. Luego una seguidilla de descartes, casi todos por defectos mínimos que cree no podrá superar en el evento de iniciar una relación. Por ejemplo, Fernanda: todo bien hasta que nota una incómoda mancha de nacimiento que parece comenzar en su frente y ocultarse bajo la melena. Piensa en Gorbachov y la elimina. Una vez vista, imposible sacársela de la cabeza. También está Kate, gringa de clara ascendencia asiática, muy linda, pero con esa cosa yanqui que encuentra excesiva: el maquillaje, las fotos siempre con un copete en la mano y un aura de cheerleader que lo lleva a pensar en que, si él hubiera ido al colegio en una película gringa, probablemente hubiera estado enamorado de ella y Brad, el capitán del equipo de fútbol, lo hubiera metido en un casillero. 

Luego de un par de días de descartes, los cuales son cada vez más automáticos que meditados, está por dejar de lado la aplicación, borrarla, hacer de cuenta que nunca la tuvo y volver a los viejos métodos de conquista: conocer a la amiga de un amigo, invitar a un café a esa niña de la librería que encuentra tan bonita, en fin, volver a esa cosa más sufrida, esforzada, con sentimientos. Sin embargo aparece Claudia: veintisiete, psicóloga, más de quedarse en casa que de ir a la disco. Tiene un montón de fotos y cada una le parece mejor que la anterior: una donde sale llevándose la tacita de café a los labios, los ojos abiertos y azules mirando en un gesto exagerado a la cámara. La encuentra tiernísima. En otra foto, su favorita, aparece en lo que asume es una cabaña en la playa; está sentada mientras toca una guitarra acústica, no se le ve la cara porque está inclinada mirando las cuerdas, sus dedos hacen una especie de acorde de La muy mal digitado, pero que a él le encanta. Se la imagina con él en la escena, moviéndole los dedos cada vez que se le corrieran de la posición, después reirían y él le daría un beso, un piquito, en los labios. Es perfecta, su tipo. A la derecha. Deja el teléfono y espera, porque sabe que tiene que esperar, que ella también tiene que mandarlo a la derecha, si no, no hay match. Pero no pasan ni veinte minutos y ya está actualizando la aplicación, viendo si ha abierto algún chat o si ha recibido notificaciones. En realidad no sabe bien qué esperar, nunca ha llegado hasta esta parte, pero algo tiene que ocurrir y eso basta para volver a cerrar y abrir la aplicación por lo menos tres veces más antes de irse a acostar.  

La mañana siguiente lo primero que hace es revisar si pasó algo con Claudia durante sus horas de sueño. Nada. Se restriega los ojos, después se estira y va a prepararse para ir a la oficina. En la ducha, en el auto, en su escritorio, mientras discute con su jefe, todo ese rato solo piensa en Claudia, en sus fotos, las cuales ya no le salen porque ella no lo ha mandado a la derecha, y un vacío empieza a formarse en su estómago, una cosa fría que parece se le va a salir por la garganta. Recién entonces repara en su perfil. Nunca lo ha visto, cuando el Jose le bajó la aplicación metió una foto, pero nada más. Mierda dice en voz baja, y el jefe le pregunta qué dijo. Nada, responde, me acordé de un escrito a plazo que es para hoy, me voy a hacerlo. Se encierra en la oficina y abre la aplicación, ignora todo y se va directo a su perfil. Tiene una sola foto y no es una mala: sale en el Bicentenario, en blanco y negro. Ese día fue a pasear con el Polo y su hermano les tomó una foto, el perro justo miró a la cámara y sale precioso. Si no le gusto yo, al menos el Polo tiene la opción, piensa con una sonrisa. Pero aparte de eso no hay nada más y eso no puede ser bueno. Se propone escribir algo, no sabe bien qué, así que solo improvisa: «Abogado». Borra en seguida, muy fome, piensa, la Claudia lo va a ver y va a pensar que es un latero, de esas personas que viven jactándose de su profesión, que la primera pregunta que hacen es ¿a qué colegio fuiste?, un clasista. Después escribe «Me gustan los videojuegos, leer y detesto las películas de Marvel» y borra en seguida. Los gustos pencas, dice mientras se rasca la cabeza, me va a cachar altiro lo nerd, a pensar que soy de esos que tienen por pasatiempo buscar errores de continuidad en las películas, de esos que no disfrutan nada de lo que hacen porque se la pasan encontrándole defectos a todo, un cínico picado a intelectual, alguien que no aprecia los pequeños placeres de la vida. Respira hondo y deja el teléfono a un lado, luego decide esperar, cerrar la aplicación y pensar bien qué va a escribir. Esto es crucial, piensa, no se puede tomar a la ligera. Su relación con Claudia, ese piquito en la cabaña en Algarrobo ‒decide que ese es el lugar de la foto‒ mientras le enseña a hacer un la, todo depende de cómo se balancee en esa cuerda floja que representa su perfil. Esa tarde vuelve a su casa, pero no recuerda ninguna parte del trayecto, su cabeza se ha puesto en función de idear el mejor perfil posible, el más atractivo. Se hace prometer que no entrará a la aplicación hasta que haya dado con las palabras perfectas para describirse.

Durante los siguientes días va directo a la oficina y ahí se encierra hasta la tarde. Las pocas veces que interactúa es cuando el jefe se acerca a ver qué hace, él responde que está preparando un alegato. Luego le muestra un documento Word que efectivamente contiene el borrador de la minuta para un alegato, uno que perdió hace dos años. Su jefe lee un par de párrafos y se convence. Antes de irse le dice que se lo tome con calma, que lo ha visto demasiado raro estos días, y que abra la ventana, está muy pesado el aire. Asiente sin sacar los ojos del computador y apenas oye la puerta cerrarse vuelve a pensar en Claudia, en esa tarde tomando chelas en el Parque de las Esculturas. Ella sentada, las piernas estiradas, escondiendo los ojos tras unos lentes de sol mientras se acomoda tras la oreja un mechón verde. El viernes de esa semana el jefe lo intercepta justo antes de que pueda refugiarse en la oficina, le dice que necesitan hablar. Él no responde, pero asiente con la cabeza, está encorvado, la boca medio abierta y el computador presionado contra el pecho con ambas manos. ¿Qué pasa?, pregunta el jefe mientras le saca el polvo a una de las fotos sobre el escritorio. Nada, dice, ¿por qué? Has estado raro, responde, algo te pasa, mira, no tienes que contarme, pero no me sirves así en la oficina y no tengo tiempo para buscarte reemplazo. Tómate unos días, descansa, arréglate y vuelves. La verdad, comienza, no ando bien, no he dormido nada últimamente y estoy todo el día con los nervios de punta. Creo que tiene razón, voy a irme unos días al sur, donde un primo. Yo creo que el aire limpio y el campo me van a ayudar a calmarme. El jefe se cruza de brazos, asiente y le dice que haga eso. Él se levanta y camina a la salida, siente que le tiemblan las piernas, pero en realidad no tiene nada. Está contento, piensa en Claudia, sentada sobre su cama haciéndole cariño al gato, lleva unos shorts de jeans y una polera sin mangas de Johnny Cash, casi que puede sentir el calor que emana de sus piernas bronceadas. Siente una erección pronunciarse, mira a los lados para comprobar que nadie lo ha visto, y se va.

La mañana siguiente compra cervezas y un montón de cosas que pueden meterse al microondas. Apenas llega a casa, toma una cerveza y se encierra en la pieza. Entra a internet y en el buscador escribe «cómo mejorar mi perfil en…», enseguida le manda un montón de posibles resultados, elige el primero y descubre que como él ya han existido varios. Uno de los sitios dice que lo importante es llamar la atención dentro de los primeros segundos, recomienda partir por algo chistoso, luego pone algunos ejemplos, pero ninguno le parece en verdad gracioso. Uno dice: «Soy músico, poeta y actor. Si lo tuyo es ser pobre, hablemos». Más que fome le parece vergonzoso. Intenta pensar en chistes, pero solo recuerda unos que leyó hace muchos años en un libro de Checho Hirane. No voy a poner un chiste de un facho, se dice y decide desistir de seguir ese enfoque. Otra página dice que lo importante es emocionar, tocar esa “fibra”, pero ahora ni lee los ejemplos y desecha esa posibilidad de inmediato. Yo no voy a escribir una tontera así, piensa mientras pasa a la siguiente que destaca el llevar una vida interesante, subir fotos haciendo trekking, yendo a exposiciones, en definitiva mostrarse como hombre de mundo, plagado de intereses, de esos que no conocen el concepto de tiempo ocioso porque siempre están en alguna actividad desafiante, sea física o intelectual. El último sitio que visita dice que lo mejor es ser auténtico, no llenarse de frases chispeantes que no significan nada o apelar a intereses que en verdad no se tienen. Se da cuenta de que esto es lo único que puede hacer y eso lo deprime. Decide dejar la investigación de lado e ir a acostarse.

Cuando despierta no tiene ganas de mirar nada relacionado a la aplicación. Cada vez que piensa en ello siente un malestar en el estómago, como en la previa a una disertación o cuando está por comenzar un alegato. Se pasa mañana y tarde acostado, escuchando música, levantándose solo para comer e ir al baño. En la noche llama al Jose y lo invita a tomar algo, le dice que tiene puras chelas y él responde que lleva un roncito con Coca. Al principio conversan normal, le cuenta al Jose que le dieron libre en la pega, el jefe lo vio más o menos, pero no le dice nada sobre su investigación o de Claudia. El Jose lo escucha, le dice que no tenía idea, y que cualquier cosa que necesite puede contar con él. Es ahí que aprovecha de interrogarlo por la aplicación. Le pregunta cómo había hecho él, si había salido con minas. El Jose se ríe, da un trago de ron puritano y su cara se contrae, cierra los ojos y traga con un poco de esfuerzo, después dice que no la usa, nunca la ha usado, solo le pareció divertido bajársela en el teléfono. El Jose no lo ve, pero apenas termina de hablar, la cara de su amigo se desfigura, en realidad la sonrisa se le desencaja y queda pegado mirando al Jose que se sirve más ron. Apenas termina le pone un combo en todo el hocico. Al principio no hay reacción, el Jose queda con cara de no entender qué acaba de pasar, luego, mientras se toma la mejilla con la mano, le clava un derechazo en el ojo. Los dos se paran, están listos para agarrarse a cachos. Antes de que cualquiera pueda dar el segundo golpe, al Jose se le da vuelta el vaso con ron. Una tragedia que detiene el match y obliga a ambos a ponerse a limpiar el piso y a recoger pedacitos de vidrio. Para cuando terminan ya no hay ánimo de pelea, en lugar de eso, sacan unos choclos congelados y se los ponen en las caras. A los pocos segundos están riéndose y unos minutos después están terminando lo que queda de ron. Antes de irse, el Jose le dice que no le de tanto color con la aplicación, que todos sus amigos que la han usado han tenido buenos resultados, y ellos son todos más feos. Además, dice, nada puede ser peor que la Andrea. Él sonríe y asiente, en efecto, nada puede ser peor que la Andre, y recuerda las noches pensando en ella, viéndola salir del departamento, tomar el metro para desaparecer en horas que lo llenaban de incertidumbres y de una colitis que solo se le quitaba cuando volvía a verla. Caminan juntos hasta la puerta, se abrazan, y él vuelve a su pieza. No va a ser como la Andre, se repite en el camino. Tiene toda la intención de hacerse una paja, pero se queda dormido con el pene flácido en la mano y el computador abierto sobre el estómago. 

Despierta erecto y con ganas de mear. Piensa en la noche anterior, restriega sus ojos y se queda mirando un rato al techo.  Lo único que se le viene a la cabeza es Claudia, la ve en el vestido azul, riendo de lo más natural mientras cientos de lamparitas que asemejan velas iluminan el fondo oscuro. Debe haber sido un matrimonio, piensa. Luego está con ella, en ese lugar, bailando juntos, haciéndose amigo de sus amigos, tomando secos de whisky con su hermano. Después se la lleva a un motel y tiran como bestias. Es en ese relampagazo en el que se ve tomando con el hermano y tirando con ella que acaba. Va al baño para limpiarse, aún la tiene parada; aprovecha de mear, pero le cuesta que salga. Mientras hace fuerza se le ocurre jugar a la puntería con la taza. Pierde. El resto del día se lo pasa echado en la cama, viendo videos motivacionales que intercala con los casos más connotados de asesinos seriales de Estados Unidos. 

Cuando ya lleva una semana de retiro recibe un llamado de la oficina. Es el jefe, quiere saber si vuelve pronto o si tiene que buscar un reemplazo. Responde que no sabe, todavía está en el sur, con su primo, dice que lo tienen invitado a quedarse un tiempo más, que va a ser el cumpleaños de la Sarita, la señora de su primo. Uno no puede decirle que no a la gente del sur, termina, trae mala suerte. Se escucha el suspiro del jefe al otro lado de la línea, luego dice ya, pero por favor regresa tan pronto puedas, la cosa se ha movido mucho estos días. Claro, no se preocupe, responde. Apenas corta siente el remordimiento subirle desde la base de la columna, justo cuando está a medio camino de llegar a su cerebro piensa en Claudia, en realidad, en el perfil de él, el que no ha escrito y es la única cosa que se interpone entre una existencia solitaria y el despertar a diario junto a Claudia, sus labios delgados, tentadores, y la suave respiración de ella mientras aprieta los ojos como si con ello pospusiera la mañana. Vuelve a revisar sus notas, todo el conocimiento recopilado, los videos vistos, los artículos leídos, todo se resume en que las mujeres entre veinte y treinta y cinco años valoran el sentido del humor, la empatía, la relación con el medio ambiente, hacer actividades al aire libre, y la autenticidad. Soy un pelotudo, dice en voz baja. Nuevamente comienza a sentir ese vacío helado, el frío se mueve al punto que une por detrás el cuello con la cabeza, una picazón le recorre todo el cuerpo, se rasca, pero no se le quita. Agarra los papeles, hace una pelota con ellos y lo tira todo contra la pared, luego se sienta sobre la cama y queda quieto, mirando en silencio.  Los siguientes días los pasa en automático, no recuerda a qué hora se acuesta o levanta. A veces, cuando está por quedarse dormido, cree oír un rumor de olas golpeando contra su ventana. Despierta sin ganas de nada, siente como si él no fuera él y solo estuviera viendo a través de los ojos de otro. Toma el celular, ve un montón de llamadas perdidas de la oficina. Las ignora, va directo a la aplicación, ya no le importa. Apenas la abre le aparece una notificación de mensaje sin leer. Es Claudia. Aprieta sobre ella y le aparece un chat, arriba una foto de ella donde sale con una boina francesa marrón, guiña un ojo y lanza un beso a la cámara, a él. Cuando se fija bien nota que no es un mensaje, sino varios. «Hola», dice el primero. «Me gustó tu foto, el perrito. Yo tuve uno de esos». Días después puso «Hola, ¿estás? Si ya estás con alguien dime porfa, así no jodo más». Luego, el mismo día: «Chao». Deja el celular sobre el escritorio, aprieta la mandíbula, pasa las manos por su barba y se saborea los labios. Salado. Al minuto lo llama el jefe. Contesta, la voz desdoblada, apagada. Del otro lado el jefe habla, pero no entiende nada de lo que dice. Al final pregunta si lo está escuchando. Responde que sí, que lo disculpe, no se siente bien, recién llegó del sur y parece que se pegó un bicho. Contrae los dedos de los pies sobre la alfombra y siente como si la arena de la playa se le metiera entremedio. Justo cuando está por decir que no irá hoy el jefe le dice que lo lamenta, pero ya no pueden seguir esperando, que en realidad ya llevaban algunos días buscándole reemplazo, casi desde que se fue, por eso lo llama, para disculparse y decirle que cuando pueda pase a buscar sus cosas, el finiquito está en la notaría. Está por responder, pero antes de decir cualquier cosa pide perdón, que por favor le de un momento, cree oír dentro del baño el graznido de unas gaviotas y en el aire se desvanece limpio un acorde de la


Mauricio Rojas

Escribo un poco para escaparme y otro tanto para encontrarme. También para llenar esos vacíos y poner en duda todo aquello donde se presuma certeza. Por último, escribo por contradicción, por impulso y por necesidad. En palabras de Lihn: “porque escribí estoy vivo”. Además de escribir, en Irredimibles coordino las publicaciones en Instagram.

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