Estoy quieta. Tengo esta quietud aplastante desde hace miríadas de años, tranquilidad que no es abulia ni pasividad, simplemente no me muevo, no de la forma en que lo hacen ustedes. Sé que muchos no entienden lo que significa recogerse en la calma de la ausencia de desplazamiento alguno. No me muevo físicamente; pero mi espíritu merodea por doquier y creo que no lo hay más ágil ni despierto. Tiene centurias y centurias batiendo con desesperación en el medio de mi torso, y yo hago como que lo desoigo, como que no está, como que nunca estuvo ahí. Y sin embargo sé que está ahí, y sé que seguirá permaneciendo activamente inmóvil en las fisuras de mi conciencia, en los quejidos de mi cuerpo duro, frío, estatuario.
Estoy pensando, como siempre. Desde siempre pienso acá arriba; mientras la gente se inquieta por los pasillos, yo me zambullo en mi calma chicha. Abejas de pensamientos me taladran la cabeza y no logro espantarlas por más que lo intento. Mi cola está paralizada, no coopera. ¿Qué se hizo de aquél rabo celestial que arrastraba por las colinas en las noches imperiales? Está muerto; no, mejor dicho: está pensando, como mis extremidades y mis recias mandíbulas. Ellos me miran y no se cansan de observarme, darme la vuelta y sacarme fotos haciendo bromas sobre mi persona. ¡Mierda! ¿Qué diablos saben de mi vida, de mi historia? Más de uno se espantaría de solo pensar que puedo ser un ancestro remoto de su familia. Yo, sí, yo.
Estoy quieta, pensando, a punto de estrenar mis ganas de romper en llanto, pero me aquieto, me auto paralizo y me exhibo en mi inacción. ¡Que me miren! Que miren mis huesos transparentándose entre el verde del pasado, mis orejas antes astutas, ahora verdes como musgos descompuestos; mis pelos tan verdes como la podredumbre que invade mis uñas y mis ojos verdes de vejez, ciegos huequitos rellenos de vacío verdoso. Nada de dos esmeraldas brillando en sus órbitas, sólo dos agujeros pochos. Mis tetas se estiraron con el paso de los años y ya están llegando al suelo; y ellos se cuelgan por ahí, columpiándose sin temor de herir a mis otros críos.
¿Qué hago en este lugar? Tan sola, inmensamente verde, intensamente inmóvil. Nadie creería que fui reina, que tuve a Roma a mis pies y que mías eran sus siete colinas. Todas mías, incluso en monte Pincio y los territorios de la campaña. Todos me querían, me reverenciaban, me adoraban al punto de considerarme su diosa madre. Me buscaban por los montes en cada una de mis sucesoras y me regalaban frutos frescos, alguna que otra alhaja, a veces un buen trozo de carne sanguinolenta que yo devoraba en la oscuridad, alejada de sus caras de asco ante el espectáculo de mi hambruna. Roma era mía y esperaba todas las semanas el oráculo que le dijese que yo aún la protegía y le daba mi bendición.
¿Hace cuánto tiempo que no lucho, que no vivo, que no sueño? Estoy cansada, harta de esta anestesia que me impide cambiar de lugar, siquiera la posición. Y mis tetas me pesan y mis cachorros piden a gritos más y más leche; se cuelgan de mí con torpeza estrujando mis tetillas, ordeñándolas en procura de una gotita más de líquido. Quieren vida; me la piden aullando y yo estoy tan reseca como mis cuencas. Hace siglos. Hace milenios. Sé que en algún momento se irán; se olvidarán de esta pobre vieja que les dio calor, que les enseñó a caminar en sus cuatro patas, que los instruyó en los peligros de la vida y les dijo cuál era la palabra secreta con la que se tenía que matar a otro sin sentir culpa alguna. Se olvidarán de su madre. ¿Será posible?
Me sacaron otra foto. Seguro que salgo verde, bien verde. Y ellos van a decir que era de bronce o de mármol, hasta fantasearán con el oro del Antiguo Imperio. Y las tripas se me retuercen ante este mercado persa. Me exhiben como a un trofeo viejo, una curiosidad de épocas remotas, culturas ya pasadas. Nada pasa. Nada. Yo tengo a Roma acuñada en mi útero. Yo soy el auténtico caput mundis, el verdadero y real. Aunque se empeñen en profanar mis sagrados templos con grafitis blasfemos; mis imágenes, con navajas anónimas.
Ahí se van todos. ¡Por fin! Demasiada gente me abruma y no dejan que me concentre en mi inmóvil propósito. Ahora voy a descansar, ahora que el museo cierra, que las luces se apagan y las alarmas se conectan. Ahora que los desdichados sueñan conmigo retozando feroz por las siete colinas. Sí, ahora que Rómulo y Remo parecen dormidos.