Andrés Quintero Tocancipá

Nací en Bogotá – Colombia en 1960. De oficio comunicador y algo de empresario. 

Quise retirarme de trabajar antes de lo previsto para intentar recuperar el tiempo que había perdido trabajando. 

Desde entonces, me he dedicado a perseguir viejos anhelos refundidos, uno de ellos escribir para contar historias, para hablar conmigo mismo y con aquellos que ya no están conmigo.

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“El pueblo más limpio de la Tierra hace parte del libro de género mixto La Odiosita, que bajo el sello de la editorial La Discreta saldrá publicado en abril próximo”.

El pueblo más limpio de la Tierra

Todas las madrugadas, San Antonio del Viento despertaba tan pulcro y resplandeciente, que los forasteros que llegaban a esa hora del amanecer creían que se trataba de un pueblo sin estrenar. 

Hasta la arena de su playa estaba ordenada en perfectas hileras, como si sus habitantes pasaran toda la noche peinándola con rastrillos de cerdas minúsculas. Y a pesar de las legendarias tormentas del vecino desierto de la Alta Guajira, las ventanas de todas sus casas amanecían con la transparencia del aire del mar Caribe, por lo que las mujeres del pueblo, en un acto de compasión, las señalaban con hojas de caña brava, para evitar que las aves marinas murieran confundidas tratando de atravesarlas. 

Faustino Leguizamón, su alcalde emérito, solía decir, a quien quisiera oírlo —y a quien no también—, que San Antonio del Viento había sido nombrado el pueblo más limpio de la Tierra. Nadie supo nunca cuándo le otorgaron semejante galardón universal a una mísera ranchería perdida en la punta extrema de un país bananero, ni cuál organismo internacional lo hizo, ni qué pueblos lograron el segundo y el tercer lugar, ni dónde estaba el trofeo que acreditaba el título. Sin embargo, nadie que lo hubiera visto en las primeras horas de la mañana podría poner en duda que se lo merecía. 

Fuera del padre Sanclemente, predestinado desde su nacimiento a ser el sacerdote del pueblo, y a quien sus padres enviaron de niño al seminario de los dominicos en Riohacha, a pocas horas de allí, ningún otro de los seiscientos diez y siete habitantes de San Antonio del Viento solía alejarse más allá de las dos leguas marinas, donde la mayoría de los hombres y algunas viudas pescaban todos los días. Tal vez por esa misma falta de curiosidad fue que ninguno de ellos se había preguntado desde cuándo y por qué la marea alta limpiaba su pueblo todas las noches. 

Es que la primera vez que sucedió ninguno de ellos había nacido, ni tampoco lo habían hecho sus antepasados, ni los antepasados de sus antepasados, ni aquellos fundadores del pueblo que usaban armadura y barba, ni tampoco los aborígenes Wayuu, que fueron realmente los primeros seres humanos que se asentaron en esa minúscula parte del planeta cuando llegaron con la última migración del norte. Se conformaban con saber que la marea alta en la noche limpiaba su pueblo como otro acto más de la naturaleza; algo que se merecían y por lo tanto jamás agradecieron. 

Por supuesto, en el pueblo no existía vertedero de basuras, ni relleno sanitario, ni utensilios de aseo. Cuando un despistado vendedor ambulante llegó con el amanecer a la entrada del pueblo, creyó que era su día de suerte; en un lugar tan extraordinariamente pulcro —pensó— debe vivir mucha gente que venera la limpieza. Aquí, mis aspiradoras manuales serán un éxito, concluyó optimista. Logró vender solo una; la que le compró Faustino Leguizamón para exhibirla enmarcada en la pared más vistosa de la alcaldía. A partir de ese día, sin la menor muestra de vergüenza, y para que jamás ya nadie osara dudar, el alcalde emérito de San Antonio del Viento afirmó, a quien quisiera oírlo —y a quien no también—, que se trataba del trofeo otorgado en honor al pueblo más limpio de la Tierra. 

Los sanantonioventiados sabían que todas las noches la marea alta iniciaba su recorrido entre las nueve y las diez, según fuera la fase lunar, y que duraba más de seis horas. Cuando veían que lentamente el mar comenzaba a acercarse, reconocían la señal para irse a dormir. No tenían opción. El agua invadiría sus calles, llegaría hasta sus casas, se colaría por las rendijas de sus puertas y ocuparía cada rincón de sus hogares. Así, en la noche, San Antonio del Viento se convertía en una especie de barco en forma de pueblo, y quizás fuera esa la razón por la que todo aquel que dormía allí, habitante o forastero, soñaba con grandes aventuras marinas. Unos, siendo héroes en las batallas de Cartagena de Indias, Trafalgar, Lepanto o en el mismo desembarco de Normandía; otros, los que solían tener pesadillas, lo hacían en el hundimiento del galeón San José, o del Titanic, o perdidos en alguna de las cien leguas de un viaje submarino; y otros, los más románticos, soñaban en parejas, siendo Florentino Ariza y Fermina Daza navegando en un buque a vapor en los tiempos del cólera. Y mientras todos los habitantes de San Antonio del Viento dormían mecidos en su barco pueblo, el mar hacía su trabajo nocturno de limpieza. Para eso utilizaba todo un arsenal; miles de rémoras aspiraban calles y andenes; los peces globo se encargaban de llevarse los plásticos que todo lo invadían; crustáceos minúsculos se adentraban hasta rincones inauditos para devorar el último rastro de suciedad y corrosión; anguilas succionaban excrementos y demás desperdicios orgánicos; estrellas de mar pulían ventanas; peces rastrillo peinaban la playa y, finalmente, el efecto abrasivo y purificador del agua marina, en su lenta retirada, dejaba el pueblo preparado para estrenarse un día más. 

No se supo cuándo esta eficiente máquina de limpieza marina comenzó a excederse en sus funciones. Y tal vez nadie lo notó porque lo hizo muy lentamente. Al principio, solo fueron diminutos hipocampos los que ayudaban a vaciar de malos pensamientos las mentes de los durmientes mientras soñaban. Pronto, pulpos llegados de las islas del Rosario absorbían la avaricia de los intermediarios del pescado y el resentimiento de sus clientes. Después, llegaron las sirenas del lejano Adriático, que con sus cantos hipnóticos se encargaron de erradicar el morbo con que los hombres miraban a las colegialas del bachillerato y el padre Sanclemente a los niños de primaria. Más tarde, libélulas marinas comenzaron a limpiar la doble moral de las rezanderas de misa diaria; y peces luminosos, jamás vistos por un humano, emergieron de las profundidades a la caza de codicias, traiciones, envidias, celos enfermizos e infidelidades. 

Pero al igual que el resto de los desperdicios físicos, que inevitablemente se reproducían a diario, las malquerencias humanas también resurgían a medida que transcurría cada jornada. De esa forma, los ciclos de pulcritud e inmundicia se alternaban, uno tras otro, cada doce horas, lo que hacía que San Antonio del Viento pasara de ser en las madrugadas un lugar idílico, de gente buena, calles impecables, habitado por almas transparentes, como los ventanales de sus casas, a mutar, lenta e inexorablemente, hasta el anochecer, en un pueblo caótico, sucio y lleno de pobrezas humanas, como cualquier otro.

Y así funcionó por décadas, en un movimiento pendular, a manera de una adaptación caribeña y corroncha del ying y el yang, hasta el día en que Matilde Lina encontró, muy de mañana, un trozo de cuero antiguo tirado en medio de la calle. Más que sorprenderse por el hecho inaudito de encontrar basura a esa hora, sus huesos de matrona grande se estremecieron por el mal presagio que los recorrió. Tomó el cuero e intentó interpretar el texto grabado que contenía, pero estaba escrito en un lenguaje arcaico, ininteligible, con un alfabeto desconocido para ella. Lo primero que se le ocurrió fue llevarlo a la máxima autoridad del pueblo, pero Faustino Leguizamón le quitó importancia y le pidió que olvidara el incidente, no fuera a ser que a causa de este pequeño fallo de limpieza mañanero perdieran el título del pueblo más limpio de la Tierra. Matilde Lina ignoró la petición y llevó el trozo de cuero al párroco, esperanzada que, por saber él algo de latín, pudiera descifrarlo. “Imposible, hija” le dijo el padre Sanclemente, “pero sus formas me recuerdan los simbolismos que aún usan los indios Wayuu que transitan por el desierto con sus cabras”. Durante los siguientes días Matilde Lina abordó a cuanto indígena pasó por el pueblo vendiendo leche de cabra para pedirle traducir los símbolos, pero solo uno de ellos, el más anciano, logró identificar algunos pocos que le fueron familiares. Dijo que parecía ser una maldición ancestral, pero no pudo descifrar realmente su significado. Matilde Lina, resignada, decidió guardarlo en un cofre a la espera de la llegada de algún Wayyu mejor ilustrado sobre la lengua antigua de sus pueblos. Para calmar su malestar de huesos, anidó la esperanza de que nada más inusual volviera a suceder. 

Pero no fue así. Muy pronto, Jesús Amado Silva, un pescador a pulmón, que ostentaba el récord de caza de langosta a cuarenta metros de profundidad y que era poeta en sus tiempos libres, notó, al despertar, que la ventana de su cuarto tenía rastros de arena. Al siguiente día fue Jacinto Perales, un vendedor de plaza, sonriente y generoso en las mañanas, pero agrio y codicioso al anochecer, que vio cómo el percudido de su carpa, en el puesto de mercado, no había desaparecido con el alba, algo que no sucedía desde que tenía memoria.

Con los días, varios más comenzaron a notar de madrugada pequeños errores de limpieza, que fueron motivo de una alarma creciente en la medida que aumentaba su número. Pero nadie reaccionó, y fue solo hasta la mañana en que el pueblo amaneció tan sucio y descuidado como había terminado la noche anterior, que el alcalde Leguizamón convocó, en junta extraordinaria, a todos los habitantes de San Antonio del Viento, no solo para anunciarles la mala nueva de que habían perdido el título al pueblo más limpio de la Tierra, sino también para comunicarles el inevitable incremento de impuestos, el cual se destinaría a la construcción de un relleno sanitario y, si los recursos recaudados lo permitían, a importar desde Finlandia la más moderna planta de reciclaje, para disputar, en compensación al honor perdido, el título al pueblo más ecológico sobre la Tierra. Una promesa que quedo solo en hinchado fervor político y buenas intenciones. 

En sus homilías del domingo el padre Sanclemente instaba a actuar con estoicismo. El verdadero cristiano asume con resignación los sacrificios, decía, tratando de dar consuelo a sus feligreses que no aceptaban la nueva y fatigante rutina diaria de limpieza y recolección de basura. Quizás sea un mensaje del cielo para que purifiquemos también nuestras almas, concluía, no muy convencido.

Pero las oraciones sirvieron de poco y las malas noticias solo empeoraron. La misma marea alta, que desde siempre había limpiado a San Antonio del Viento, llegó una noche, más impetuosa que nunca, para devolver, de un solo y demoledor golpe, los deshechos del pasado. Miles de rémoras trasbocaron los desperdicios acumulados por siglos; los peces globo se encargaron de defecar los plásticos que habían tragado desde la nefasta fecha en que el primer plástico llegó a San Antonio del Viento, con la promesa de ser el gran invento de la humanidad. Los crustáceos minúsculos, que antes se adentraban en cada rincón para dejarlos impolutos, esta vez lo hicieron para poblarlos de la corrosión y el moho que habían recolectado en cientos de años de limpieza diaria; anguilas de todos los tamaños llegaron en manadas para vomitar los excrementos de aborígenes Wayuu, conquistadores españoles, criollos, esclavos africanos, mulatos, libertadores y de las doce generaciones siguientes; y los hipocampos, los pulpos de las islas del Rosario, las sirenas del Adriático, las libélulas marinas y los peces luminosos de las profundidades se encargaron de devolverle a los pobladores de San Antonio del Viento, en esa misma noche, toda la podredumbre que con tanta diligencia habían intentado eliminar del alma humana.

Cuando Matilde Lina despertó, sobresaltada por un hedor tan hereditario como nauseabundo, no necesitó ya esperar a que algún anciano indígena le ayudara a descifrar el significado de símbolos antiguos. Se unió entonces a los otros seiscientos diez y siete habitantes del pueblo que, aterrados y absortos ante el espectáculo de venganza marina que cubría todo el horizonte, comprendían que era demasiado tarde para ser redimidos, y que ni huyendo tendrían salvación. 

Y mientras todos se hundían lentamente en una masa espesa de mierda milenaria, Faustino Leguizamón, con toda la prosopopeya de un alcalde emérito, exclamó, tan alto como pudo, para que lo oyera quien quisiera oírlo —y también quién no—, que San Antonio del Viento acababa de obtener el título al primer pueblo sobre la Tierra en inaugurar el fin de los tiempos.

Pronto, los demás pueblos del planeta seguirían su ejemplo. 


En el Club de Relato de Irredimibles se dan cita autores noveles y autores con una menor visibildad, seleccionados por nuestro equipo de redacción. Todos ellos con amor por el género del relato breve.

Coordinado por Karim Ali y Atalanta

5 comentario en “El pueblo más limpio de la Tierra”

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