Solo las mariposas conocen

el destino de la espera.

Guardan

la paciencia del huevo

adherido a la hoja,

como beso a la piel y a la memoria.

Se alimentan de una esperanza

hecha de algodoncillos y

mienten con el descaro propio de los

lepidópteros.

Disfrazadas de gusanos

mentirosos,

escondidas en crisálidas

aún más mentirosas.

Ahí están ellas,

colgadas como péndulos en las ramas,

escurriendo sus alitas

insignificantes, majestuosas;

mirándose orgullosas en los reflejos

minúsculos del rocío;

permutando fugacidad por belleza.

Acá, nosotras,

las que nos arrastramos

sin paciencia

ni destino,

debemos pelear por el sustento,

desovar con reticencia,

alimentar a nuestras larvas ,

y soñar,

soñar hasta las lágrimas,

con dolor, con vergüenza,

con la metamorfosis

que nunca llegará.

Mi madre decía que

la naturaleza es sabia; que

el tiempo de las orugas no sabe

ni de estaciones, ni de lluvias,

ni de espejos, tampoco

de encanto; que

se puede volar sin alas

deslizándose lento

camuflada entre las nervaduras,

arqueando de tanto en tanto

el lomo,

aceptando lo que se tiene

y lo ausente.

Quizás tenía razón.

y la naturaleza es así

de sabia, así

de cruel.


Un comentario sobre «El tiempo de las orugas»

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