Creo que todo comenzó cuando madre se fue y ahora yo, después de tanto tiempo, vuelvo al mismo lugar del inicio, como en un loop perfecto. Pero esto no es el principio sino el final, cerrando el círculo, atando los cabos y dejando que todo vuelva a comenzar o terminar. Quizás todo estuvo terminado desde un principio y todo el interregno de mi vida ha sido solo un sueño, un vocablo mal pronunciado o un silencio esquivo. Sin embargo, debo asumir que hubo un comienzo y por ahí debo comenzar, a pesar de su redundancia.

Desde que nací todos creyeron que era muda: padre, abuelos, pediatra, banqueros, presidentes; todos pensaban eso, excepto madre, porque ella, como buena madre, era la dueña del lenguaje y del habla.

Madre suspiraba, sollozaba, carcajeaba; articulaba todos los sonidos y los gobernaba con un simple movimiento de labios. Sabía llamar a las cosas por su nombre: auto, casa, perro, dominó, cicatriz. Así era con todos y conmigo. Yo me limitaba solo a mirarla y señalar con mi dedo regordete, a modo de puntero, cada cosa. Entonces ella murmuraba: estrella, agua, puré, cama, tristeza. Y yo asentía sintiéndome segura. Madre era mi mejor intérprete y yo su sonido predilecto: hija, amor, entraña, lucero.

Un día madre se fue y se llevó mi silencio consigo. Ya nadie me nombraba ni nombraba mi mundo. Entonces fue cuando la boca se me llenó de mucho más que dientes: mariposa, muerte, amiga, ausencia. Era como si madre hubiese dejado todas las palabras desparramadas por doquier y se hubiera dado a la fuga; y yo, con mi lengua recién estrenada, las iba recogiendo una a una, apilándolas en mi paladar: abeja, bidet, escuela, cactus.

Cuando madre se fue, poco a poco las palabras fueron cubriéndome el cuerpo, tapándome toda. Entonces, el señor tipógrafo que trabajaba en la imprenta de padre me las despegó una a una y las ordenó, letra a letra, en formas tipográficas y las imprimió sobre un papel obra comercial color canario de 80 gramos.

-Helvética negrita, cuerpo 10 -, me dijo.

El tipógrafo se llamaba Ulises. Me enseñó a escribir de derecha a izquierda y a leer del mismo modo, enfrentada a un espejo. Tiempo después, Uli se fue a Ítaca con Kavafis y yo me quedé otra vez sola con mis palabras escritas a contramano:  onuyased, otnall, agos, oseb.

Recuerdo lo engorroso de pararme frente a un espejo para poder leer el reflejo de mis palabras y así hacerlas sonar como el viento repiqueteando sobre los cristales.

Un día, un grupo de palabras subversivas se amotinaron y se escaparon de los espejos y armaron filas y me enfrentaron. Dolor, guerra, patria, violencia. Como lanzas esdrújulas y agudas, aguijonearon mis tobillos y empezaron colarse por mi cuerpo. Unas poblaron mis bolsillos y se ordenaron en poemas malhechos en papeles arrugados en bollos dispuestos a convertirse en pelotas de fútbol callejero de los niños del vecindario; otras, las más atildadas, se ubicaron en el huequito de mi esternón, justo entre medio de mis pechos, e hicieron una fogata pequeña, pero cálida y se restregaron las vocales entre sí (sobre todo las úes que son tan tímidas) y murmuraron sonidos dulces con olor a hierba recién cortada. Pero las otras palabras, las que se morían por ser pronunciadas, treparon por mi laringe hasta pedir asilo en mi paladar. Las sentí hormigueándome los carrillos hasta que no aguanté más y empecé a escupirlas una a una. Podía sentir como las colocaba en la lengua y las catapultaba al exterior con sonidos estrepitosos: revolución, esperma, política, sexo, alimento.

Debo reconocer que el ruido ensordecedor de mi propia voz me maravilló, entonces seguí hasta la madrugada espetando sonidos que se transformaban en castillos de nubes, grullas de origami, fuegos de artificio, telescopios astronómicos, murales de Siqueiros y pompas de jabón celeste.

Ahora todo es muy distinto:  suspiro, sollozo, carcajeo, gobernando mi lengua con tan solo un movimiento de labios. Mi hijo me mira ensimismado, como mudo. Señala todo con su dedito regordete a modo de puntero: árbol, luna, abrigo, leche, mamá.

Hoy recibí un mensaje de Ulises. Cuenta que por fin llegó a Ítaca, que extraña los tipos móviles del alfabeto latino, que en mi foto de perfil estoy muy parecida a mamá. Entonces me sonrío y mi boca se llena de perfume, de palabras que estreno cada vez que mi hijo señala el mundo, creando a cada paso un vocablo nuevo que invento solo para él, nombrándolo de mil formas: hijo, amor, vida, alma.

Así se llamaba mamá: Alma.


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