Por Atalanta y Marisol Moreno

Rosa Navarro es manchega. Ya desde su nacimiento apuntaba maneras: nació en un ascensor quizá por las prisas de venir a este mundo a hacer cosas. Devoradora de libros desde pequeña, hija de devoradores de libros. Temprana narradora de historias.

Fue trompetista, estudió filología e interpretó a La Justicia en la película Tiempo después de José Luis Cuerda.

Es profesora de universidad. El humor está en su naturaleza y se lo toma tan en serio que dirige el Congreso Internacional de Comedia de la Universidad Autónoma de Madrid.

Impulsora del microrrelato como género independiente y autónomo y defensora del cuento literario, Rosa es una observadora científica de la condición humana, que le hace vivir en una ficción continua “La vida en sí es absurda. Los humanos somos absurdos. El humor absurdo es lo único que nos puede salvar.” 

Ha organizado cursos de verano en Alcázar de San Juan, clases de ELE y ahora está inmersa en un proyecto de rescatar mujeres manchegas (o no) que hicieron algo importante por su tierra, como Josita Hernán, la primera tonta del bote, actriz, mujer culta, guapa, que llevó todo el teatro del siglo de oro por todos los pueblos de La Mancha). 

La literatura es su religión, una religión politeísta, donde el placer y el castigo lo encuentras en la lectura. La Biblia le interesa ficcionalmente y se declara seguidora del patolicismo y el amanecismo.

Con su pelo de fuego, ella tiene claro que en la Edad Media habría acabado quemada en la hoguera. Se considera hija de Lilith. De niña un médico la comparaba con Lisa Simpson. De mayor, se ha convertido en una mujer que sabe mucho de mitología, de escritura, de editoriales, de talleres de escritura y de lectura. Sigue siendo devoradora de libros, pero además, sabe provocar acontecimientos. 

Además, es experta en Hayao Miyazaki y ese conocimiento rezuma en toda la atmósfera y en todos los personajes de su libro de relatos: “he hablado de Totoro hasta en un congreso, de Chihiro… Soy un poco friki. Mis amigos siempre me regalan algo del studio Ghibli. Lo tengo todo”.

Rosa es divertida, tierna y un regalo para los que tenemos la suerte de conocerla, ella provoca a su alrededor una atmósfera que hace que sucedan cosas, situaciones inesperadas, giros de guion tanto en la vida como en la literatura. 

Todo esto está en sus cuentos narrados con tanta maestría que sorprende y emociona a un tiempo.

¿Por qué has esperado tanto tiempo para publicar y por qué ahora?

Para mí escribir es una necesidad vital, pero publicar no. De hecho, como conozco muy bien cómo funcionan las editoriales, no tenía mucho interés, pero por casualidad, vino a la universidad Lorena Carbajo, la fundadora y directora editorial de Bala Perdida, y coincidencias de la vida, fuimos compañeras de carrera, y nos pusieron a hablar, y en cuanto le pasé el manuscrito de Niña con monstruo dentro, quiso que lo publicara con ella.  

Háblanos de Niña con monstruo dentro, ¿cómo elegiste ese título?

Para mí, Niña con monstruo dentro refleja muy bien la idea del libro.  Un ser a priori inocente con un bicho dentro. Hay un relato que se llama Tripas y cuerpos, cuya protagonista se llama Nina y tiene un “monstruo” dentro, y se me ocurrió que podía ser ése el título. Pienso que todas las personas tenemos una especie de quimera dentro y eso es lo que provoca los giros en nuestras vidas. Es esa fortaleza interior que provoca la sorpresa, el cambio o la emoción.

¿Por qué 17 relatos y cómo has elegido el orden de los relatos?

El libro finalmente se compone de diecisiete relatos, pero en un principio, fueron trece, porque a mí el número trece me gusta, pero luego, me encariñé de otros tres, y se iba a quedar con dieciséis relatos y a ultimísima hora entró Arrivederci, el último relato, que tuve muy claro que lo quería para cerrar el libro. Elegir el orden de los relatos, como dice Ana María Shua, es muy difícil. Algunos llevan muchos años escritos y otros son más recientes. Hay más, pero se han quedado en el cajón. Lo que sí tenía claro era el primer relato y el último, los demás, te lo pide el libro.

¿Cómo ha sido el proceso creativo del libro?

Hay dos relatos bastante viejitos, como yo digo, el de Moluscos y Tempura y Barbus Interruptus, otros que he hecho recientemente como ejercicio de un taller de escritura al que asisto… Un proceso largo, de muchos años. 

¿Asistes a un taller de escritura creativa? ¡Pero si podías ser la profesora!

De hecho, yo imparto talleres de escritura creativa, pero quería probar básicamente por dos cosas: para volver a retomar la disciplina de escribir todos los días, y por el grupo de personas que se forma y la manera de analizar los relatos.  Y bueno, me ha gustado mucho la experiencia porque el profesor – en este caso, porque no siempre sucede así en los talleres -potencia lo mejor de ti y no quiere enseñarte a escribir a su manera.

¿Tienes algún ritual de escritura?

Para escribir necesito silencio emocional. No puedo escribir si hay otra persona en la habitación de al lado. Tampoco puedo escribir escuchando música porque no me deja concentrarme en la escritura.

¿Qué estas leyendo ahora?

Estoy releyendo a Concha Alós. Pero también leo mucha literatura hispanoamericana, cuento, novela… También me gusta leer relatos de Haruki Murakami y la literatura clásica infantil alemana me fascina.

¿Y qué estas escribiendo ahora?

Estoy corrigiendo la novela, que es un sindiós.

¿Esperabas el éxito que está alcanzando tu libro, ser finalista del premio Setenil o ganar el Tigre Juán?

No me lo esperaba. Ha sido sin querer. 


Desde Irredimibles queremos felicitar a Rosa Navarro por el premio Tigre Juan 2023 para Niña con monstruo Dentro y agradecerle enormemente que haya cedido su relato Adrivererci para su publicación en nuestras páginas:

ARRIVEDERCI

Rosa Navarro

Un muro de hormigón hilvanado de grietas y malas hierbas separaba los patios de nuestras casas. En el mío, más pequeño y artificial, las losetas que formaban filigranas intentaban, sin mucho éxito, tapar el musgo que asomaba entre las baldosas. El de Valeria, desmedido y salvaje, era como una jungla caótica poblada de gallinas y conejos, un gallo, varios gatos, sillas sin patas, ruedas oxidadas y materiales de construcción. En realidad, en cualquier rincón de su casa aparecían sacos de cemento, tejas medio rotas y cubos, palas, cinceles con restos de adobe reseco. Su padre, albañil, estaba construyéndola él mismo, pero solo en los ratos que le dejaba libre el trabajo, el de verdad, el de ganar dinero. Y así fue al principio: los domingos lo veíamos colocar ladrillos, alisar paredes y remover masas en cubos negros de plástico. Levantó una estructura de tres plantas, pero, cuando el armazón estaba casi completo, lo abandonó, quizá por cansancio, puede que por aburrimiento, pero el caso es que la casa de Valeria se quedó a medio hacer, tullida, como el esqueleto de un dinosaurio sumergido en la tierra. Una selva de escombros y arquitecturas imposibles, llena de desniveles y obstáculos que Valeria y yo recorríamos en expedición cada día, saltando por los vanos de las ventanas, subiendo a la pata coja la enorme escalera sin barandilla y escondiendo tesoros en las tripas de las paredes. Vivíamos con la emoción del peligro inminente, siempre a punto de morir por un paso en falso, un derrumbamiento o algo desconocido —pero que podía intuirse— oculto en los pilares de la casa. 

Ella era mucho más valiente que yo. Parecía sentir por el dolor o la muerte un desdén profundo, como si estuviera hecha de un material invulnerable y secreto, algo totalmente ajeno a mí que le daba una fuerza indómita y atrayente. Competíamos por ver cuál de las dos se arrojaba desde el escalón más alto, se subía a la pared más empinada o andaba más rápido por las vigas del techo. Siempre me superaba. Se colgaba de cualquier sitio y se columpiaba en las poleas sin miedo, pero también sin darle importancia. Yo vivía aterrorizada con la idea de que se abriera la cabeza, de que el techo cediera y se desplomara o de que sus huesos estallaran en una caída fugaz y definitiva. Lo pasábamos realmente bien. 

Sus padres eran españoles, pero habían emigrado a Cosenza en busca de un trabajo. Allí nació Valeria, que presumía de ser italiana y de tener un pasado que, a través de sus narraciones, hice de alguna manera también mío. Solía relatarme las costumbres de aquel país, tan lejano entonces para una niña simple como yo, en el que los zapatos eran tan caros que los niños de las familias pobres tenían que hacérselos con hojas de parra y tela de araña. Me hablaba de los recreos de dos horas en los colegios, y de cómo amarraban a los niños molestos a la mesa de la profesora, mientras las niñas solo tenían que estudiar danza y repostería.

 —Nuestra villa tenía un lago y unos árboles rosas gigantes que daban fresas y cerezas a la vez. Todos los días organizábamos fiestas en el jardín y las niñas de clase me llevaban pulseras de colores y cintas para el pelo. Mamá tenía una habitación enorme solo para los vestidos. Pero no te los puedo enseñar porque se quedaron allí. No nos cabían todas nuestras cosas en las maletas y, además, pesaban mucho. 

—¿Y por qué volvisteis? Eso nunca me lo dijo, pero tampoco me interesaba demasiado. Me bastaba con imaginar a Valeria con los trajes y las pulseras que me describía, tan distinta a como era entonces, siempre con la cara sucia, los manchurrones en los pómulos exagerados, esa cabeza cuadrada que su madre se empeñaba en enmarcar con un corte de pelo rectangular y el flequillo en línea recta, los pantalones de pana reventados y los jerséis oscuros de persona mayor. —Tenía tantas muñecas que me cansé de jugar con ellas y las regalé en el colegio. Por eso ya no tengo, no me interesan. Prefería pintarme y arreglarme, ponerme guapa como mamá, que siempre parecía una princesa, y echarme colonia cara. Eso se llama perfume, ¿sabes? Teníamos una fuente de la que salían muchos, con olor a chocolate y a rosas. Aquí no los hay iguales, todo apesta a señora mayor. 

Pero no le hacían falta perfumes. El olor de la casa de Valeria, el olor de todos los miembros de la familia, era una mezcla de corral y sopa de ajo, algo húmedo y caliente, un tufo hervido que hinchaba las aletillas de la nariz de los demás. En invierno calentaban la casa con una chimenea que no tiraba bien y que nos impregnaba de humo y ceniza, que nos dejaba en la ropa un aroma a fuego y hollín, pero que jamás enterraba la fragancia de la familia. Su tufo me encantaba y me hacía estirarme y sentirme a gusto, sin preocupaciones, como en una siesta de agosto. 

Su madre era pequeña y destartalada, con una inmensa cabellera negra que llevaba siempre mal atada en una coleta. Me gustaba imaginarla con los vestidos de los que me hablaba Valeria, recorriendo los grandes salones con zapatos elegantes y uñas limpias. Nunca nos daba de merendar, pero me enseñaba palabras en italiano —pomodoro, lavoro, coniglio— y nos dejaba ayudarla a pelar guisantes en primavera y a hacer tomate en conserva en verano. Nos sentábamos las tres en el patio, con un barreño para las pieles y las vainas en el centro, y nos entregábamos al trabajo mientras la madre nos tarareaba canciones italianas que sonaban a tristeza y hojalata, pero que eran tan cálidas y entrañables como ella. A Valeria y a mí nos fascinaba una que hablaba de tardes azules, de trenes y de África, Azzurro il pomeriggio è troppo azzurro e lungo per me, y nos poníamos a danzar alrededor del barreño, como dos gallinas más, dando vueltas cluecas y agitando nuestros vestidos imaginarios. Hasta la madre, que permanecía sentada, se levantaba un poco la falda gris que le llegaba a los tobillos y pisoteaba el suelo con un ritmo vibrante y chillón que espantaba a los conejos. 

Normalmente estábamos las tres solas en la casa. El hermano, un año más joven que Valeria, era canijo y extraño. Solía acompañar al padre todo el día, sobre todo en vacaciones. También tenía la cabeza cuadrada, la cara churretosa y era malo como el diablo. Disfrutaba pellizcándonos los brazos y lanzándonos a los ojos las pipas que comía sin descanso. En alguna ocasión lo descubrí espiándonos desde la escalera, o subido a las vigas, petrificado como una gárgola y centrifugando cáscaras con la lengua. Si le hacía notar que lo había visto, nos las escupía y desaparecía con una agilidad pasmosa, más animal que humana. 

—Es una rata, no le hagas caso —me decía Valeria—. En Cosenza lo teníamos en una jaula, pero se le quedó pequeña. 

Es verdad que tenía ojos de rata, pero una vez me miró con admiración. Fue la tarde en que Valeria me retó a saltar desde el primer descansillo de la escalera. Le dije que estaba demasiado alto, que nos romperíamos las piernas, las costillas, los huesos de la cara. Que el cerebro se nos saldría espachurrado por las orejas y perderíamos la memoria. Pero no me hizo caso. Subió los peldaños con una seguridad prodigiosa, se plantó en el descansillo y me miró con soberbia. Yo gritaba que parase, que no hiciera locuras, que se iba a matar. No me escuchaba. Estiró los brazos —alas sucias, rígidas, desplumadas— y se lanzó al vacío con los ojos bien abiertos, mirando al infinito.

Fue precioso.

 —¿Ves? Eres una tonta. No me ha pasado nada. —Se levantó con calma, se tocó todas las partes del cuerpo y levantó las cejas—. Nada de nada. Venga, ahora tú. 

Lo dijo de tal manera, con tanta suficiencia, que, simplemente, seguí sus órdenes. Subí los escalones despacio, intentando pensar alguna excusa y, al mismo tiempo, reunir el valor suficiente para hacerlo. Noté sus pupilas negruzcas en todo momento, juzgando mi entereza, excitadas, conscientes de su superioridad. Llegué al descansillo y me coloqué para el salto, apretando los puños con todas mis fuerzas. Estaba dispuesta a hacerlo, pero mi cuerpo no respondía. Quería saltar, lo deseaba, pero era incapaz de realizar ningún movimiento. Fue entonces cuando vi que el hermano, apostado en una viga como un murciélago, me observaba con ojos humanos, con ojos de fascinación. No sé cuánto tiempo permanecí así, mirando al suelo, estática, horrorizada. Seguramente aun hoy seguiría allí, como una estatua ridícula, si no fuera porque Valeria se acercó alargando las manos y gritando: 

—¡Vamos, que no es nada! ¡Puedes hacerlo! Y yo estoy aquí abajo para cogerte. —Desplegó las alas y me las ofreció—. ¡No tengas miedo! ¡Estoy aquí para salvarte! 

No puedo decir si fueron sus alas abiertas, la entereza de su voz o la esperanza en la forma de mirarme, pero lo hice. Me lancé —a ella, no al vacío— con una intrepidez hasta entonces desconocida para mí. Tampoco recuerdo si me dolió, pero sí puedo evocar el olor de Valeria, sujetándome entre sus brazos, y el sabor de la sangre en mi boca, crujiente por los trozos de dientes partidos. Ese día volví a casa con las rodillas destrozadas, cardenales de distintos colores y los incisivos fracturados. Estaba segura de que había sido el mejor día de mi vida. 

Nuestros juegos no eran siempre tan peligrosos, a veces solo consistían en fastidiar al hermano o saltar a la comba sin parar nunca jamás de los jamases. Yo solía marcharme antes de que el padre regresara. Era alto como la fachada de un castillo, y su cabeza era un cubo rematado de pelos marrones y robustos. Tenía algo insólito, una fuerza que me atraía y me producía rechazo al mismo tiempo. Siempre fue agradable conmigo, pero me acariciaba la cabeza con unas manos callosas y dilatadas que me intimidaban. Me parecía una amenaza atractiva a la que, por alguna razón, una no podía resistirse ni decir que no. Su presencia desprendía un vaho que incomodaba y te hacía estar alerta. Cuando estaba en la casa, la madre no cantaba y nosotras hablábamos en voz baja. Nadie nos lo imponía, pero era algo que, al menos yo, intuía que debíamos hacer. Por eso, cuando perdió el trabajo y empezó a estar presente a todas horas, Valeria y yo buscamos otro lugar para entretenernos. Encontramos un solar deshabitado en el que había montones de piedras y basura con la que edificamos una casa propia, un espacio que solo nos pertenecía a nosotras. Valeria decidió que la casa estaba en Miccisi, una aldea italiana que tiene mar. Así que pasamos ese verano en la costa, comiendo helados y bebiendo martinis en vasos de aire que sujetábamos con una elegancia estrafalaria. Dejamos de jugarnos la vida y optamos por tomar el sol y hacer pequeños cruceros en un barco que construimos con una tabla y bolsas de papel. Le pusimos una bandera en la que escribimos con letras enormes, rojas y azules, NAVE POMODORO. Salíamos a navegar todos los días, y visitamos lugares como Grecia, Cádiz y Nueva Escocia. Entonces competíamos por inventar la gastronomía más inverosímil —tortilla con chicle de menta, fetuccini con salsa de girasoles— y las costumbres más absurdas, como el saludo de los noruegos, que consistía en una voltereta hacia atrás y un parpadeo frenético. 

Fue un lunes. Lo recuerdo porque yo había estado el fin de semana fuera, visitando a la abuela, y me moría de ganas de volver a Miccisi y contarle a Valeria lo que me había aburrido sin ella. Pero ese día no apareció. Esperé hasta el anochecer y llegué a la conclusión de que quizá no sabía que ya había vuelto. El martes aguardé de nuevo, esta vez subida en Pomodoro, agarrada al mástil hecho con un palo de escoba, y ya algo molesta y nerviosa por la ausencia de mi amiga. No aguanté mucho, la soledad y el desconcierto empezaron a quemarme tanto como las llamas del sol, así que decidí ir a buscarla a su casa. Llamé varias veces, pero no obtuve respuesta. Cuando estaba a punto de darme por vencida, la rata abrió la puerta y me dijo que Valeria no iba a salir en un tiempo. Por extraño que me parezca ahora, en aquel momento solo pensé que era la primera vez que escuchaba su voz y que era sorprendentemente bonita. 

Durante los siguientes días regresé a Miccisi y seguí esperando, tumbada en Pomodoro e intentando saber qué le pasaba a Valeria. ¿Se habría enfadado conmigo porque me había ido un  fin de semana? ¿Estaría enferma? Me angustiaba no saber qué pasaba, me aburría sola en el barco y, finalmente, empecé a albergar una especie de resentimiento contra Valeria, un sentimiento de rencor sutil que me comía por dentro. La culpaba por haberme abandonado, por no decirme ni siquiera adiós, arrivederci. 

Pasó el verano y no tuve noticias suyas. Yo jugaba sola en mi patio limpio y embaldosado, libre de obstáculos, pegada siempre al muro que separaba nuestras casas. Me quedaba quieta, intentando percibir la voz de Valeria, las canciones de la madre, el hedor de la casa. Pero solo podía escuchar las gallinas picoteando en la basura, a veces un martillo aporreando algo, un grito, un llanto, algún maullido. Tarareaba Azurro, con la esperanza de llamar su atención, de que notara mi presencia constante al otro lado. Pero me di cuenta de que esa canción, además de África y de trenes, hablaba de los domingos solitarios en un patio y de que las tardes no solo son azules, sino que también son demasiado largas. Mi accorgo di non avere più risorse senza di te

Los días ya eran cortos y las noches compactas cuando encontré el trozo de ladrillo en mi patio. Parecía insignificante, pero alguien se había esmerado en raspar en uno de los lados el siguiente mensaje: Miccisi, a medianoche. ¿Era una invitación, un reto? No me importaba. Me excitaba la vuelta a casa, el reencuentro con Valeria, el desafío de salir de casa a hurtadillas, el miedo a la oscuridad. La impaciencia no me dejó respirar hasta que llegó la hora y llegué, con la lengua fuera y el corazón atronado, a Miccisi. Allí, agarrada al mástil de Pomodoro, estaba Valeria. Me dio la impresión de que tenía el pelo mucho más largo, pero apenas había luna y solo podía adivinar su silueta, que me pareció más pequeña y ruinosa. 

—¡Vamos, no te quedes ahí! ¡Sube, que tenemos que zarpar! 

No me importó la ausencia de un saludo o de una explicación. Solo quería navegar con ella, olerla, abrazarla de nuevo. Subí a bordo y de inmediato me embriagó su soberbia, la peste que emanaba, su cabeza cuadrada y su mirada, que aquella noche parecía de pirata, porque se podía adivinar un ojo hinchado, casi  tuerto, machacado quizá por unas manos largas de cemento que no cabían en nuestro barco. 

—¿A dónde quieres ir? —Fue lo único que me atreví a preguntarle. 

—Me da igual. Solo llévame lejos de aquí. 

Obedecí. Estuvimos en África, y después en Japón y en Malasia, inventando comidas exóticas y asquerosas, aprendiendo costumbres absurdas y bailando como locas danzas típicas que improvisamos durante toda la noche. Regresamos al amanecer y, cuando nos despedimos frente a nuestras casas, solo me dijo arrivederci

Ese fue el último día que estuvimos juntas. Fui a buscarla varias veces, pero dejaron de abrirme la puerta. Tiempo después la familia desapareció y nunca supe si regresaron a Italia o fueron a algún otro lugar. Pero poco antes de su marcha, al pasar por su casa, la vi mirándome desde el piso de arriba. Parecía un espectro raquítico de tonos violáceos y azulados, y había perdido la mirada soberbia y valiente. Me paré y grité su nombre muchas veces, hasta que abrió la ventana. Sacó su cuerpo casi por completo, midió la distancia que había hasta el suelo y cerró los ojos. Yo extendí los brazos y supliqué: 

—¡Vamos, que no es nada! ¡Puedes hacerlo! Y yo estoy aquí abajo para cogerte. 

Ella estaba paralizada, con los puños cerrados. Yo insistí con todas mis fuerzas: 

—¡No tengas miedo! ¡Estoy aquí para salvarte! 

Pero no lo hizo.

BONUS TRACK: Os dejamos el video a la magnífica lectura del relato anterior por Mariaje Ainaga, agradeciéndole su colaboración:

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