—¿Paciente o familia? —me preguntó Marlon Brandon mientras su cara se inundaba de una legión de tics que repetiría sin cesar durante toda la velada.
No supe qué contestar. El doctor Ganger había sido mi psicólogo durante 25 años.
—Familia… No, paciente —me corregí sin mucha convicción.
—Hijo de puta —murmuró Drácula; luego se zampó un bocado de salmón como si quisiera taparse la boca a modo de disculpa.
Las fiestas no eran lo mío, sobre todo si había confundido a Coppola con Scorsese e iba disfrazado del chofer psicópata de «Taxi Driver».
Desde que el doctor Ganger me había entregado la invitación a su fiesta de retiro, previo pegarme una bofetada como método de distracción para amortiguar el dolor por la pérdida que se avecinaba, mi mundo se había derrumbado. ¿Sería capaz de sobrevivir sin su guía o me hundiría en ese mar de fobias superadas a medias?
Todo había comenzado cuando mi madre enterró vivo a mi padre. No hubo velorio ni tumba ni nada, solo un obituario en La Nación que decía «Muérete. Esposa e hijo te sobreviven con odio».
Al poco tiempo, la tanatofobia se apoderó de mi vida y con apenas 6 años fui a parar a lo de Ganger. Sus métodos eran poco ortodoxos, pero eficaces. «Terapia situacional in extremis», versaba el cartel en la puerta de su consultorio, que cobró sentido cuando acampamos dos noches seguidas en el Cementerio de la Chacarita. Después llegaron los bungee jumping para la acrofobia, las maratones de películas de Gaby, Fofó y Miliki para la coulrofobia, el criadero de gusanos para la verminofobia.
Ganger sostenía que la sucesión de fobias, la dislexia, la timidez extrema, todas mis dolencias, provenían de un solo trauma: la ausencia de figura paterna. Años después, cuando papá regresó siendo Jazmín y casada con mi padrino, enterré muerta a mi madre. Desde entonces, según el doctor, mis traumas tenían una sola y renovada raíz: el celibato.
—¿El doc no te dijo que la temática de los disfraces era los filmes de Coppola? —me gritó Sonny Corleone gesticulando ampulosamente y derramando una copa de vino tinto en mi pantalón blanco.
En vano intenté limpiarme mientras Drácula siseaba «Taxi Driver está menstruado». Las cosas no estaban yendo bien y volvieron las palpitaciones que creía haber superado cuando mi mentor me llevó a la zona roja para que debutara, sin éxito, con una de sus pacientes adictas al sexo.
Fue entonces cuando un aroma extraño inundó el ambiente. Levanté la vista y vi al gordo Brandon, que a esas alturas se hacía llamar Coronel Kurtz, fumando un porro.
—¿Querés una calada? — ofreció con tono solemne. —Es parte de mi terapia, por estos putos tics ¿viste?— se justificó.
Debí haberme negado.
Un par de horas antes había llegado al lobby del hotel H y, mientras observaba el plano con la ubicación de las mesas, sentí cómo mis manos comenzaban a sudar. Ni siquiera cuando encontré mi nombre escrito en ese cartel pude calmar mi ansiedad. Entonces ingerí unos tranquilizantes con una copa de vino, pero la hiperhidrosis siguió acompañándome durante un buen rato mientras deambulaba entre las mesas.
—Señor, ¿mesa núme…?
—Doce — había interrumpido al mozo o al tipo disfrazado de mozo.
—Por acá — había respondido, conduciéndome a ese rincón apartado donde terminaría departiendo con Drácula, Sonny, Kurtz y otro más, que creo que era Michele Corleone, aunque no puedo asegurarlo. Después del churro, todo se volvió confuso.
Recuerdo a los de la mesa de al lado comer el salmón y al instante escupirlo en servilletas. A veces, los bulímicos son así de repulsivos. A lo lejos vi a Ganger, disfrazado de Francis Ford Coppola, conduciendo un trencito humano al ritmo de «Disco Samba».En la mesa del fondo creí divisar a mis compañeros de terapia contra la timidez, todos disfrazados de Freddo Corleone, todos con sus sillas giradas, mirando hacia una pared en busca de refugio. La mesa de enfrente tenía a Don Vito que cantaba a capella anécdotas vividas con nuestro terapeuta, al son de «Despacito».
—Ah, esa es la mesa de los tartamudos—pensé; aunque creo que lo dije en voz alta porque todos los de la 12 carcajearon con ganas.
Sé que después vino la furia, el baile, los vómitos junto a la mesa de los bulímicos -que debieron recibir con indulgencia-, el descontrol y «lo otro».
Amanecí con resaca en un cuarto de hotel de poca monta. Me escabullí del enjambre de brazos y piernas que me aprisionaba. Me vestí a las apuradas preguntándome cómo mierda había terminado en ese sucucho. Después, salí del hotel casi corriendo, procurando borrar de mi mente la imagen de Kurtz desnudo, abrazado a Freddo.
Caminaba por avenida Corrientes intentando olvidar todo y recordarlo al mismo tiempo. ¿Habría sido esa la última prueba in extremis a la que me había sometido el doc? Entonces mi celular vibró. Era un mensaje de whatsapp de Ganger.
«Te paso el contacto del Dr. Vries; ya le hablé de vos para que te atienda. Algo más: la mesa 12 era para los pacientes con Tourette, toxicómanos y sexópatas. La tuya era la 21. Olvidé tu dislexia. Mea culpa».