Un día pegajoso. La humedad está al ciento por ciento. Este miércoles cumplí con la consigna médica y me hidraté, tomé más de dos litros de agua. ¡Con lo que me costó! El agua no sabe a nada si no tenés sed y te forzas a tomarla. Expresamente me aclaró el galeno que el mate y el café no cuentan para la hidratación, que debo tomar agua si quiero prevenir la conformación de piedras en el riñón, en especial en mi caso, que llevo una vida sedentaria y paso muchas horas por día sentado. Por eso, además de las gaseosas y el brindis con sidra en ocasión del cumpleaños de Clarita, me tomé dos litros y fracción de agua, con el recaudo de medirlo con una botella vacía con capacidad para 500 centímetros cúbicos.
Ahora, ya son las 16.46 horas y tengo que apurarme si quiero tomar el ómnibus de las 17. Si no llego a horario, me toca esperar una hora. Ventajas de vivir en las afueras, apuntaría con sorna mi amigo Beto. Salgo al pasillo con intención de hacer un paso fugaz por el baño, pero justo está en el piso el único ascensor que funciona de los tres que existen en el edificio. Abre sus puertas en ese instante, y sin pensarlo dos veces, me subo a toda prisa. El ascensor se detiene en el sexto piso. Luego en el quinto. Finalmente, en el cuarto se completa. Ocho personas apretujadas en la diminuta caja de metal. Gladys, la del sexto, me clava su bolso en las costillas y Mauro me alienta en la cara, lo que me produce desagrado y sensación de asfixia. La máquina para luego en el tercer piso, también lo hace en el segundo y, por último, en el primero. En cada uno de estos pisos se entabla conversación con aquellos que -en vano- quieren subir, y se vierten opiniones respecto de la posibilidad o conveniencia de utilizar la escalera. Cuando llego a planta baja, siento muchas ganas de hacer pis, espero a que Gladys y su bolso bajen, a que salga Mauro y su halitosis de mi proximidad y decido dirigirme al toilette de la planta baja.
Pero son las 16.54 horas, así que no me alcanza el tiempo si lo que quiero es subirme al ómnibus de las 17.00. Empiezo a trotar rumbo a la parada, de la que me separan seis largas cuadras. Los zapatos me hacen doler el arco bajo de los pies y la vejiga hace notar que necesita ser liberada. Dolorido y transpirado llego a tiempo, ayudado por el Inspector de la empresa, que golpea el vidrio lateral de la unidad indicando al conductor que frene, y es solo de este modo que alcanzo el estribo.
Buenos Aires es una ciudad maravillosa, tiene una arquitectura heterogénea embriagadora, gastronomía, el Teatro Colón, barrios para pasear como San Telmo o Palermo. Pero también tiene pobreza, protesta, piquetes, agresiones y la ruta de mi ómnibus pasa por las puertas del Congreso de la Nación, que es el lugar a donde usualmente se dirigen las numerosas protestas de mis conciudadanos. En ese contexto es que mi regreso a casa progresa por Avenida de Mayo, pero se detiene a unos pocos metros ni bien el ómnibus alcanza la Avenida Rivadavia. Mientras miro las banderas rojinegras del Movimiento de los Trabajadores Sociales, pienso en la poesía plena de Daniel Viglietti incrustada en su canción Anaclara. Me pregunto por qué razón la gente de izquierda en su mayoría no conoce a Viglietti y asumo que se debe a que no fue promocionado por alguna discográfica del capitalismo. Me resulta paradójico que por falta de difusión la gente de izquierda no conozca a la mejor expresión artística que la representa. Con estos divagues logro distraerme del único tema relevante: me estoy haciendo pis. Como si fuera un actuario trato de calcular cuánto más tiempo va a demorar el ómnibus en llevarme hasta mi hogar, debido al corte de la avenida. Trato de sentir los ruidos y mensajes que al respecto arroja mi vejiga, mientras soy aturdido por una muchacha que desentona canciones de protesta desde el altavoz de una camioneta destartalada. Existiendo Viglietti y sus canciones me resulta incomprensible que la muchacha disguste de ese modo a propios y ajenos. En fin… lo cierto es que no veo posible aguantar hasta casa con mi vejiga llena.
A veces soy pura inspiración. Se me ocurre un plan que juzgo infalible. Me dirijo hacia el conductor del autobús y le propongo que me deje bajar, correr hasta la confitería que queda en la esquina y volver a subir. No se opone, pero me advierte que no me puede esperar. Así que, si el tránsito se libera es a mi riesgo. Asumo el alea ya que no tengo mucho espacio para negociar con los líquidos que empujan la vejiga. Me apresuro a bajar por la puerta delantera y me dirijo hacia la esquina de Avenida Rivadavia y Callao. Me topo con un grupo de hombres y mujeres que me impiden avanzar, han improvisado un vallado con palos de madera e insisten en que debo rodear la manzana. Trato de hacerlos entrar en razón, les explico que se trata de una emergencia. Incluso les tarareo estrofas del Chueco Maciel y de Camilo Torres. Nada. Ignorantes de la belleza artística de la izquierda. Finalmente me pongo firme. Me estoy meando y voy a pasar por ahí les guste o no. Yo respeto su protesta, así que ellos en franca reciprocidad deben respetar la mía y el llamado de la naturaleza.
Comienza un forcejeo. Esquivo uno, dos golpes. Son tres contra mí y dos mujeres que gritan en tono agudo como chimpancés. Para algo sirvieron las clases de boxeo. Me siento Manny Pacquiao derribando oponentes. Pero en el fragor no veo venir a tiempo el palo que empuña una de las mujeres de la agrupación. La sangre en el labio no me detiene, me reincorporo y sigo el combate. La disputa se va apaciguando pese a que son numerosos, reconocen la talla de mis puños; además, salvo un puñado son todos pacíficos.
En el momento en el que avanzo hacia la esquina donde pretendo encontrar el tan ansiando alivio del baño, soy apresado por tres policías de civil, que me imputan agresiones y disturbios. Me gratifica que también viajen detenidos conmigo los que iniciaron la agresión y la señora del palo. Descuento que nos llevan a la comisaría próxima, pero el viaje se prolonga, demorado por el corte de las calles. Trato de explicarle al oficial a cargo que mi situación sanitaria no puede esperar, que todo se originó precisamente porque no me dejaron llegar hasta el toilette, pero hace caso omiso. Parece no escuchar. Siento como si la vejiga empujara el diafragma, el aparato urinario adormecido. Todo está por estallar.
Detrás de las rejas alzo la voz mientras toman declaración a los otros detenidos. Grito en reclamo de un baño. Cierro los ojos y me llevo las manos al vientre. Todo se vuelve vertiginoso y relativo.
Hasta que al final ya no aguanto más. ¡Cuánta felicidad! Si, felicidad. Dejo fluir el chorro líquido, caliente, ambarino, lo siento como un sol en el muslo deslizándose hacia el suelo, mojándome el jean, haciendo un charco, un charco inmenso.
No siento vergüenza, solo liberación. Liberación. Y sonrío, sonrío como un loco mientras sigue la micción.