Se sabía falsa, una mujer de mentira. Le parecía que hasta desteñía y no podía llorar. ¡Qué tontería! ¡Estás loca! Le dijeron aquellos a los que se atrevió a contar su preocupación. ¡Y péinate! ¡Mira cómo vas! ¡Así nunca te vas a casar! María agachaba la cabeza y empequeñecía también su confianza, que no su convicción, a pesar de que nadie más pareciera darse cuenta de los bordes imperfectos de ese mundo postizo, del cartón que despuntaba si rascaba la pintura de la superficie. ¡Cómo pueden estar tan ciegos! ¿No ven los hilos que sujetan sus brazos, sus casas, sus niños? Una vez tiró del que sostenía su cabeza y se le llenó la boca de escayola azul. El cielo era también un artificio. Otro día caminó sin intención de volver y descubrió que el horizonte terminaba en una pared de cristal opaco. A veces veía cosas al otro lado: un leve movimiento como el batir de alas de una mariposa, destellos fugaces que le recordaban a las Lágrimas de San Lorenzo, y misteriosas sombras chinescas, en especial a altas horas de la noche en las que la luz era más intensa allá fuera. María saltaba y gritaba como si realmente estuviera loca, pero no conseguía hacerse ver ni oír, ni a un lado ni al otro, aunque golpeara con fuerza el cristal. Intentó romperlo, más troncos y rocas se doblaban en el impacto. Ya nadie del pueblo le dirigía la palabra cuando una tarde de invierno encendió la chimenea como de costumbre y, guiada por un impulso, empezó a quemar todas sus pertenencias. Uno a uno lanzó al fuego sus amados libros, sus cuadernos sin usar, las sábanas ajadas de la cama y la ropa bonita que atesoraba en el armario. Siguió con los muebles y la casa entera se incendió. Una botella de alcohol, un brindis con las llamas y otra casa se unió al baile en torno a la colosal hoguera. Ya el pueblo entero ardía: las farolas, los vehículos, los contenedores… incluso el asfalto era de cartón. Los vecinos no se dieron cuenta de que se consumían, siguieron con sus quehaceres cotidianos y sus conversaciones quedaron interrumpidas. En pocas horas el incendio se extendió a los campos y colinas circundantes. El paisaje se tiñó de rojo, pues hasta la última mota de polvo ardió. La luz era tan intensa que parecía que se hubiera hecho de día en el país de los espejos. María esperaba optimista pese al terror que le producía la cercanía de las llamas. A su espalda, el cristal quemaba al tacto en el momento en que por fin acudió un equipo de rescate. Tras romper el vidrio, una mano tiró de ella y la arrastró al otro lado del marco. María no podía creer que su plan hubiera funcionado mientras contemplaba maravillada un hermoso y brillante nuevo mundo de plástico.


Descubre más desde

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo