“Don Santiago Pérez Hidalgo” un relato de Julia Lucas

Julia Lucas nació en Madrid y desde muy corta edad le ha gustado leer y escribir. A los cuatro años, antes de empezar el colegio, ya leía cuentos. La lectura es una afición que nunca ha abandonado. Más que afición, la considera una necesidad vital. La escritura, en cambio, la toma y la deja según la época. Desde el año 2014 escribe con cierta regularidad.  Ha ganado, entre otros, el II Certamen Juan María Molina Jiménez, el VII Concurso de Cuentos de Navidad de Zenda, el VI Certamen Águilas de Relato Breve y el Concurso de Poesía en Instagram #PoemasdeAmor, organizado por Zenda.

Ha participado en la edición del libro “Perlas en la Charca” junto a otros autores del grupo Charca Literaria.

El relato que Julia Lucas cede a Irredimibles ha sido el ganador en el  II Certamen Juan María Molina Jiménez.

DON SANTIAGO PÉREZ HIDALGO

Julia Lucas

Por nada del mundo volvería a pronunciar esa palabra. La respuesta de su madre al preguntarle qué era “eso” no podría haber sido más contundente. Sin pensárselo dos veces, le arreó un pescozón y luego se cruzó el dedo índice sobre los labios. Por fuerza, tenía que tratarse de algo malo. Desde la primera vez que oyó decir que el pueblo estaba dividido en dos bandos lo había intuido, pero ahora estaba seguro. «Bando» debía de ser un disparate como el «puta» o el «¡Cagüendioro!ۛ» que soltaba su abuelo a las vacas cuando se ponía achispado y no atinaba a ordeñarlas. En todo caso, no iba a indagar más. Le escocía mucho el cuello y, sobre todo, que su madre le hubiera pegado. Aunque se muriera de curiosidad jamás mentaría “eso” en casa.

Alrededor de un año después, recién cumplidos los ocho, el Cholete creyó entender qué significaba «bando» y, cuál era el suyo. Fue don Andrés, el maestro, quien propició el descubrimiento mientras le exponía las distintas clases de nombres y artículos. Aquella mañana era su único alumno. La noche antes había caído tal nevada que los demás pupitres estaban vacíos.

El Cholete, en parte por suerte y en parte por desgracia, no se libraba de la geometría, la gramática o lo que tocara, a no ser que las anginas se le infectasen y la fiebre persuadiera a su madre de dejarlo en la cama, algo que sucedía con mucha menos frecuencia de lo que a él le hubiera gustado.

Su madre, la Encarna, estaba al cargo de la portería de la escuela. Le ofrecieron el puesto al día siguiente del inexplicable incendio que, en cuestión de minutos, la dejó viuda y sin casa. Un mal querer, según se rumoreó, aunque nadie tuviera motivos en los que respaldar tal afirmación.

Fuera como fuese, la Encarna aceptó el trabajo por el que apenas cobraba, porque incluía un techo, en la escuela misma, donde cobijarse, que era lo prioritario. Un cuartucho, en realidad, sin luz ni ventana, en el que vivían apretujados los dos junto a la ausencia del Cholas, el padre del chico, que ocupaba tanto espacio como la madre y el hijo. Las estrecheces, sin embargo, lejos de exasperarles, acrecentaban día a día su gratitud. Sobre todo la de la Encarna. Que su hijo pudiera estudiar era a todo lo más que aspiraba ya en la vida.

El Cholete, qué duda cabe, hubiese preferido ir de vez en cuando a cazar pájaros o a trepar pinos como hacían otros muchachos, pero tampoco le hacía ascos a aprender. Era curioso por naturaleza, lo observaba todo y, aunque le costase reconocerlo delante de su madre, le gustaba la escuela.

            —¿Ha entendido usted las diferencias entre nombre comunes y nombres propios? —le preguntó don Andrés zarandeándole, como si creyera que estaba atontado o adormecido.

El chico dijo que sí con la cabeza sin despegar la vista del encerado; los ojos más vidriosos en cada pasada por los ejemplos que el maestro había escrito. El uso de los artículos le había hecho ver por fin con claridad qué era eso de los bandos. Y, de pronto, se plantó las manos delante de los ojos como si deseara tapiárselos. No quería asumir de ningún modo que el pueblo, en efecto, estaba dividido entre los que eran llamados por su nombre, al que antecedía un resonante «don» o «doña» y los que todo el mundo citaba por el mote, precedido de artículo. O, a falta de mote, por el nombre propio, aunque también con un «el» o un «la» por delante, como las cosas comunes que don Andrés había enumerado.

En ese mismo instante, con el fin de reforzar la veracidad de su ilación, el Cholete se aventuró a un recorrido incorpóreo por el pueblo. En cada una de las casas iba parándose y, para sus adentros, nombraba a los moradores. Al llegar a la calle Mayor, donde vivía don Melquiades, el dueño de la fábrica de harinas; don Anselmo, el alcalde; don Lorenzo, el médico, con doña Rosa y sus tres hijas: Cari, Mari Fe y Esperancita, se entretuvo a contemplar la casa del médico, aunque era la única que conocía. Solo desde fuera, a decir verdad, porque ninguna noche le invitaban a entrar cuando iba a recoger a su madre. Después de haber cerrado la escuela, la Encarna se cruzaba el pueblo de extremo a extremo, juntándose con las manos los dos delanteros de su chaqueta negra de lana, hiciera frío o calor, para lavar y planchar la ropa a la familia de don Lorenzo. Tan pronto como esa puerta crujía, al Cholete se le olvidaba el hambre que había acumulado a lo largo de la jornada, así como el miedo que le daba atravesar el puente y los pasadizos a aquellas horas lúgubres. El chirriar de la madera anticipaba unos segundos la aparición de su madre; una sonrisa ancha apuntando al atadijo que exhibía entre las manos, cuyo olor saboreaban los dos de vuelta a la escuela.

Al Cholete don Lorenzo y doña Rosa siempre le habían parecido afectuosos, tal vez por mimetismo con la consideración que su madre los tenía, pero ahora, a raíz de lo que acababa de discernir, no le resultaban afectuosos. Más bien, lo contrario. Incluso los odió un poco al acabar su ficticia marcha por la calle Mayor, del mismo modo que al resto de las personas que la habitaban. Para todos ellos, su madre era la Encarna. Con artículo. Y él, un mero sobrenombre, que si bien ostentaba con cierto orgullo por tratarse de la única herencia que su padre le había dejado, no  le complacía en absoluto.

Ni siquiera tuvo el apremio de traspasar la calle Mayor para convencerse de que los bandos estaban claros y decidió dar por finalizada la incursión al notarse los latidos resonar más fuertes que las campanillas de la entrada al colmado del Tiririque y la Galigocha, frente al que se hallaba detenido.

La mirada de don Andrés, profunda y cristalina, le rescató del ensueño con la ayuda de un brusco tirón de orejas. Todavía enfangado en lo que había descubierto, sintió ganas de abrazar al maestro por poner ante sus ojos la clave para descifrar esa incógnita que hacía tiempo intentaba resolver. No lo hizo. Se juró, en cambio, hacer lo que fuera necesario; cualquier cosa para, de mayor, recobrar su nombre. No podía ni sospechar entonces que pasados los años se arrepentiría.

A pocos meses de ser ordenado sacerdote, su madre fue a verlo al seminario. En la última carta, le había suplicado que lo hiciera. Necesitaba su aliento para dar el paso más trascendental, hasta entonces, en su vida. Aunque sentía muy honda la vocación de maestro, no estaba firmemente convencido del camino que había tomado para conseguirlo; el único, por otra parte, al que tuvo acceso. Pocos días más tarde, el bochorno que sintió rezumar de la voz de su madre, al otro lado de la puerta del seminario, puso fin a todas sus dudas.

—Vengo a ver a Santiago Pérez —la oyó decir al hermano que abrió el portón.

—¿Quién pregunta por él? Aquí no hay ningún Santiago Pérez, señora.

—Perdone usted, pero estudia para sacerdote en este colegio.

—¿Se refiere a don Santiago Pérez Hidalgo?

—Sí señor.

—Entonces pregunte por él como Dios manda.

—¿Cómo voy a llamarle de «don» a mi hijo?

—Su hijo será pronto ministro del Altísimo, buena mujer. Un respeto, por favor.

Le dolió tanto el menosprecio con el que el hermano había tratado a su madre que esa misma noche dispuso sus pocas pertenencias en un hatillo y al día siguiente regresó al pueblo.

—Por nada del mundo consentiré que usted y yo estemos nunca en distintos bandos, madre  —dijo con tono de chanza cuando la abrazó.

La Encarna no supo qué contestarle. Por toda respuesta, le arreó un amoroso pescozón.


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Coordinado por Karim Ali y Atalanta

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Un comentario

  1. Un relato con aires a Miguel Delibes y a Ramón J. Sender. Qué iimportante poner el foco en los artículos, en los pronombres y en los motes (que no dejan de ser metonimias) para darnos cuentas que nuestra identidad no solo está en el yo, en nuestro propio bombre.

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