«Dibujar un mapa» por Marina Eiriz Zarazaga

Esta es una historia que sólo confía en los fragmentos

y ella misma está cosida a retales:

A Albert Camus, por la ciudad visible.

A Antoine de Saint-Exupéry, por el mapa y el vuelo.

A Italo Calvino, por la ciudad invisible.

A Susana Rinaldi, por ‘Volvé ciudad’

Esta ciudad se impide refrescarse a sí misma. Fue construida de espaldas a la bahía, como si mascara una rabia perpetua contra las olas. El hormigón de sus edificios es muro de contención de las brisas del mar, y en cambio, abre las puertas al viento de la llanura para que esparza su árido aliento por las callejuelas. Aquí, los habitantes se esconden en los bloques de pisos hasta la noche. Han dejado por imposible el mar, de modo que nadie lo busca ni lo encuentra.

            Sin embargo, en una de las esquinas más sucias y malolientes, donde parecería que nada puede suceder, porque todo ya ha sucedido y se ha arrugado y tirado con descuido a la basura, algo sigue ocurriendo. Si alguien prestara atención a un rincón tan poco agradable, vería que los contenedores se unen en una fila, como si respetaran, a pesar de todo, un orden premeditado. A uno y otro extremo hay montones de chatarra oxidada, jirones de trapos y papeles viejos, que tampoco parecen estar ahí por azar. Todo el conjunto conforma un recinto cerrado bajo un soportal con las persianas echadas. En definitiva: un refugio para no ser vistos. Pero, ¿quién querría ocultarse aquí, entre toda esta inmundicia?

Se oyen cuchicheos. Dos muchachos acaban de llegar. Tienen un gran parecido físico: la ropa rasgada, el pelo largo y revuelto, y los ojos… ¿cómo describirlos? Con su chispear agudo y vivo, son capaces de ver, en esa nube de moscas que zumba en la basura, fantásticas mariposas con todas las geometrías y colores del universo en sus alas. Baste con decir que pueden ver cosas nunca vistas en esta ciudad (tal vez por eso se ocultan).

  • Marco, ¿has traído el mapa?
  • Por supuesto, Kublai – y extiende en el suelo, ante su amigo, un mapa enorme y arrugado, muy colorido. El trazo tembloroso es prueba de su dibujo a mano, y los numerosos tachones y flechas revelan que está continuamente modificándose. Kublai se inclina ante el mapa y lo recorre con el dedo.
  • Has añadido estos tres naranjos, y aquí un huerto de sandías, y aquí un pozo – va señalando manchas de color verde, rojo, naranja y marrón. Al llegar a una línea ondulada y azul, empieza a aplaudir -. ¡Y aquí un río! ¡Qué bien! ¡Ya tenemos río para bañarnos!
  • Sí, cruza todo el prado de flores y álamos que encontré ayer. Si hay álamos, el río no podía estar muy lejos. Así que hoy, muy temprano, fui a buscarlo, y allí estaba, con el agua clara y muy fresca – sonríe con picardía -. Además, me pareció ver peces y ranas… volveré mañana a comprobarlo y lo dibujaré todo en el mapa.
  • Qué bien, Marco… – Kublai se recuesta en la pared -. Me encantaría ir contigo para saber cómo se siente uno al descubrir tantas cosas bonitas… Pero tengo que cuidar a la abuela, ya sabes.
  • No te preocupes. Para eso quedamos en que yo sería el viajero. – Marco también se deja caer en la pared.

Permanecen un instante en silencio. El calor es insoportable. El viento trae ráfagas de polvo que secan y enrojecen los ojos. Ambos amigos los cierran; a la sombra de sus párpados, sienten la brisa que debe mecer los álamos junto al río, la brisa por la que se deslizan las mariposas de flor en flor.

  • Oye, Marco…
  • ¿Sí?
  • ¿Cómo consigues encontrar todo lo que dibujas? Nadie más lo ve.
  • ¿Por qué lo supones?
  • Bueno, si lo vieran, todos correrían a pintar muchísimos mapas como este.
  • Ya… – Marco sonríe, y se incorpora -. Bueno, en realidad lo hacen. Podría decirse que este mapa lo están dibujando nuestros vecinos. Yo solamente los escucho, durante mis viajes y expediciones callejeras. Mira: ayer una señora mayor, abanicándose con la mano, le decía a su portera que no entiende aún por qué nadie hace nada para construir un pozo. Entonces volví a casa, cogí el mapa, busqué el bloque de pisos de la señora y dibujé allí un pozo, en medio del patio, con una morera para darle sombra. Apenas había terminado, cuando desde la ventana vi que un niño rompió a llorar, agarrado a la falda de su madre, porque quería de postre una sandía fresca, y la madre, sin poder satisfacerlo, no sabía cómo calmarlo, diciéndole inútilmente que pronto, que después, que otro día, pero en la voz se le notaba que lo decía en parte para consolarse a ella misma, y en parte sin creer que pudiera existir ese luego. Así que cogí los lápices de colores, y con rojo y verde cambié los plásticos y botellas del solar de enfrente por un reluciente campo de sandías custodiado por un espantapájaros muy simpático. – Marco se ha entusiasmado con el relato de sus aventuras. Está sentado frente a su amigo, con las piernas cruzadas y los ojos chispeantes. Todos sus gestos parecen ser los de un gran mago que hiciera aparecer los mayores tesoros de la tierra sólo con nombrarlos. – Luego, me acordé de la expresión soñadora de una muchacha que conozco, cuando me dijo que sería feliz pudiéndose tumbar a la sombra de unos naranjos. Con el color de la naranja los dibujé. Y tampoco me olvidé de ti, que tantas veces me hablas de bañarte en un río… así que aquí está la línea azul serpenteante y fresca. Así continúa mi viaje…

Kublai lo escucha asombrado ante tantas maravillas.

  • Es fantástico, Marco. Me da la sensación de ir volando contigo, ahora, en una avioneta. Tú eres el piloto. Mientras surcamos mares de nubes, me señalas uno a uno los lugares del mapa, que están ahí fuera tal y como los has dibujado. Veo el pozo, los naranjos, el río, las flores… Me enseñas a ver. No nos importa que se haga de noche. Continúa nuestro vuelo nocturno. Sobrevolamos la ciudad oscura…
  • Y fíjate, no todo es oscuridad: los lugares del mapa titilan como estrellas. ¡Es una constelación! Brilla más que las del cielo. Mira: en los cuadrados de las ventanitas, también palpitan luces tenues.
  • ¿Quizás anhelos que esperan encontrar su hueco en el mapa…?
  • Pero, Kublai, mira también, entre todas estas estrellas que titilan, entre todos estos fuegos que arden buscando el aire, mira cuántas ventanas cerradas hay, cuántas estrellas extinguidas, cuántos durmientes…
  • ¿Qué podemos hacer?
  • Hay algo que no te he contado. Ven, aterricemos. ¿Escuchas estos chillidos? Son ratas. Nos rodean a millares. Siempre hay que prestarles atención. No conviene envolverlas con nuestras palabras más íntimas. Yo vi una vez a una niña contándoles un hermoso cuento, rebosante de esperanza. La rata agarró esa esperanza entre sus dos miserables patas y empezó a roerla. No paró hasta que no quedó nada, ni siquiera las migas. Nada. Ahora la muchacha es una joven casada que se ríe de sus ingenuas niñerías. Piensa que todo es en vano.

Las ratas son una plaga, Kublai. Y las hemos traído nosotros mismos. Entre nosotros, se mueven a sus anchas. Lo roen todo. Y yo, el único antídoto que encuentro para acabar con esta maldita peste, es viajar por las calles, recogiendo cada retazo de conversación donde las ratas aún no hayan podido hacer su nido.

  • Marco, yo confío en ti. Y por eso me asalta el temor… ¿lo conseguirás? Sabes que en el colegio aprendemos geografía, pero ninguno de los mapas que estudiamos se parece al tuyo. Entre capitales y fronteras, ¿qué dirían nuestros profesores si les hablásemos de dibujar las flores y los campos de sandía? ¿No se burlarán, no dirán que nos estamos confundiendo con el paisaje de un cuento de hadas?
  • Ah, Kublai, yo les respondo que ojalá las hadas nos prestasen sus alas para elevarnos de este cuento de terror en el que subsistimos. Sé que la ciudad que dibujo es discontinua, fragmentaria, construida con hilos que duermen en el polvo esperando que una ligera brisa los levante. Y con esos trozos de conversación y esos retales de gestos, completaré algún día el mapa de nuestra ciudad. No de esta, sino de la ciudad que añoramos, de la verdadera ciudad que somos, aunque no nos demos cuenta…
  • ¡Pablo,  Juan! ¿Dónde estáis? ¡Subid de una vez!
  • ¡Ya vamos, mamá! – responden Marco y Kublai al unísono.

Sin decir una palabra más, abandonan su improvisada barricada hasta el siguiente mediodía.

No tienen miedo de que alguien descubra su avioneta, porque todo ha vuelto a ser, sin más, lo que parecía: sólo basura y chatarra rodeada de moscas. De vez en cuando, asoma una cola larga y nerviosa que se esconde rápidamente entre los contenedores. Un gato famélico bosteza y pasa de largo.

El viento comienza a soplar, con fuerza. Una ráfaga trae el rumor de una ola que rompe en la orilla, detrás de los edificios. Se escucha tan cerca, que se diría que el mar está aquí mismo, en esta calle que parece tan vacía. Entonces, en uno de los bloques de pisos alguien sintoniza una emisora de radio argentina. La melodía de un tango va y viene entre el oleaje:

Con nombres nuevos nacerás,

con calles para caminar,

con patios para conversar…

Aquí de nuevo esperaré,

hasta que nazcas otra vez,

vieja ciudad…


Marina Eiriz Zarazaga (Sanlúcar de Barrameda, España, 2002) estudia Filología Clásica y Lingüística en la Universidad de Cádiz. Impulsora de la web «Tamarix Gaditana» para la escritura creativa. TEDx Speaker con De prisioneros a lectoras en el evento TEDxCádizUniversity2022. Su «relato de bitácora» Ítaca son los Clásicos se ha publicado en el Boletín del nº 164 de la Revista Estudios Clásicos de la SEEC, y su texto Escritura andante en la Revista de Creación Literaria «Ala Este». La Revista Literaria «Autores» ha acogido su Carta de una lectora, inspirada en la correspondencia entre Anita Forrer y Rainer María Rilke.

Instagram: @mez_612 ma.eirizza@alum.uca.es

Descubre más desde

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo