En el Club de Relato de Irredimibles se dan cita autores noveles y autores con una menor visibildad, seleccionados por nuestro equipo de redacción. Todos ellos con amor por el género del relato breve.

Coordinado por Karim Ali y Atalanta


CASI UN CUENTO DE NAVIDAD

por Mónica García Rodriguez

Antes de recibir la llamada de teléfono, ya intuí que esta iba a ser una Navidad muy diferente a las demás, mucho más de lo que esperaba, pues las sorpresas continuaron incluso después de escribir las últimas líneas del relato. Un mes antes, una antigua novia con la que seguía manteniendo contacto escrito un par de veces al año —por su cumple y por el mío—, me llamó deprimidísima: despedida del trabajo, de la relación sentimental y de su salud mental cosa que conllevó a que le quitaran la custodia del hijo autista. Tal era su estado que la invité a pasar la Nochebuena con mis padres ancianos y mis nonagenarios tíos. Tan mal estaba que aceptó. Por esos días no tuve más remedio que acabar yendo al centro de salud por una otitis cojonuda que no fui capaz de cortar con lo de siempre —padezco de ello desde niño—. Ya habían montado el portal de Belén en la entrada y, por el desgaste de las figuras, supuse que era el mismo de todos los años, como iba con tiempo de sobra a la cita esta vez me detuve a mirarlo. Me llamó la atención que fuesen las figuritas las que parecían mirarme a mí con sus caras de penuria en vez de yo a ellas. Los leñadores tiraban de una cuerda de leña arremangados hasta los codos a pesar de que todo estaba cubierto por nieve de algodón; los cavadores de minas seguían el camino de vuelta a casa con la cara morena en pleno invierno; los pastores sudorosos cargaban las ovejas a hombros, también las ovejas a hombros me miraban, todos me miraban…, todos excepto el niño Jesús… Observé con más detenimiento a los tres reyes, San José, la Virgen María, la vaca, el burro y a dos de los pajes, ellos también tenían los ojos puestos en mí. Disimuladamente metí la mano en la cueva de papel marrón y plata para voltear al otro paje, que me quedaba de espaldas, y era porque se había quedado ciega con el tiempo y últimamente no atinaba a situarse, sus ojos solo tenían pintura desconchada, así que el único que me esquivaba era el niño en el pesebre, que tendría la mirada puesta en sus cosas, no soy de creer en un dios pero es solo por el hecho de que todas las versiones me gustan, de todas formas el que nadie apartara la vista de mí excepto el enano, me dolió. En esas estaba cuando vi bajar la escalera al director de salud mental, un amigo de la infancia al que aprecio bastante. Se escapaba a tomar un café antes de la próxima cita, lo saludé y, tratando de encontrar las palabras adecuadas para que no me acabara diagnosticando, le dije: “Este belén está ya para renovarlo, ¿eh, Pedro?, fíjate en las figuritas, parecen todos bizcos, el día veinticinco muy pocos van a llegar a tiempo a Belén: unos estarán siguiendo a Betelgeuse y otros acabarán adorando a Santa Claus tras seguir la estela de la Polar”. Pedro asintió con la cabeza sin decir nada, muy propio de él, como si en su retina estuviese cuadriculando los apuntes y ajustando mi foto junto a la palabra adecuada, pero me daba igual, yo sabía que antes o después la mayoría íbamos a acabar sentados en su diván público. “Dime lo que ves, ¿te parecen todos bizcos o es que miran a un “punto en concreto?”. Asentía y asentía, calladito, y yo con la incertidumbre inflándoseme en la garganta. Ya no podía más, tenía que hacerle la pregunta directa…, pero Pedro habló: “Pues a mí me da la impresión de que todos te miran a ti, Benito. Pasa un buen día, amigo, te dejo, me quedan diez minutos para el café.” Y allí me dejó, pasmado frente al temporal de nieve del portal, y no solo eso, sino que, cuando estaba saliendo por la puerta lo oigo añadir: “Todos…, menos el niño Jesús”. Joputa, Pedro, ¿no tenías bastante con poner mi foto junto al capítulo de la Esquizofrenia? Tampoco lo que la doctora me recetó detuvo el desagradable flujo de pus ni las punzadas. Empezaba a notar que perdía audición, y eso la preocupó, así que firmó unas analíticas y hasta me mandó una resonancia de manera urgente. Algo extraño, muy extraño, debió salir, pues a los dos días de la prueba y de seguir vertiendo glóbulos blancos muertos por el oído izquierdo recibí la llamada de un médico, el doctor Blanaush, representante de una comitiva de otros once investigadores. Yo no sabía si el apellido era extranjero o catalán, lo cierto es que el hombre pronunciaba muy bien en castellano, el hombre fue educado, cauto y diplomático, tanto, que me sentí halagado cuando habló de la rara anomalía reflejada en los resultados y de la casualidad de que una pequeña pero extendida comunidad científica estuviera inmersa en un estudio basado en el enorme potencial de un mamífero al borde de una crisis sistémica, añadiendo que me ajustaba perfectamente a sus necesidades experimentales, y, caramba, ¡hasta me subió el amor propio! Cuando oí la cifra con la que demostrarían su agradecimiento por mi colaboración la alegría fue aún mayor, luego vinieron los contras, pero contrastándolos con el azar de la propia vida no me parecieron tan graves. Acepté. Faltaban dos semanas para Navidad, y debía empezar con las pastillas, dos por la mañana y dos por la noche, la siguiente semana me inyectarían la dexitornoclorderisina, o algo así, cada tres días. La tercera dosis me coincidía con la llegada de Cristina, mi antigua novia, aun no sabía a qué hora, y como no tenía ni idea de la envergadura de los efectos que el fármaco me iba a provocar la animé a coger el primer tren de la mañana, en cuatro horas estaría aquí, justo para acompañarme al pinchazo. Yo soy un tío fuerte pero precisamente esa mañana me notaba entumecido, y supuse que sería por el tratamiento. Durante la primera semana de pastillas la cantidad de pus auricular fue disminuyendo, había días que apenas supuraba; a principios de la siguiente la secreción ya empezó a ser más clara y menos pestilente. Pero yo seguía dándole vueltas a lo del portal de Belén. Me pasé muchas hora googleando figuritas y nacimientos, era muy típico eso de que los retratos y esculturas te siguieran con la mirada, pero es que aquellas solo me miraban a mí. Recogí a Cristina de la estación, dejamos las maletas en mi casa y nos fuimos hacia el centro de salud dando un paseo, me costaba doblar las rodillas. Ella estaba ojerosa y pálida; todo lo que contaba languidecía al final de sus frases, a veces suspiraba. A pesar de su aspecto aciago, lo que eran la delicadeza de su piel, el color de sus ojos y su escueta sonrisa al mirarme seguían intactos. Nuestra relación había terminado porque me aburrí, ella era una niña sencilla, sin grandes pretensiones, que disfrutaba de paisajes, lunas llenas etc., y yo, todo lo contrario. En una de esas llamadas telefónicas anuales me dijo que su marido y ella estaban viajando mucho, que cuando nació Héctor, su cuñada le ayudó bastante con el niño, incluso los animaba a salir por la noche los fines de semana que no tenía turno en el hospital, la cuñada era matrona. Lo curioso es que, con el tiempo, a mí me había pasado todo lo contrario, comencé a salir menos y a disfrutar más de crepúsculos y amaneceres sobre el mar. Habíamos llegado al centro de salud bastante más temprano de la hora de mi cita, todos sabemos ya el por qué. La planté delante del portal de Belén, centradita, para que lo viera todo bien, y me puse a su lado, por delante del calendario de vacunación infantil. No quise decir nada, quería conocer su primera impresión. Al cabo de unos segundos, ella habló: “Me alegra pasar la navidad contigo y tu familia, te lo agradezco no sabes cuánto. El que no nos hayamos visto desde hace años me ayuda a difuminar mi realidad, a enfrentarme a cosas… No es exactamente como salir de la zona de confort, sino de poder escapar de lo conocido, la rutina. El viaje, tu presencia y la estropeada decoración navideña hacen que me plantee cosas totalmente diferentes a las que la gran ciudad me incita, y es justo lo que necesitaba mi corazón, hallar a la persona primigenia que fui y a plantearme como llegué a ser esta otra, con una vida tan complicada y despedazada…” Eso fue lo que dijo Cristina, …ni papa del niño Jesús. Quedé entre descolocado y herido, pues lo de estropeada decoración a continuación de la referencia a mi presencia me hizo algo de pupita, ¿inferían sus palabras que yo era otro adorno raído? No le dije a Cristina nada de lo del experimento, aunque me preguntó para que enfermedad debía ponerme esas inyecciones, le dije que para una otitis insidiosa. Ella, tan espontánea como antaño, dijo que de pequeña su madre le introducía el jugo de unos granos del fruto del granado —si era la época—, y en tres días se recuperaba, luego, me preguntó que por qué el niño Jesús era el único que buscaba con la mirada el plan de vacunación, y ahí, me entró la ansiedad. Al fin veinticuatro. Eran las doce, la cocina estaba inundada por la luz que burlaba a las cortinillas de las ventanas y el jugo que la verdura fresca soltaba en cada corte, esparciéndose en gotitas estelares. Cristina y yo nos ofrecimos a cocinar para esa noche buena, y ahí estábamos, mirando las vainas de las verduras a contraluz y haciéndole fotos a los arcoíris que salían del escurridor cuando sobre la lechuga rebotaba el chorro del grifo. Se me ocurrió preparando la cena para los “sin dientes” —en realidad mi madre y mis tíos todos tienen dientes, pero bien se sabe que a esa edad los postizos solo sirven para tapar huecos—: llevaría a Cristina a hacer un recorrido de Belenes por los pueblos colindantes y contrastaría el extraño fenómeno de las figuritas entre los diferentes municipios. Mientras gestionaba la ruta oí retumbar algo en el salón, de fondo sonaba la actualidad de la guerra y por un instante me pareció que un misil desorientado había caído en la habitación. Uno de los sin dientes, mi tío Antoñito, que era el más ágil, se había levantado por orden de mi madre a coger el mando de la tele para cambiar a otro programa que no les recordara tanto los sinsabores de sus infancias, y, cataplum, la zapatilla no sorteó el cable del calentador que habíamos metido debajo de la mesa camilla, y el hombre cayó como una pelota de pinball, dando tumbos de un mueble a otro desde la lámpara de pie al cristal de la mesa camilla, de ahí a la esquina del sofá, haciendo zigzag entra las patas de la mesita auxiliar hasta frenar contra con las rodillas de mi tía Juana antes de caer al suelo, eso sí, se marcó veintisiete puntos en casa. Los del 063 lo cosieron allí mismo. La ruta de Belenes quedó pospuesta, mi tío, que más que hipo siempre había sido hipocondríaco, insistía en ver un largo túnel negro, así que para sacarlo de la visión, y tras dejar la comida preparada, Cristina y yo servimos unas endivias, guacamole, aceitunas, una botella de Floreale y otra de Tempranillo Fuenteamor, nos sentamos y nos tapamos con las enaguas de la mesa camilla. Mis padres y mi tía —Antoñito no hacía más que rezar— empezaron a contar las historias de siempre. Retrocedimos unos cuantos años y después el doble y más tarde el triple, hasta llegar a las navidades de 1975. Yo tenía siete años, iba de la mano de mi tío Antoñito y de mi padre, con los hombres, como tenía que ir siendo si quería hacerme uno de ellos. Hacía rato que necesitaba mear y ya no aguantaba mucho más, pero pronunciar esa debilidad era cosa de niñas y yo me estaba entrenando para hombre. Era veinticuatro de diciembre tal que hoy, todos estaban haciendo cola ante el trono de Papá Noel, y allí nos dirigimos. En la misma plaza estaba el nacimiento con figuritas a tamaño real de todos los años, que la mañana siguiente serían sustituidas por personas, pero donde había decenas de niños esperando turno para pedir sus regalos era en la cola de Papá Noel. Mi padre y mi tío se detuvieron a saludar a unos vecinos y yo aproveché para escabullirme de las manos mayores y correr al portal de Belén; me colé por detrás del pesebre y oriné dentro. Mi madre me pilló in fraganti y me sacó de allí corriendo, corriendo pero discreta para que nadie nos tachara mal. En ese momento, no se le ocurrió cómo arreglar lo del charco del pesebre hasta que llegamos a casa donde todos dieron soluciones, evidentemente no volvimos a la plaza a fregar el nombre de la familia. Y allí dejamos al niño, empapaditos los pañales. Ese recuerdo por mí olvidado me vino tal que una clarividencia. No pude esperar y dije: “Cristina, vamos a ver ese portal, te apetece?”, “Sí, claro, pero ¿no te estarás haciendo pis, verdad?” Reímos la ocurrencia, como si sus palabras fuesen de lo más absurdo… Así que el niño Jesús me la tenía jurada…, y ahora yo me preguntaba si no habría hecho un milagrito con los historiales médicos del centro de salud para que mis resultados despertaran curiosidad; o, tal vez, el padre del niño había enviado a su propio equipo científico, o sea, a los doce apóstoles, para que mangoneara mi cuerpo cada dos días. Ya me imagino al pequeñajo: “Oye papi, eze zeñor se ha hecho pis en mi cuna”, … porque mancillar la cama de un hijo debe doler que te cagas. Decidido, esta semana no me tomo las pastillas, que se busquen a otra rata para comprobar si le crecen las piernas tras amputárselas, ¡o a un cerdo!, y con lo que sobre que llenen la mesa de finas lonchas de ibérico. Uff, qué negro lo veía todo en esos momentos. Llegamos al belén de la plaza. Todo figuritas. Mirándome. Me acerqué a una, el punto negro de sus ojos era fijo. Fui hacia la vaca de cartón piedra que vertía su vaho sobre la cuna. Punto fijo. Mirándome. Y, de pronto, me quedé tieso, doblado junto al bovino, como otro vahoador más, sin poder moverme. Cristina se impacientó y me llamó. No me salía la voz. La vi acercarse, me tocó los brazos y caí de espaldas al pesebre. Sentía todo mi cuerpo como de cemento armado, peros mis pensamientos volaban ávidos en busca de respuestas. Cristina abrió su bolso y trasteó en el interior, su cara no denotaba preocupación. Al fin lo encontró, extrajo una de esas inyecciones que no me tocaban hasta dentro de unos días y, yendo directa a mi muslo, dijo: “Por si acaso” antes de inocularme su contenido. Sentí más rigidez aún. La cabeza despejada, lo suficiente para verla subirse la falda, estirar la cinturilla de sus leotardos, meter la mano… y sacarse una pilila coronada de rizos dorados con la que me apuntó antes de mearme encima. Luego, se quitó su propia piel dejando expuesto a un enorme niño Jesús que me miró con intensidad divina y sonrisa burlona. “Te lo debía desde hace mucho, Benito, ya estamos en paz. Feliz Navidad, amigo”. Pues sí, en cuanto pasó el efecto de la dexitornoclorderisina, o algo así, las estatuas ya no me miraban, y yo sentí una paz inconmensurable, como si un nuevo hombre con sus debilidades de niño y de niña hubiese renacido, henchido con la fortaleza de saber perdonar con humor, porque uno a menudo se olvida de sus propias meteduras de pata, es obvio, la memoria es un disco duro defectuoso que viene con desenfoque gaussiano in crescendo. 

Epílogo 

Días después, cuando me desentumecí, llamé a Cristina, me dijo que no se había atrevido a telefonearme para no molestarme, a sabiendas de que estaría con mis mayores, pero que esa tarde tenían previsto venir al pueblo en coche con su marido y los niños, así aprovecharían para hacer la famosa ruta de Belenes vivientes de la comarca. Que si tenía un ratito podría tomar café con ellos, que Mario y los niños estaban deseando conocerme. Y yo, confuso por los acontecimiento anteriores pero encantado de que su vida fuese bien y ella siguiese siendo la Cristina de siempre la invité a quedarse en casa con nosotros, había espacio de sobra y los chiquillos llenarían de Navidad las estancias. Compraría regalos para los viejos y los pequeños, mantecados, turrón del blando y gorros de papa Noel con estrellitas de led para todos…, de pronto me entró mucha ilusión vivir la navidad. Nos despedimos dejando montones de planes en la red de Vodafone y, antes de colgar, me deseó: —¡Ah, Benito!, ¡espero que ya estés recuperado de la otitis! Me quedé perplejo — ¿Otitis?, hace años que no tengo una —, contesté. — Oh, pues mejor, seguramente lo habré soñado, como antes eras tan propenso…, en fin, ya sabes cuánto falla la memoria a veces…Nos vemos en unas cuantas horas. Te queremos mucho.


Mónica García Rodríguez, 1969. Nace en Granada pero reside en Marbella (Málaga). Estudia veterinaria en la UCO y ejerce como tal desde 1993.

En 2016 escribe su primer libro, “Duerces, atajo al agujero de gusano”, conformado a base de varios relatos relegados al último tercio de la obra y a los que la historia principal va remitiendo de tanto en tanto; a partir de entonces se suceden los siguientes libros: “Hipócrita de a Diario”, “Insolente e Insólita”, “La perfecta pócima”, “El libro de Britania”, “Historias que no envejecen”, “Hárbol con h”, “Aliendario”, “Las 23 hojas del mar”, “El konjuro de los kanguros”, “Estúpido romanticismo”

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