Empujo la puerta y se abre como azotada por el viento. El olor es libre, escapa silencioso entre mis hombros, revuelve mi estómago, me causa escalofríos… 

El barrio está igual que antes, solo que con más grietas, cicatrices. La familia Martínez agregó otro piso a su casa. Mi vieja vive en el callejón en frente de esta casa. Es la del fondo, cerca al monte, a la quebrada que huele a caño. Encima vive su hermana: la tía Ester.

Más adelante está el parque, allí jugaba con mi primo a policías y ladrones. Juan representaba al ladrón; todos le decíamos que tenía la cara y él se reía. Sigue la casa de las rosas blancas y me acuerdo de Carolina, la hermana de Juan. Estudiábamos juntos, yo era el mejor de mi clase, el orgullo de mamá.

Se acaba el camino, queda el bosque y la roca gigante. Aún está el dibujo que hice con marcador. Resulta que sí era indeleble: una niña con trenzas, un niño con gorra y el súper perro: Azabache.

Azabache me siguió hasta la casa desde el colegio. Era un perro grande y gordo, todo negro con dos manchas cafés debajo de sus ojos pardos. Mamá le tenía lástima, le daba comida, pero no lo dejaba entrar. Él se quedaba afuera durmiendo sobre el tapete. A la tía Ester no le gustaba, decía: «¡Ese perro es puerco, huele mal!». ¡Vieja estúpida!, a qué más puede oler un perro de la calle. Esa semana me porté como un angelito. Lavaba los platos sin que mamá me lo dijera, incluso barría y trapeaba. Mi mamá sabía por qué lo hacía y no tuve que pedírselo. Así Azabache se convirtió en nuestra mascota. Gracias a mamá. 

Doy vuelta, sigo recorriendo viejos tiempos y me impulsa un airecito con olor a rosas blancas.  «¡Carlos!»​, escucho su voz a lo lejos cuando salgo para siempre de este mugroso barrio. La miro por el retrovisor. Recuerdo esa mirada.

Mis tardes transcurrían entre el parque y las tareas del cole, acompañadas de ese olor a ajo y especias que se colaban por el patio. Azabache se sentaba a mi lado. Me seguía a donde iba. Él era mi mejor amigo.

Ese día venía del cole. Mamá no estaba. Encontré a Azabache en la puerta tendido en el tapete; gemía y escupía un líquido oscuro. Pesaba demasiado, lo cargué hasta la veterinaria. Vi cómo cambió el color de sus ojos cuando dejó de moverse. Su mirada se quedó fija en la mía. Lo enterré bajo nuestra piedra. Azabache jugaba con nosotros a policías y ladrones. Siempre que le apuntaba con el dedo y decía: «¡Pum!», él se tiraba al suelo. Era un gran perro.

Pasé una semana sin ir a estudiar. Me escondía detrás de la tienda y veía pasar a los vecinos, a la tía Ester. Le llegaron las quejas a mamá y regresé a clase. Ese año lo perdí, pensé que mamá me daría una tunda. Solo se encerró a llorar en su cuarto y no volvió a decir mi nombre en diminutivo. Eso me dolió más.

El tiempo transcurría y no me daba cuenta. Todos tenían trece y yo seguía con mis diez meciéndome solo en el columpio del parque. Yo quería jugar a los juegos de siempre, y los demás, «juegos de grandes». Ese fue el año del beso. Carolina cursaba octavo y yo séptimo. Le dije a mamá que iba a esforzarme y así me adelantarían de año. No pude lograrlo. Un día sí los seguí al bosque, solo por Caro. Nos escondimos tras la gran piedra. Ella olía a rosas blancas y sus labios eran tan… suaves. Juan nos descubrió y le fue con el chisme a la bruja de mi tía que le prohibió volver a verme. 

Una noche me despertó un aullido. Era Azabache sentado a los pies de mi cama. Su mirada estaba fija en la mía. Después se fue por la ventana y aunque quise llamarlo, la voz no me salía. Me asomé de inmediato y lo vi parado en frente de las escaleras de la tía Ester mirando hacia su ventana. Le conté a mamá, ella creyó que lo inventé, que yo quería que fuera ella. Pero si mamá fue la primera en decirlo. La tía Ester solo venía a pedir favores y se abstuvo por mucho tiempo. Una vez mandó a Juan a pedir fósforos. Mamá le preguntó: «¿La culpa no la deja dar cara?». Juan no entendió, era muy estúpido para darse cuenta. Azabache nunca la quiso, siempre le ladraba y su aliento…, olía a ajo y especias.

Me gradué sin honores y sin despedida en el mar. Dejaron de hacerlo a partir de mi año y lo reemplazaron por un paseo al centro recreacional. Mi padre tuvo un interés repentino en mí y no lo dudé ni un segundo, me fui con él. En este mismo carro viejo abandoné el pasado, lo vi alejándose por el retrovisor. Ya no podía seguir esperándola detrás de la tienda para hacerla confesar. Ya no, ya era grande y, ella, parecía más pequeña.                   

Mi madre está en mi antigua habitación, tan linda mi vieja, no dejo que me vea hoy tampoco, sigo subiendo las escaleras. Ya estoy en la puerta huele a especias…

Voy a gatas pegado al muro, luego al comedor. Se asoma para saber quién abrió la puerta. Sigo mi camino hasta que se encuentran nuestras caras. Le sonrío al ver sus ojos aterrados que comprenden lo que va a suceder. “El arma tiembla” en mi mano, pero Carlitos, apunta con su dedo, y dice: «¡Pum!». La tía Ester se tira al suelo igual que Azabache. Su sangre corre hasta mis pies. 

Lana Oros

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