Relato ganador en 2018 del primer lugar en el 1er Concurso Literario organizado por la Facultad de Derecho de la Universidad de Valparaíso, Chile.


Se busca imbécil

Hoy en el diario me he encontrado con una curiosa noticia. En la sección de empleos he leído un anuncio que dice “Se busca imbécil. No es necesario tener experiencia previa, favor presentarse en las sucursales de nuestra compañía el día viernes entre 9:00 y 10:00 am”. Al leerlo quedé con curiosidad: ¿Qué era esto de “se busca imbécil”? ¿Para qué?

Dudé si debía ir a la entrevista ya que yo no me considero un imbécil, pero… ¿no es eso justamente lo que pensaría un imbécil? Como me encontraba desempleado y ocioso hace bastante tiempo decidí darle una oportunidad a esto del imbécil y presentarme a la entrevista. Tal vez la paga fuera buena y el trabajo sencillo porque ¿quién le daría una gran responsabilidad a un imbécil?

Llegado el día me alisté para la entrevista. Me puse mi mejor traje de imbécil, con unos zapatos que si bien no eran tan imbéciles podrían engañar al ojo más entrenado en el arte de detectar imbéciles. Mi única vacilación era si me ponía o no corbata. Al final decidí que iría con corbata, busqué la más imbécil que tenía y me la puse.

Salí muy temprano de mi casa en dirección a la compañía, porque no hay nada que diga más imbécil que llegar antes de tiempo a las reuniones. A eso de las 8:00 ya había llegado y me encontraba en el recibidor frente a una recepcionista. Me acerqué a ella y le pregunté:

—Disculpe ¿Aquí son las entrevistas?

—¿Entrevista de qué?—preguntó con un tono de desprecio.

—Para el trabajo, lo leí en el diario.

—Depende del trabajo y del diario.

Me sonrojé y dije entrecortado:

—El de imbécil. Salió hace unos días y decía que aquí serían las entrevistas.

—Déjeme ver—dijo, mientras tomaba el teléfono y llamaba a no sé quién. No logré discernir una sola palabra de lo que hablaba, pero después de unos momentos volvió a dirigirse a mí—. Adelante, pase. Las entrevistas para el puesto de imbécil son en el tercer piso.

—Muchas gracias—dije, haciendo una reverencia con mi cabeza.

—De nada. Buena suerte. 

Tomé el ascensor y me dirigí al tercer piso. Una vez llegué ahí me encontré con una secretaria que se limaba las uñas, no pareció darse cuenta de mi llegada. Con lentitud caminé hasta ella y cuando ya estuve cerca le lancé la pregunta de una:

—¿Aquí es el trabajo de imbécil?—Me preocupé de sonar extra imbécil.

Luego de mi intervención ella se sobresaltó, como si la hubiera sacado de un sueño muy profundo.

—¿Disculpe?—dijo algo irritada.

—La entrevista, para el trabajo. Salió en el diario.

—Ah, sí, la entrevista. Espere un poco, tome asiento por allá—Me indicó unas butacas que estaban entre unos gomeros.

Empezó a hacer llamadas, varias. Cada cierto rato escuchaba que se reía bajo, me sentí humillado. No me importó, ya había llegado demasiado lejos como para retractarme. El trabajo de imbécil tenía que ser mío. Ahora se apoderaba de mí una fuerza de voluntad que hubiera enorgullecido a mis padres. Nunca me había sentido tan motivado a lograr algo, menos la obtención de un trabajo, menos la obtención de un trabajo de imbécil.

Pasó más de media hora y yo seguía sentado, solo. Aún no llegaba ninguno de mis competidores por el trabajo. Me sentía satisfecho, de seguro mi desplante de imbecilidad ya estaba causando efectos en mis entrevistadores que no tendrían de otra más que darme el puesto más imbécil en la compañía. Al cabo de unos minutos la secretaria levantó la vista en mi dirección y me dijo:

—Ya lo van a recibir. Espere un poquitito.

—Bueno—dije sorprendido—. Pero aún no es la hora que salía en el periódico.

—No se preocupe, nadie más se presentó a la entrevista. Por eso lo van a ver pronto.

Me quedé callado. ¿Cómo era eso que nadie más se presentó? ¿Sería acaso el único imbécil que vino a postularse al trabajo de imbécil? No podía ser, yo sé que acá hay muchos más imbéciles, algunos peores que yo. ¿O en este caso debería decir mejores?

Me desparramé en la silla, lleno de tribulaciones. De pronto toda la confianza se volvía inseguridad y no podía evitar sentirme, ahora sí, un verdadero imbécil. Ya no sé si quería tanto el trabajo como antes, pero ya no podía irme. No iba a quedar como un imbécil mal educado.

Entre pensamiento y pensamiento escuché cómo se abría la puerta que estaba junto al escritorio de la secretaria. En el umbral apareció un hombre alto, calvo, de unos 50 años, tenía un aire de importancia. Se veía inteligente… ¿este era el hombre que me entrevistaría para lo del imbécil? Luego de darle un par de vueltas caí en cuenta que era lógico que un intelecto superior juzgara la imbecilidad de quien pretende ese cargo. Mal negocio sería dejar que un imbécil decida quién es el próximo imbécil de la compañía.

Ingresé dando pasitos tímidos, no quería dar una impresión de seguridad. La oficina era más grande de lo que imaginé. Apenas entré pude ver un gran sofá, en el centro había una mesita de vidrio con unos vasos de agua encima y al otro lado un par de sillas. El hombre de la calva me dirigió la palabra:

—Así que usted es el candidato—dijo mientras me inspeccionaba de arriba abajo—. Me gusta lo que ha hecho con su ropa, ¿lo asesoraron?

—No—respondí ahora con más seguridad—. Todo lo que ve lo hice yo.

—¡Bravo! ¡No esperaría más de nuestro próximo imbécil!

—Disculpe…

—¿Si?

—Antes que nada, me gustaría saber en qué consiste el trabajo de imbécil, el diario no especificaba nada sobre mis deberes.

—¿Qué quiere decir? Imbécil es imbécil. Viene aquí en las mañanas, hace imbecilidades y luego se vuelve a su casa por las tardes. Después repite el proceso.

—¿Qué clase de imbecilidades?

—¿Que qué clase de imbecilidades? No es ese mi trabajo, ese es su trabajo. Si usted no sabe lo que tiene que hacer entonces mejor lo despido desde ya.

—Pero el trabajo aún no es mío, señor.

—Y no lo será si sigue siendo tan irrespetuoso.

No sé a qué estaría jugando el hombre calvo. Tal vez fuera demasiado inteligente para mí, o a lo mejor esa era su estrategia para que tomara el cargo de una buena vez. Si ese era el caso, debo reconocer que lo hacía bien, ahora volvía a tener deseos de obtener la posición. Tomé aire, me enderecé y lo miré a los ojos con la determinación más imbécil que pude lograr:

—Señor—dije con una increíble confianza—, yo nací para ser imbécil. Yo no deseo más que ser el imbécil de esta empresa y, lo que es más, su imbécil personal si algún día se me permite tal privilegio.

—¡Eso es lo que quería escuchar! El trabajo es suyo, señor. Puede empezar el lunes a primera hora.

Dicho eso me empezó a dar palmaditas en la espalda, no sé por qué pero me sentí bien, como un perro al que le dan un reconocimiento. De pronto no era tan malo lo de ser imbécil y ya me estaba sintiendo a gusto en el cargo. Salí de la oficina eufórico, miré a la secretaria con ojos de triunfo y ella me respondió con una sonrisa seca.

Bajé al primer piso y le sonreí a la recepcionista. Ella ni se inmutó, no me importó. Había logrado mi meta, era el nuevo imbécil de la compañía. Me fui corriendo a casa, pero antes pasé a comprar nueva ropa de imbécil. Uno no puede presentarse a trabajar como un imbécil si no tiene la ropa adecuada.


Mauricio Rojas

Escribo un poco para escaparme y otro tanto para encontrarme. También para llenar esos vacíos y poner en duda todo aquello donde se presuma certeza. Por último, escribo por contradicción, por impulso y por necesidad. En palabras de Lihn: “porque escribí estoy vivo”. Además de escribir, en Irredimibles coordino las publicaciones en Instagram.

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