Si hace poco nos concedió una interesantísima entrevista por la publicación de su primera novela, “El secreto del ángel” (2024, Glosolalia Ediciones, perteneciente a Cosecha Negra Editorial), esta joven escritora de El Puerto de Santa María (1994), autora, además, del exitoso ensayo “Tras los versos del Capitán Veneno” (2021, Editorial Dalya), hoy nos cede su relato “El buzón de las palabras” finalista del II Premio Astarté (Asociación Cultural, Artística y Educativa) de Las Cabezas de San Juan (Sevilla). Seguiremos atentos a la trayectoria de esta emergente escritora para compartíroslo entre las páginas de Irredimibles. Su calidad, proyección y futuro inmediato lo merecen. Disfruten.


EL BUZÓN DE LAS PALABRAS

Trece de septiembre de 1994

Querido diario:

Hoy empiezan a llegar mis compañeras tras las vacaciones de verano. Saldré a recibirlas como hacen esos niños que esperan impacientes la llegada de la mañana durante la noche mágica de los reyes. 

El lugar en el que vivo es un gran caserón, muy espacioso. De vez en cuando los rayos del sol hacen acto de presencia en invierno y se cuelan entre los ventanales. En verano, los pasillos dejan de tener vida, están vacíos y huecos, sobre todo, cuando ellas no están. En verano, parece que los días no se acaban. Es como si las manecillas de las agujas del reloj del tiempo se pararan. 

El silencio inunda las noches y reina en las escaleras y habitaciones. Mis pasos de un lado a otro crean ecos que retumban las viejas y agrietadas paredes. A veces, creo que lo de la leyenda del fantasma es verdad. Juraría haberlo escuchado deambulando por los pasillos en busca de compañía.

Lo único que me consuela y me libera de la desesperación y la soledad durante estos meses es leer y escribir. Los libros me salvan de este lugar. Puedo transportarme a otras épocas y ciudades, incluso países, y a veces, hasta me olvido de la rutina en la que vivo sumergida. También escribo. Todos los años le escribo a mamá, aunque aún no he obtenido respuesta alguna de ella. Supongo que aún es pronto y que no habrá podido ponerse en contacto conmigo. Sigo esperando su respuesta. 

Mientras me consuelo con los recuerdos, que son mi único tesoro aquí dentro. Me acuerdo del último verano que pasamos en la playa, fue justo antes de entrar aquí. Le pedí a mamá que siguiéramos pasando los meses de julio y agosto en la costa. Ella me prometió que durante los próximos veranos también nos iríamos de vacaciones juntas al lugar donde deseara. Al igual que a mí, también le encantaba quedarse en la playa por las tardes para contemplar cómo el sol se ocultaba por el horizonte. Adorábamos pasar tiempo frente al mar. Mamá siempre decía que era su momento de desconexión y que el mar, al igual que las lágrimas, servía para sanar las heridas. La verdad es que tuvo que pasar tiempo para que yo entendiera lo que me dijo. 

                                                                                   Treinta de septiembre de 1994

Un hilo de aire se colaba aquella noche por la ventana de mi habitación. El reloj anunció que eran las diez y media. Escuché pasos que procedían de la escalera. La madera solía crujir cuando alguien andaba por los pasillos. No quise encender la luz de la mesita de noche, prefería que el cuarto estuviera a oscuras y no hacer ruido. De repente, oí empujar la puerta de mi estancia. Alguien entró a oscuras y encendió la luz. Por un momento me asusté y me asaltaron pensamientos oscuros, pensé que era alguno de esos fantasmas que andan por ahí sueltos o quizá algún asesino que viva entre nosotros disfrazado de cocinero o profesora. Pero, al notar sus pasos, me percaté de que era un ruido familiar. Se trataba de los pasos de mi amiga Jimena. Entró y cerró la puerta sigilosamente. Suspiró y se sentó en la cama de enfrente. Salí de entre las sábanas y le sonreí. Me acerqué a ella y tomé asiento a su lado. Jimena no levantaba la vista del suelo y no sabía qué hacer ni qué decir. Permanecí en silencio durante unos minutos y antes de meditar lo que iba a decirle, ella se dirigió a mí. «Tú tampoco me quieres, ¿verdad?». Su mirada triste se clavó en mis ojos y no me cabía la menor duda de que su infancia tampoco había sido fácil. Aunque su habitación estaba en otro pasillo, Jimena solía visitarme algunas noches. Era una amiga diferente. Quizás la única con la que me sentía del todo bien y con la que podía compartir mis pensamientos. Parecía tener otra edad y era más madura que las otras niñas de mi clase. Con ella podía hablar de lo que quisiera. La miré fijamente por un instante y le dije firmemente que sí, que yo la quería y que era mi amiga. Al ver media sonrisa en su rostro me sentí bien. Sabía que a veces las palabras parecen mágicas y sirven para mucho más de lo que podemos imaginar. Jimena asintió. Noté que se relajó y se acomodó para tumbarse en la cama. Teníamos mucho en común, pero, sobre todo, me entendía porque ella también estaba sola allí. Me hablaba de su madre y de los escasos recuerdos que conservaba de ella. A veces, me tenía que contener para no llorar mientras ella compartía conmigo secretos y sentimientos. La diferencia entre ambas es que ella había aceptado con resignación que no volvería a ver a su madre, mientras que yo aún guardaba las esperanzas debajo de la almohada.

                                                                                               Uno de octubre de 1994

Debo decir que yo era la única amiga de Jimena. A los profesores tampoco les gustaba que tuviéramos ese vínculo tan especial. No íbamos a la misma clase, pero en los desayunos estábamos todos los cursos juntos y me gustaba esperar a que ella llegara. A veces, le daba la sorpresa y le tenía preparado su vaso de leche con una magdalena. Desayunábamos siempre cerca de los ventanales y observábamos los pájaros que se posaban en los árboles del jardín. Jugábamos a ponerle nombres y nos inventábamos historias de fantasía. Los profesores siempre nos miraban. Hasta para desayunar estábamos vigilados. De vez en cuando incluso me decían que no me sentara tan atrás o venía la profesora Amaya y se sentaba con nosotros. Pero a Jimena no le gustaba compartir ciertos momentos con los profesores. Ellos debían tener su espacio y nosotros el nuestro. 

El resto de las niñas tampoco solían venir ni hablar con nosotras. Preferían ponerse en grupos y cuchichear sobre nosotras. No entiendo qué problemas encontraban en que Jimena fuera mi amiga, aunque fuera a otra clase, aquí dentro todas somos compañeras. Aunque, a decir verdad, ella siempre me decía que tampoco necesitaba muchas más amigas. Nosotras nos entendíamos a la perfección y eso era suficiente. Creo que en el fondo Jime nunca se llegó a integrar ni a relacionar con otras niñas porque tenía una gran personalidad. Es lo que pasa cuando alguien se sale de lo común y tiene unos gustos diferentes. 

El resto de las niñas tenía una vida que nada se parecía a la nuestra. Estaban internas por períodos cortos y, en las fechas señaladas, se iban con sus familias. Jimena y yo compartíamos desgracias. Nos pasábamos la vida y el tiempo jugando a imaginar cómo sería nuestra vida si no estuviéramos en la soledad que se respiraba entre aquellas paredes. Jimena apenas recordaba a sus padres. Puede que su pasado fuera mucho peor que el mío. No sé si en algún momento las niñas llegarán a entender todo esto. Es difícil expresar nuestros sentimientos a quienes no los han experimentado o ni siquiera los conocen.

                                                                                               Veinte de diciembre de 1994

El día del cumpleaños de Jimena amaneció lloviendo, pero no era la lluvia la que traía la tristeza, sino vivir en este viejo caserón. La tristeza siempre estaba, aunque a veces se nos olvidaba y dejábamos que el tiempo pasase con más rapidez. La tristeza se acentuaba en algunos meses del año como el último, diciembre. Las navidades siempre me habían resultado odiosas, sobre todo para quienes no tenemos familia cerca o hemos perdido a algún ser querido. Las ausencias se hacían presente en la mesa, en las cenas y reuniones, y dolían con más intensidad que en otras fechas. Yo me esforzaba en fingir alegría delante de los profesores o las otras niñas, aunque a veces creo que no lo hice del todo bien. Era muy complicado ocultar lo que nuestros ojos se empeñaban en reflejar. Por el contrario, Jimena no pretendía mostrar una sonrisa delante de nadie. En sus ojos siempre se podía percibir melancolía de quien no tiene compañía y está acostumbrada a pasar estos días en soledad. O puede que como yo fuera su íntima amiga la conociera mejor y viera con más claridad la tristeza que se dejaba mostrar tras aquellos ojos verdes. 

Por primera vez, aquel día decidí que debíamos celebrar el cumpleaños de Jime. Recuerdo que me levanté temprano y desayuné con el resto de las compañeras. Era sábado y tocaba ir a jugar al jardín. Yo me quedé apartada en el comedor. Me gustaba quedarme a solas y observar el exterior. Desde el ventanal vi a las niñas que jugaban en el jardín. El sol lucía con fuerza y la luz se colaba entre las ramas de los árboles. Por un momento, hubiera deseado bajar y unirme a ellas, disfrutar como una más del tiempo libre y de la tregua que nos había dado la lluvia. Pero era el cumpleaños de Jimena y no podía dejarla sola. En ese momento pensé que pocas cosas debían ser más tristes que pasar el día de tu cumpleaños sin compañía con la que celebrar.

Esa misma tarde, pude preparar una merienda y avisar a todas mis compañeras de la clase. También a las de la clase de Jimena y a los profesores. Aunque me di cuenta que a la señorita Nuria, mi tutora, no le pareció muy bien la idea. Me llevaba muy bien con ella y era muy comprensiva y cariñosa con nosotros, por lo que no terminé de comprender dónde estaba el problema en celebrar el cumpleaños de mi mejor amiga. Mi tutora no solo se sorprendió con lo que preparé para celebrar el cumple de Jimena, que no fue más que una merienda en el comedor del internado, sino que, además, parecía enfadada y decepcionada conmigo. Me dijo que yo no podía tomar decisiones por mí misma y que no tenía que organizar ningún evento. De ese tipo de cuestiones se tenían que encargar los mayores. Pero lo cierto es que no hubo ningún profesor ni tampoco ninguna compañera que quisiera celebrar el cumpleaños de Jimena. A ella no le importaba. Decía que estaba acostumbrada a que los profesores y, en general, todos la trataran así, pero a mí no me parecía nada justo. Ese día, a pesar de todo, lo pasamos bien y yo le canté el cumpleaños feliz a Jimena en el oído, pues los profesores no nos dejaban cantar en voz alta. 

Por las noches, antes de irnos a dormir, solía venir alguna profesora de guardia para asegurarse de que todo estaba en orden. Esa misma noche, esperé a que llegara la señorita Irene para darme las buenas noches y como Jimena no vino a verme como solía hacer de costumbre, decidí salir yo a buscarla. Estaba preocupada. ¿Será que no le ha gustado la sorpresa de cumpleaños que he preparado? ¿Se habrá sentido mal y se habrá enfadado conmigo? 

Cogí la linterna y salí sigilosamente de mi habitación. Deambular por un caserón enorme y de madrugada se me antojaba como una aventura un tanto fantasmagórica. El silencio dentro del edificio era profundo. Sin embargo, me aproximé a una de los ventanales de la planta baja y en el exterior, se escuchaba el rumor de los insectos, el ruido de las ramas de los árboles agitadas por la brisa de la noche y algún que otro aullido de animales. Por momentos, andar por los pasillos tan oscuros de un internado me hacía sentir la única superviviente en mitad de una isla desierta. 

Al llegar al final del pasillo donde se encontraba la habitación de mi mejor amiga, caminé más despacio hacia la puerta, con cuidado, para no despertar a las compañeras de Jimena. Giré lentamente el pomo de la puerta y entré. Estaban todas las luces apagadas y las dos chicas que compartían dormitorio con ella estaban dormidas. En voz baja, comencé a llamar a Jimena, pero parecía que tampoco estaba allí. 

De repente, una de las niñas se percató de mi presencia y cuando encendió la luz rápidamente, comenzó a gritar «¿Pero, ¿qué haces aquí?». No me dio tiempo casi a reaccionar, cuando la otra chica que estaba durmiendo también se despertó y se asustó. «Deja de molestarnos, ahora mismo vamos a llamar a la tutora para que te castigue». Apenas supe qué decir. Ellas me miraban fijamente y yo ignoraba qué les pasaba conmigo. «Lo siento, perdón, no quería asustaros. Solo he venido a ver a Jimena. ¿Sabéis dónde está? ¿La habéis visto salir? ¿A dónde ha ido?». Por fortuna, en ese momento apareció mi tutora, la señorita Nuria y suspiré aliviada porque sabía que ella no me castigaría. Sin embargo, cuando entró, lo que percibí de ella fue una sensación de temor y extrañeza al verme allí y supuse que la regañina estaba al caer. Pero Nuria no se dirigió a mí, no pronunció ni una sola palabra mirándome.  Solo se limitó a pronunciar «Tranquilas, niñas, seguid durmiendo. No pasa nada. Me la llevo a su habitación» dijo refiriéndose a mí mientras me agarraba con firmeza del brazo. 

«¿Sabes que tienes un serio problema, verdad, señorita?». No quise responder ni contradecir a mi tutora. Se enfadaba poco, pero esta vez, parecía que me había metido en un problema.

«Y en lugar de responderme cuando te hablo, te quedas callada. Fantástica tu actitud. ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué has venido a asustar a tus compañeras? ¿Aún no sabes cuáles son las normas de este centro o tengo que recordártelas?». En ese momento, no sabía cómo justificarme. La verdad es que me había escapado de mi habitación fuera del horario permitido y había subido hasta la habitación de otras niñas en busca de Jimena. Sabía que estaba mal, pero no lo había hecho con mala intención. 

«Al menos, tendrás la delicadeza de explicarme qué te ha traído por aquí a estas horas de la noche. ¿Por qué has venido? Tengo derecho a saberlo. Vamos a tu habitación ahora mismo». Ya en la habitación, me senté en mi cama. La señorita Nuria se quedó de pie frente a mí esperando a que yo le diese alguna justificación sobre lo que había hecho.

«Yo solo quería ir a ver Jimena porque la echaba de menos. Hoy no ha venido a verme como todas las noches y pensé que estaba enfadada conmigo o triste. Por eso fui a buscarla a su habitación. No quería despertar, ni mucho menos asustar a mis compañeras».

«Ya basta, Paula. ¡Ya está bien!», me gritó la señorita Nuria. «No quiero volver a escucharte pronunciar ese nombre». La miré sin percatarme de lo que me estaba diciendo. No comprendí porque se puso tan furiosa de repente. 

«Aquí no hay ninguna Jimena, Paula. Es solo un producto de tu imaginación. Jimena está en tu cabeza, pero no es real. Tu amiga no existe».

Casi a oscuras y con la débil luz de la lámpara de la mesita de noche, la lectura del diario de Paula Martín, que empezó esa misma noche, la mantuvo despierta hasta el amanecer. Jamás había leído nada parecido. Durante su carrera había podido acceder a todo tipo de materiales de muchos tipos, pero había algo fascinante en aquel diario. Adentrarse en cada una de las palabras y las relaciones creadas por la mente de la paciente resultaba entrar en un mundo nuevo. El diario de aquella paciente le había resultado tan perturbador como apasionante. Se lo leyó dos veces, de principio a fin, y hasta llegó a empatizar con Paula Martín. Aunque al principio de las páginas, creyó que estaba ante el clásico diario de una chica que expresa sus sensaciones, anécdotas y que cuenta su rutina, pronto se percató de que lo que tenía entre manos era mucho más que un simple cuaderno de notas. Era una confesión sincera de su vida como alumna interna de un orfanato en el que hablaba con absoluta firmeza de su nueva amiga, una amiga imaginaria con la que podía dar rienda suelta a su imaginación y en la que podía proyectar todos sus sentimientos y frustraciones de su traumática infancia.

Como profesional de psiquiatría sabía que estaba ante un documento único. Sabía que lo que le había ocurrido a Paula Martín podría haberle pasado a cualquier persona que hubiera pasado por una situación de shock causada por el choque contra la realidad.

Existen historias de miles de personas que merecen ser contadas, que no deben perderse en el olvido del tiempo. A lo largo de su vida y sobre todo de su trayectoria como psiquiatra, la doctora Sofía de la Vega había oído, conocido y estudiado todo tipo de relatos e historias fascinantes relacionadas con las patologías mentales de sus pacientes. Quizás fuera por la experiencia, la edad o simplemente la vocación, pero cada vez las historias le parecían más monótonas, sin embargo, el caso de Paula Martín, lejos de parecerle un relato escalofriante, le había causado alguna sonrisa y le había hecho reflexionar de una manera diferente sobre nuestros miedos más profundos: la muerte, la soledad, el más allá… En el fondo, nuestra realidad se rige por unas normas y todo lo que esté al margen de ellas, resulta fantástico, fantasmal o irreal. Pero es posible que estos relatos parezcan reales como lo parecen, en ocasiones, los sueños. Al igual que también es posible que la realidad se acabe mezclando con la ficción. ¿Quién no se ha adentrado y perdido entre las páginas de la historia de un libro? El diario de Paula Martín no refleja ningún tipo de ficción, sino una realidad, su realidad. Porque a día de hoy, la mente humana sigue siendo un misterio por descubrir, y pese a los avances que existen y que se han logrado a lo largo de los años, la psiquiatría es una ciencia que está en continua evolución. Quizás la historia de Paula podría haber sido contada por cualquier otra persona que no hubiera superado la muerte de un ser querido o que no hubiera aceptado haber tenido una infancia tan sumamente traumática. Las pacientes de salud mental merecen ser respetadas. Ningún ser humano está exento de que su mente viaje a otra realidad paralela para poder sobrevivir a esta.

Karim Ali

Desde hace varios años, encontré en el universo del relato corto, un camino donde explayar mis inquietudes: críticas sociales, políticas, lírica, sarcasmo, humor. Risas y llantos. Poco a poco voy pillando el hábito de construir una historia sólida que mantenga el interés del lector desde la primera hasta la última sílaba. 

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