En el Club de Relato de Irredimibles se dan cita autores noveles y autores con una menor visibildad, seleccionados por nuestro equipo de redacción. Todos ellos con amor por el género del relato breve.

Coordinado por Karim Ali y Atalanta

La Niebla

Par de kilómetros más de curvas en la carretera 162 y en casa. Ha pasado poco más de una hora manejando desde la ciudad de Ponce hacia el barrio Helechal, en Barranquitas.  Es una noche de cansancio, de neblina y pobremente perceptible llovizna. E imperceptible es el paisaje en su recorrido por esta estrecha carretera a través de montañas y barrancas; ceguera atenuada por las luces delanteras que se difuminan fantasmagóricamente en la neblina. Un carril de ida y otro de vuelta tan estrechos que vehículos marchando en distintas direcciones apenas evitan colisionar.

La música de la radio, que provenía de la conexión del iPhone a través de un cable auxiliar, fue súbitamente interrumpida por la entrada de una llamada. MAMA, anunciaba el panel de instrumentos. Presiono el botón de aceptar en el guía.

 —Dímelo —abrió la conversación lacónicamente.

 —¿Paraste en la farmacia? —preguntó la mamá con tono inquisidor —La doctora te advirtió que no puedes dejar de tomar las pastillas en ningún momento. Ya llevas dos días y no hay excusas.

—Sí. Pare en la farmacia y las recogí —respondió, mintiendo, más para salir del paso que para complacerla—. Tengo que enganchar. Estoy guiando por las curvas y hay mucha neblina. Te hablo mañana.

Gabriel se percató de que la llamada se había caído al no escuchar alguna reacción de su mamá. La batería agotada. Ahora en silencio, sin música.

«No se ve un carajo», pensó Gabriel, siendo su pensamiento interrumpido por un vago destello de luz blanca a través de la neblina en un barranco a unos 20 metros de la orilla de la carretera. Al retornar la mirada en dirección a la carretera, notó una figura fantasmagórica que se desdibujaba en la cortina de niebla. En el intento exitoso de eludirla, a poco pierde el control del vehículo. Pasaron unos segundos hasta que al fin recobró el aliento y decidió dar marcha atrás para acercarse a la enigmática figura. Una mujer, de unos cuarenta y algo años, hablando por un celular, dirigió la mirada a Gabriel. Tenía un vestido rojo y el pelo recogido y acaracolado. Se acercó a la puerta del pasajero haciendo gestos de que bajara el cristal.

—Bendito, ¿me puede ayudar? Me fui por el barranco y estoy tratando de llamar a la policía, pero no tengo señal —le rogaba mientras daba final a la fallida llamada.

—¿No hay nadie atrapado en el carro? —preguntó.

—No, estoy sola —respondió al momento que comenzó a llover copiosamente.

Gabriel se inclinó hacia la puerta del pasajero intentando abrirla, pero ella se adelantó y se metió en el vehículo.

—Gracias, hace frío afuera.

—Mi teléfono no tiene carga y no tengo el cable para cargar. El cuartel de la policía está a unos kilómetros más adelante. Allí podrás llamar —fue lo primero que se le ocurrió comentar a Gabriel.

—Soy Gabriel. ¿Y tú?

—Mari —le dejó saber en un tono remoto, casi imperceptible. La intromisión intermitente de las luces de los pocos carros que se aproximaban desde el carril contrario denunciaba su pelo acaracolado, su vestido rojo y un rostro impreso de coloridos patrones de estampados geométricos. Alucinantes como la maraña psicodélica de luces amarillas, rojas y blancas que sacudían su sistema nervioso mientras irrumpía por las calles del pueblo hasta por fin alcanzar el cuartel policial.

Mari se despidió agradecida y caminó a la entrada del edificio.

«Las pastillas», pensó Gabriel mientras un frío abrazador se apoderaba de su cuerpo.

Arrancó y tomó la calle Barceló en la misma dirección en que venía pasando la farmacia ya cerrada.

«Un café, necesito un café, necesito un café», repetía en su mente.

Se detuvo en un negocio de comida rápida en el centro comercial San Cristóbal, uno de los pocos sitios abiertos a esa hora de la noche. Ordenó un café negro por la ventanilla. Se detuvo en el estacionamiento activando la música del iPhone. No bebió el café y se mantuvo dormitando para ser despertado por el sonar de la sirena de una ambulancia.

—Tengo que ir al hospital —se dijo en voz alta y emprendió la marcha y se regresó por la misma calle Barceló para detenerse en el Hospital Menonita.

Abandonó el auto y se dirigió a la sala de emergencia. Allí se topó en la entrada con la ambulancia. Dos hombres que parecían paramédicos extraían una camilla con el cuerpo de una mujer de pelo acaracolado y vestido rojo. La mujer estaba bañada en luces con estampados de colores. Se detuvo estupefacto ante la escena de los paramédicos que trasladaban la camilla al interior de la sala de emergencias.

No tardó en espabilarse y corrió al interior. Allí estaban los paramédicos conversando con una enfermera mientras acomodaban la camilla vacía en una esquina del salón.

—¿Dónde está la mujer? —preguntó desesperado a uno de los paramédicos.

—¿Qué mujer? —fue la respuesta.

—La que traían en la camilla. Yo estaba afuera mirando mientras la bajaban —respondió Gabriel nerviosamente.

 Los presentes se miraban los unos a los otros, confundidos.

 —Señor, ¿se encuentra usted bien? —se dirigió la enfermera a Gabriel con mirada sospechosa.

 —¿Paraste en la farmacia? —creyó escuchar la voz inquisidora de su mamá. En su delirio, sus pies comenzaron a temblar mientras una niebla ocupaba la sala de emergencia.

 —¿Se encuentra usted bien? —fue lo último que atinó a oír antes de perder los sentidos.

Eduardo Escalona Marrero


Geógrafo y planificador retirado. Ha escrito algunos cuentos y poemas cortos. Natural
de Puerto Rico, reside en la Ciudad de Denver, en el estado de Colorado, EE. UU.

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